sábado, 30 de junio de 2018

Prudencia

Prudencia le hacía siempre honor al nombre. Desde que comenzó a trabajar para Doña Inocencia a la tierna edad de dieciséis años,  fueron oír, ver y callar tareas  prioritarias sobre limpiar, lavar o planchar, que era por lo que le pagaban.
 
Doña Ino era una mujer de clase media-alta con más delirio de grandeza del debido, todo hay que decirlo, pero no se le adivinaban sentimientos innobles. 

Vivía  Prudencia en el hogar de los señores y dormía en una cama plegable, encajonada en un dormitorio donde para abrir el armario había que sacar la silla al pasillo. Esto, dentro de un piso céntrico de casi trescientos metros cuadrados, con dos comedores que no recordaba Pruden haber visto pisar a nadie más que a sí misma, para quitar el polvo que se acumulaba en silencio. En esa casa nunca hubo  niños, y tampoco tuvo jamás valor de preguntar por qué no bendijo Dios con ellos a un matrimonio tan bien avenido. 

Aun inmersa en semejante régimen de vida, se consideraba afortunada. Solamente salía los sábados por la tarde a misa de seis, y los domingos todo el día a casa de su hermana, donde vivía también su anciano padre. El salario que recibía parecía muy alto para una persona que no tendría, quizá, oportunidad de gastarlo jamás. Pruden no tuvo nunca tiempo para enamorarse y casarse, pues todo era trabajar o cuidar a su padre. Su hermana pequeña, sin embargo, encontró a un buen hombre con quien prendó en amores antes de que decidiera ponerse a servir, y casó muy joven, quedándose todos a vivir en la casa familiar. 

Por las tardes, mientras Prudencia planchaba o cosía, conectaba un viejo aparato de radio y escuchaba “Lucecita”, una novela que le hacía sentir protagonista de ficciones amorosas trágicas y con finales felices los viernes que los lunes volvían a truncarse por alguna traición, engaño o malentendido entre los personajes. Emocionarse con las secuencias románticas de la radionovela, fue lo más parecido al amor que Pruden pudo conocer. Por increíble que parezca, le llenaban aquellas historias increíbles de pasiones dolientes. Para ella, la ensoñación era como el amor, pero sin cuerpos. 

Cuando su jefe murió, se convirtió en el mudo paño de lágrimas que la viuda necesitaba, ya que, pese a que ésta siempre presumía de amistades de alta alcurnia y primas que la querían mucho, a la hora de la verdad, no estuvieron presentes todos esos años más que lo justo para aparentar afecto en los eventos familiares o sociales, y las exequias por su esposo fueron fiel muestra de ello, ya que nadie duró en el velatorio o el entierro más de diez minutos, salvo ella  y su fiel Pruden. 

Sin saber cómo brindarle consuelo a aquella mujer que, aunque siempre mantuviera las distancias, nunca la trató mal, durante los primeros días se limitó a rozar su hombro cuando se venía abajo, y le decía “No llore usted, señora Ino, tenga usted entereza, serénese”, en la esperanza de suavizar su duelo dentro de la medida que su confianza le permitía. 

Doña Inocencia tardó pocos meses en comenzar a dar algunas muestras de demencia. Tenía despistes cada vez mayores, alguno de los cuales, sobre todo en la cocina, pudo acabar en accidente, de no ser por la oportuna intervención de Prudencia, que no quería que a su patrona le sucediera nada malo. Ya tenía una edad propensa a un final natural; nadie deseaba, pues, uno trágico o inmerecido. Cuanto más tiempo pasaba, más convencida estaba de que la “señora Ino”, con aquellas lagunas temporales de memoria no debía ya quedarse sola ni un momento. 

El día que Inocencia felicitó a Pruden por su sesenta y cinco cumpleaños y le ofreció  un digno retiro laboral, fue el más infeliz de su vida. Tanto fue así, que le preguntó directamente a su jefa si era obligatorio jubilarse. Su señora, conmovida, le propuso continuar, pero en otro régimen de trabajo consistente solo en dormir en la casa (en una habitación más grande, quizá uno de esos comedores que nunca se usaron), para que ella no estuviera sola por las noches, y por el día se encargaría ya de contratar a otra persona para las tareas del hogar. Sería su albedrío quien decidiera si quería pasar más tiempo con ella en calidad de acompañante voluntaria. Pese a los años que habían pasado juntas, a Ino le costaba pronunciar la palabra “amistad” para referirse a Prudencia, aunque tenía muy claro que su cariño por ella  era muy superior al que tuvo jamás por amiga alguna. 

Y así, Prudencia marchaba cada mañana a cuidar de su padre, liberando unas horas a su hermana de tan digna tarea, y tras la sobremesa volvía al piso donde llevaba durmiendo ya medio siglo, para hacer compañía y atender a Ino, que se iba apagando como un pajarito anciano. Durante los últimos dos años que permaneció a su lado, la cuidó como a una madre, que no como a una jefa. Inocencia, en momentos de lucidez que cada vez eran menos frecuentes, compartió confidencias y anécdotas de juventud con su empleada, a quien un día confesó que envidiaba a sus padres por haber sido ellos, y no ella y su difunto marido quienes trajeran al mundo a una mujer tan buena. 

Solamente Pruden y su hermana organizaron el entierro de Inocencia, que previsora y viendo cada vez más cerca el reencuentro con su esposo, había dispuesto una remanente  en un sobre para tal fin. Con lo que sobró, compraron coronas de flores y encargaron misas y novenas; no quisieron pensar ni un instante en la idea de quedarse con un dinero al que no consideraban tener derecho. 

Durante las primeras semanas, Pruden se sintió huérfana. El padre, que volvía a tener en casa a su hija mayor después de tantos años, no entendía tanto pesar y congoja, ni recordaba que cuando falleciera su esposa la niña se afligiera tanto. Sintiendo culpa cuando le oía quejarse, ella le pedía comprensión y le prometía medir las emociones. La hermana, solidaria con su pena, le recordaba a él que, a fin de cuentas, con su madre vivió diez años, y con Inocencia más de cincuenta. Había de comprender que se hubiera creado un vínculo maternofilial, por fuerza. Eso no tenía por qué desmerecer, jamás,  el recuerdo de su madre. 

Un día recibió Pruden la visita de un abogado, que la citó  para una reunión con algunos familiares de la difunta señora Ino. En un taxi llegó hasta la dirección que le indicaron en el día del requerimiento, y allá se topó con la colección de primas y sobrinos de su jefa que en vida no se dignaron a hacer una sola visita a su pariente, sabiendo que estaba delicada, viuda y sola, y sin embargo no habrían faltado a esa cita ni aunque les fuera la vida en ello. 

Cuando se leyó la orden de tal citación, se quedó a cuadros. La fallecida había dispuesto, poco antes de fallecer y en un momento de plenas facultades, legar a su empleada el piso, como gesto merecido a alguien que había vivido medio siglo allí, según rezaba la carta que el abogado leyera en alto para todos. No podía, continuaba Inocencia diciendo en el escrito, desde el amargo día de su viudedad, considerar a Prudencia sino como una hija. Había dejado también zanjado con e abogado el tema de impuestos y notaría, para que Pruden no tuviera sino que disfrutar de su jubilación en la que ya sería, oficialmente, su casa. 

Los parientes miraron a Prudencia de manera despectiva. Al extenderle el letrado la escritura de propiedad, no pudo evitar soltar una lágrima de recuerdo. Lamentó muchas cosas en su mente; celebró otras tantas, y dando gracias al abogado se despidió de todos, sin ser correspondida más que por éste, y que le entregó las llaves del que, a fin de cuentas, casi siempre había sido su hogar. 

Y allí se llevó a su padre, al que cuidó hasta que también pasara a la otra vida, permitiendo así que su hermana descansara y disfrutara con su marido, hijos y nietos, de una digna madurez.

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