sábado, 18 de julio de 2020

Bizcocho de café y nueces



Ingredientes:

Una taza de café largo (más o menos medio vaso)

20 o 25 nueces peladas

Nata líquida, 200 ml.

3 huevos medianos- L; (si son grandes-XL, entonces 2)

Un vaso de azúcar

Dos vasos de harina

Una cucharada pequeña de bicarbonato

Mantequilla para engrasar un molde

 

Elaboración:

Batir (sirve batidora de vaso o de brazo) los huevos con la nata, el azúcar y el café.

Machacar las nueces y dejar cinco o seis para adornar.

Añadir las nueces y  la harina al batido y mezclar.

Encender el horno a 170 grados

Engrasar un molde (el que guste, redondo o rectangular)

Cuando el horno alcance la temperatura, es el momento de añadir a la mezcla el bicarbonato, remover, adornar por encima con el resto de las nueces y volcar en el molde, para introducirlo sin espera.

La reacción del bicarbonato es inmediata, y ha de recibir el calor en seguida para que el bizcocho crezca.



miércoles, 15 de julio de 2020

Primita

Bien podía haber titulado esta aventura “El milagro de volver a casa un domingo cualquiera después de ir a comer con los abuelos”, pero preferí aplicar concisión y no revelar mucho contenido.

Visitar a mis abuelos, además de un deleite, era la excusa perfecta para ver a mi primo Esteban, por quien bebía los vientos. Él era de esos primos de los que una se enamora a los quince sin éxito porque a él le gustan las de veinte, más en coherencia con su edad. Si se les aplicaba, además, los agravantes de “delgadas, deportistas y estudiosas”, me convertía yo en la perfecta candidata imposible. En mi honrilla personal llevo, de todos modos, la certeza de que Esteban me quería muchísimo y siempre me trató con mucha dulzura. 

El domingo parecía salir redondo, pues mi tía me atiborró a gazpacho, empanadillas y arroz con leche, mis abuelos me comieron a besos y me dieron cien pesetas a escondidas, y mi primo se ofreció a traerme a casa en su auto a media tarde, pues tenía que volver también al colegio mayor donde se alojaba y le quedaba de paso, ahorrándome así casi una hora de tren. El trayecto, de unos veinte kilómetros, se me antojaba harto tentador en mi ideario romántico y estaba segura de que me pondría tontita y ruborosa, disfrutando yo sola la aventura, claro, pues él nunca me miró con ojos tiernos. Un Dyan 6 polvoriento y viejo le esperaba en un garaje más polvoriento todavía. Cuando él abrió la puerta de conductor, abrí yo la de pasajero, me acomodé en el asiento y cerré, con tan mala suerte que me quedé con el asa en la mano. Esperando la peor de las regañinas, obtuve compasión a cambio. 

- No te preocupes, primita. Ese tirador suele dar mucha guerra. Déjalo en el asiento de atrás y ya lo arreglaré otro día. 

Me pidió que esperara unos minutos, pues tenía que volver a por algo que debía llevarle a un compañero de la facultad.

A solas con el coche, pensé que sería buena idea encender la radio durante la espera. Giré la rueda de encendido y de modo súbito comenzaron a sonar “Los 40 Principales” a todo volumen, convirtiendo el garaje en una improvisada discoteca. Asustada, giré la rueda hacia el otro lado, mas el volumen no bajaba. Toqué todos los botones que tenía al alcance y solamente mi primo, por el eficaz método de abrir la puerta y atizarle un puñetazo al radiocasete, consiguió callarlo. 

- Perdona, primita. – se disculpó de nuevo-, no te dije que la radio está un poco cascada. 

Dejó sobre el suelo, detrás de su asiento, un bulto cubierto con lo que parecía un trozo de sábana. Se sentó al volante y, tirando de una especie de gancho (el coche carecía de llave de arranque), puso el motor en marcha. El vehículo tosió dos o tres veces antes de encenderse y, de súbito, unos gritos ensordecedores me eyectaron literalmente del respaldo. 

- ¿Te has asustado, primita? Es una cotorra. Se la llevo a un compañero. El vecino de abajo quería deshacerse de ella y les hago a ambos el favor. 

Durante los primeros diez kilómetros me tocó soportar la indignación del animal, que se obcecaba en silenciar lo que prometía ser una grata conversación entre primos. Se originó una competición entre los tres, incapaces de oírnos entre tanto griterío, a ver quién dominaba un registro de voz más agudo y estridente. Por suerte, la cotorra se acabó rindiendo al talento lírico humano y se quedó dormida. 

El coche llevaba la velocidad crucero propia de… un viejo Dyan 6 de tercera mano. Se le subían los caracoles por las ruedas. Cuando nos adelantó una Vespa, mi corazón decidió que ya no sentía lo mismo por Esteban. Para más bochorno, él manejaba el volante con un codo apoyado en la ventanilla y saludaba sonriendo a todo vehículo que nos aventajara, aunque ellos le respondieran a bocinazos (y algún insulto que otro), por lento y cachazudo. 

El aire que entraba al habitáculo era sofocante, pero cerrar significaría terminar con el oxígeno en minutos. Tanto era así, que comenzó a oler a plástico quemado. Miré a mi primo y lo vi soplando enérgicamente sobre el salpicadero, pues salía humo (y algún fogonazo) de las varillas de luces. Agarró un trapo de la guantera y se lió a golpes con él tras el volante hasta que sofocó el incendio. Creí morir y no me atrevía a preguntar siquiera. Quedaban apenas cinco kilómetros para llegar a casa, y no sería por falta de ganas de pedirle que detuviera el coche en el arcén para terminar caminando el trecho que me quedara. 

- “Tranquila, primita. A veces se recalienta un poco” 

Aquellos veinte kilómetros estaban resultando los veinte kilómetros más largos de mi existencia. La cotorra se despertó, seguramente por el olor a quemado que apestaba en el interior del auto, y comenzó de nuevo a protestar. Lo raro fue que no se hubiera muerto por tantas emociones juntas. Me pregunté qué más sorpresas me reservaría el viaje.

Cuando nos detuvimos, por fin, en la puerta de mi domicilio, llegó la respuesta. 

Como mi puerta no tenía asa, Esteban se bajó para abrirla desde fuera, pero no lo hizo. Imposible. No hubo manera. Los tirones, golpes y fatigas de mi primo por desencajarla no hicieron sino agravar el problema, pues en la lucha se desprendió el espejo retrovisor, que quedó colgando boca abajo como un murciélago. Mi primo le guardó un minuto de silencio y me pidió que bajara la ventanilla, supongo que para hacerme salir por ella, pero me quedé también con la manivela en la mano.

Tomé aire profundamente, intentando aplacar una inminente crisis de nervios. 

- “No te apures, primita. Te voy a indicar cómo salir por mi puerta.” 

Lo miré, claudicada al fracaso, esperando instrucciones o el desenlace final, no sé. Yo solo quería salir como fuera de aquél carruaje del terror y abrazar a mi madre en cuanto saliera del ascensor. 

- “Apóyate en los brazos, primita, alza la cadera y pasa por encima de la palanca de cambio. Después déjate caer en mi asiento, con cuidado de no hacerte daño con el volante y…”

 Jamás pensé, cuando suspendía en el colegio la asignatura gimnástica, que alguna vez me iría a ver en semejante tesitura. Si lo llego a saber, le habría puesto más interés, sin duda. 

La palanca de cambio se convirtió en un a modo de utensilio de tormento inquisitorial que dio lo peor de sí bajo mi falda. Solo mi ropa interior pudo salvarme de un cruel quebrantamiento de mi púber dignidad. Esteban, sospechando que ahí debajo podía estar sucediendo algo muy grave, apartó la vista de mis piernas, que cada vez estaban más visibles y temblorosas. Logré, no sin sudores, librarme parcialmente de aquella palanca violadora y criminal, dejándome caer sobre el asiento del conductor y huyendo como si no hubiera un mañana. Olvidé, como es de suponer, esquivar el volante, que se me clavó en la riñonada con la maestría de un cepo para caribúes.

En mi brusco giro hacia mi flanco dolorido, mi falda terminó por desgarrarse, enganchada todavía a la palanca asesina que, por fortuna, decidió soltarme ya del todo, entre otras cosas porque ya no le quedaba tejido al que aferrarse.

La cotorra, asustada por todo lo que estaba presenciando de oídas, se quedó sospechosamente callada. Mi primo abrió su puerta y me halló cobijada en el suelo, prácticamente sentada sobre los pedales, con la falda desgarrada hasta las ingles y suplicando por mi vida. 

- “Primita… primita… perdóname, primita. Ya estás en casa, ya hemos llegado. Qué mal me siento, qué mal…” 

Creo que en ese instante volví a enamorarme otra vez. Con una mano grande y poderosa tiró de mí, sacándome por fin del coche, y me cubrió las caderas con su chaqueta para acompañarme enseguida al ascensor.

La portera salió a saludar (cómo no) y nos miró de un modo pernicioso. Con lo que estaba viendo, tendría material suficiente para su cotilleo semanal. Pero eso ya sería otra historia.


Vidas difuntas

Ya están las palomas hablando de muertos.

De vidas difuntas se cuentan historias

en el palomar, junto al cementerio.

Murmuran en corro, unas con las otras

y como cotorras, dan al comadreo.

Ya están las palomas hablando de muertos.

 


sábado, 11 de julio de 2020

Crema de verano

… aunque también podría ser de invierno, tomándola caliente.

Es muy suave y a la vez tiene cuerpo y frescura. Os gustará.         

Ingredientes (para tres comensales)

Dos rodajas de calabaza

Un calabacín pequeño

Un trozo de patata de unos 50 gramos

Medio vaso de nueces molidas (yo las he molido en la picadora, pero se pueden moler a mortero)


Piel de naranja (sin la parte blanca)

Unas hojas de menta fresca

Unas hojas de albahaca fresca

El zumo de un limón

Sal

Aceite de oliva

Elaboración:

Comenzamos cubriendo de agua el calabacín, la calabaza y la patata libres de piel y troceados en pedazos toscos. Lo ponemos a hervir hasta que esté tierno todo, y volcamos esta verdura, junto con las nueces molidas y las hojas de albahaca en un vaso batidor. Reservamos el caldo.


En un vaso y medio de ese caldo hacemos una especie de infusión (sin que llegue a hervir) con la cáscara de naranja y las hojas de menta. 

Cuando esté tibio, lo colamos sobre la verdura que está en el vaso y añadimos el zumo de limón y un poco de sal.


Trituramos bien y rectificamos de sal si hace falta. Podemos añadir más caldo del reservado si nos ha quedado demasiado espesa.

Enfriamos en el refrigerador hasta la hora de comer.

Podemos adornar con unas nueces peladas y una línea de buen aceite de oliva.