sábado, 30 de junio de 2018

Todo corazón (poema infantil)

Mis abuelitos, confirmo
que son todo corazón;
si hace falta, me reafirmo
¡y me ampara la razón! 

Mi abuela me hace croquetas  
¡Qué bien, qué bien, qué bien!
y él me hizo una marioneta
anoche en un santiamén.

El abuelo me despierta
¡Qué bien, qué bien, qué bien!
y traemos de la huerta
tomates a tutiplén. 

Mi abuela siempre me baña
¡Qué bien, qué bien, qué bien!
me peina con mucha maña  
y me perfuma recién.

Y el abuelo, que es muy pillo
¡Qué bien, qué bien, qué bien!
me agarra por el pasillo
y hacemos juntos el tren. 

La abuela me pone el pijama
¡Qué bien, qué bien, qué bien!
y mece despacio mi cama
durmiéndome con su vaivén. 

Y el abuelo en su taller
¡Qué bien, qué bien, qué bien!
me dejó ayudarle ayer
a ordenar el almacén.  

El baño, la marioneta,
¡Qué bien, qué bien, qué bien!
las croquetas, la herramienta
la cama, la huerta y el tren. 

Cuando vea a mis abuelitos
¡Qué bien, qué bien, qué bien!
montoneras de besitos
yo les voy a dar también.

Prudencia

Prudencia le hacía siempre honor al nombre. Desde que comenzó a trabajar para Doña Inocencia a la tierna edad de dieciséis años,  fueron oír, ver y callar tareas  prioritarias sobre limpiar, lavar o planchar, que era por lo que le pagaban.
 
Doña Ino era una mujer de clase media-alta con más delirio de grandeza del debido, todo hay que decirlo, pero no se le adivinaban sentimientos innobles. 

Vivía  Prudencia en el hogar de los señores y dormía en una cama plegable, encajonada en un dormitorio donde para abrir el armario había que sacar la silla al pasillo. Esto, dentro de un piso céntrico de casi trescientos metros cuadrados, con dos comedores que no recordaba Pruden haber visto pisar a nadie más que a sí misma, para quitar el polvo que se acumulaba en silencio. En esa casa nunca hubo  niños, y tampoco tuvo jamás valor de preguntar por qué no bendijo Dios con ellos a un matrimonio tan bien avenido. 

Aun inmersa en semejante régimen de vida, se consideraba afortunada. Solamente salía los sábados por la tarde a misa de seis, y los domingos todo el día a casa de su hermana, donde vivía también su anciano padre. El salario que recibía parecía muy alto para una persona que no tendría, quizá, oportunidad de gastarlo jamás. Pruden no tuvo nunca tiempo para enamorarse y casarse, pues todo era trabajar o cuidar a su padre. Su hermana pequeña, sin embargo, encontró a un buen hombre con quien prendó en amores antes de que decidiera ponerse a servir, y casó muy joven, quedándose todos a vivir en la casa familiar. 

Por las tardes, mientras Prudencia planchaba o cosía, conectaba un viejo aparato de radio y escuchaba “Lucecita”, una novela que le hacía sentir protagonista de ficciones amorosas trágicas y con finales felices los viernes que los lunes volvían a truncarse por alguna traición, engaño o malentendido entre los personajes. Emocionarse con las secuencias románticas de la radionovela, fue lo más parecido al amor que Pruden pudo conocer. Por increíble que parezca, le llenaban aquellas historias increíbles de pasiones dolientes. Para ella, la ensoñación era como el amor, pero sin cuerpos. 

Cuando su jefe murió, se convirtió en el mudo paño de lágrimas que la viuda necesitaba, ya que, pese a que ésta siempre presumía de amistades de alta alcurnia y primas que la querían mucho, a la hora de la verdad, no estuvieron presentes todos esos años más que lo justo para aparentar afecto en los eventos familiares o sociales, y las exequias por su esposo fueron fiel muestra de ello, ya que nadie duró en el velatorio o el entierro más de diez minutos, salvo ella  y su fiel Pruden. 

Sin saber cómo brindarle consuelo a aquella mujer que, aunque siempre mantuviera las distancias, nunca la trató mal, durante los primeros días se limitó a rozar su hombro cuando se venía abajo, y le decía “No llore usted, señora Ino, tenga usted entereza, serénese”, en la esperanza de suavizar su duelo dentro de la medida que su confianza le permitía. 

Doña Inocencia tardó pocos meses en comenzar a dar algunas muestras de demencia. Tenía despistes cada vez mayores, alguno de los cuales, sobre todo en la cocina, pudo acabar en accidente, de no ser por la oportuna intervención de Prudencia, que no quería que a su patrona le sucediera nada malo. Ya tenía una edad propensa a un final natural; nadie deseaba, pues, uno trágico o inmerecido. Cuanto más tiempo pasaba, más convencida estaba de que la “señora Ino”, con aquellas lagunas temporales de memoria no debía ya quedarse sola ni un momento. 

El día que Inocencia felicitó a Pruden por su sesenta y cinco cumpleaños y le ofreció  un digno retiro laboral, fue el más infeliz de su vida. Tanto fue así, que le preguntó directamente a su jefa si era obligatorio jubilarse. Su señora, conmovida, le propuso continuar, pero en otro régimen de trabajo consistente solo en dormir en la casa (en una habitación más grande, quizá uno de esos comedores que nunca se usaron), para que ella no estuviera sola por las noches, y por el día se encargaría ya de contratar a otra persona para las tareas del hogar. Sería su albedrío quien decidiera si quería pasar más tiempo con ella en calidad de acompañante voluntaria. Pese a los años que habían pasado juntas, a Ino le costaba pronunciar la palabra “amistad” para referirse a Prudencia, aunque tenía muy claro que su cariño por ella  era muy superior al que tuvo jamás por amiga alguna. 

Y así, Prudencia marchaba cada mañana a cuidar de su padre, liberando unas horas a su hermana de tan digna tarea, y tras la sobremesa volvía al piso donde llevaba durmiendo ya medio siglo, para hacer compañía y atender a Ino, que se iba apagando como un pajarito anciano. Durante los últimos dos años que permaneció a su lado, la cuidó como a una madre, que no como a una jefa. Inocencia, en momentos de lucidez que cada vez eran menos frecuentes, compartió confidencias y anécdotas de juventud con su empleada, a quien un día confesó que envidiaba a sus padres por haber sido ellos, y no ella y su difunto marido quienes trajeran al mundo a una mujer tan buena. 

Solamente Pruden y su hermana organizaron el entierro de Inocencia, que previsora y viendo cada vez más cerca el reencuentro con su esposo, había dispuesto una remanente  en un sobre para tal fin. Con lo que sobró, compraron coronas de flores y encargaron misas y novenas; no quisieron pensar ni un instante en la idea de quedarse con un dinero al que no consideraban tener derecho. 

Durante las primeras semanas, Pruden se sintió huérfana. El padre, que volvía a tener en casa a su hija mayor después de tantos años, no entendía tanto pesar y congoja, ni recordaba que cuando falleciera su esposa la niña se afligiera tanto. Sintiendo culpa cuando le oía quejarse, ella le pedía comprensión y le prometía medir las emociones. La hermana, solidaria con su pena, le recordaba a él que, a fin de cuentas, con su madre vivió diez años, y con Inocencia más de cincuenta. Había de comprender que se hubiera creado un vínculo maternofilial, por fuerza. Eso no tenía por qué desmerecer, jamás,  el recuerdo de su madre. 

Un día recibió Pruden la visita de un abogado, que la citó  para una reunión con algunos familiares de la difunta señora Ino. En un taxi llegó hasta la dirección que le indicaron en el día del requerimiento, y allá se topó con la colección de primas y sobrinos de su jefa que en vida no se dignaron a hacer una sola visita a su pariente, sabiendo que estaba delicada, viuda y sola, y sin embargo no habrían faltado a esa cita ni aunque les fuera la vida en ello. 

Cuando se leyó la orden de tal citación, se quedó a cuadros. La fallecida había dispuesto, poco antes de fallecer y en un momento de plenas facultades, legar a su empleada el piso, como gesto merecido a alguien que había vivido medio siglo allí, según rezaba la carta que el abogado leyera en alto para todos. No podía, continuaba Inocencia diciendo en el escrito, desde el amargo día de su viudedad, considerar a Prudencia sino como una hija. Había dejado también zanjado con e abogado el tema de impuestos y notaría, para que Pruden no tuviera sino que disfrutar de su jubilación en la que ya sería, oficialmente, su casa. 

Los parientes miraron a Prudencia de manera despectiva. Al extenderle el letrado la escritura de propiedad, no pudo evitar soltar una lágrima de recuerdo. Lamentó muchas cosas en su mente; celebró otras tantas, y dando gracias al abogado se despidió de todos, sin ser correspondida más que por éste, y que le entregó las llaves del que, a fin de cuentas, casi siempre había sido su hogar. 

Y allí se llevó a su padre, al que cuidó hasta que también pasara a la otra vida, permitiendo así que su hermana descansara y disfrutara con su marido, hijos y nietos, de una digna madurez.

lunes, 25 de junio de 2018

Tartar vegetal



 
Ingredientes:
1 melocotón
8 fresones o 16 fresas
2 tomates medianos o uno grande
2 remolachas cocidas
100 gramos de queso de cabra
Media cebolla o una cebolleta
3 hojas de hierbabuena
3 hojas de albahaca
1 cucharada de vinagre de Módena
el zumo de un limón
3 cucharadas de aceite de oliva
Sal

Pelamos todas las verduras y frutas, y las cortamos en daditos pequeños. Las dejamos escurrir en un colador puesto sobre un plato. Ese jugo que suelten nos va a hacer falta. 

Picamos a cuchillo de manera muy menuda la hierbabuena y la albahaca, y las dejamos macerando en el vinagre mezclado con el zumo de limón. 

Se vuelcan los vegetales en una ensaladera. Batimos el aceite con el vinagre, el limón y las hierbas, aliñamos la ensalada y le ponemos sal, no mucha para que no mate los matices dulces. 

Servimos muy fría. Yo suelo poner un cuenco con hielo bajo la ensaladera y así se puede servir la gente en cualquier momento, sin temor a que se entibie.
 
 
 
 

Soneto de las alfareras

Un lunes de mayo, al rayar el día
un gorrión curioso se acerca al torno
sin que advierta nadie su cercanía,
la rueda girando; ardiendo el horno. 

La mañana amable luce y solea,
hay cántaros, huchas y bebederos;
marga maleable que todo moldea,
botijos, cuencos, jarros y morteros.  

Y la tarde pasa lenta en el alfar
entre corrillos de las chafarderas
que a la anochecida van a terminar. 

Ya marchan cantando por peteneras
después de sus manos lavar y lavar,
ya vuelven a casa, las alfareras.

Anatomía de un adiós

Ante la evidencia clara de que Óscar había ido al encuentro con el solo propósito de terminar con la relación, se armó de paciencia y decidió, siquiera por cortesía, oír su discurso. Oír, que no escuchar. Todo lo que se hubiera preparado podía resumirse en una sola palabra: “desgaste”, mas no quiso interrumpirlo, ya que tanto se había molestado. Se permitió, mientras tanto, echar  vista atrás a los comienzos, y encontró bastantes similitudes al instante aquél en que, cinco años hacía, fue regalada con una parrafada semejante, pero orientada  a obtener su favor amoroso.  

Dicen que cuando uno se halla en sus últimos instantes, por su cabeza discurre toda la vida como si de un filme se tratara. No temía morirse precisamente, pero le sucedió algo similar. Mientras su casi ex se esforzaba en escoger palabrería sutil para no hacerle más daño, Elsa se teletransportó a tiernos tiempos de tiernos besos, tiernas miradas, tiernos gestos y tiernas caricias. No encontró en la película ninguna secuencia desagradable, ni discusiones, ni decepciones;  silencios, todo lo más. No se arrepentía, ni sentía sensación de abandono, si eso es lo que temía él, y tuvo que morderse la lengua para no sentenciar el monólogo, aunque sabía que, dejándole hablar,  podría calmar su tensión. Oscar lo estaba pasando verdaderamente mal para explicarle que ya no la amaba, ni se sentía amado.

Disimuló  cierta compasión por él. En todas las grandes decisiones de aquella relación, había tomado él la iniciativa. No sabía si esa determinación se debía a un residuo de su retrógrada educación, o sencillamente  su ego le empujaba a tener siempre la última palabra, la definitiva. Un ego suave, nada molesto,  soportable durante todo el tiempo que estuvieron juntos. Un ego por costumbre, una costumbre a extinguir a partir de aquél día. 

-Creo que ha quedado claro, ¿verdad? , concluyó él. 

-Por descontado. Quiero darte las gracias por todo. 

-¿Y no vas a decirme nada más? 

-¿Es necesario? 

Él sonrió, e hizo un último esfuerzo, ya no por hablar, sino por impedir que las lágrimas asomaran a sus ojos. No tuvo éxito y lloró. Un final es un final; una despedida es una despedida.

-Se veía venir. No te sientas mal. 

-¿Estas enfadada? 

-Nunca podría enfadarme contigo. Eres un hombre maravilloso, y te deseo lo mejor. 

Lo abrazó con la misma ternura que lo había hecho siempre. Aunque  desde meses atrás  aquello estaba anunciado, no pensó jamás que fuera tan sencillo, sin traumas, sin reproches, sin gritos. 

-Te llamaré de vez en cuando, para saber si estás bien. 

Oscar asintió con la cabeza,  no le quedaban  palabras. Con un gesto  le indicó que debía marcharse, y se subió al coche. Con un último adiós indeciso de su mano,  arrancó el motor y marchó. 

Elsa miró durante unos segundos al que un instante antes fuera el hombre de su vida mientras se alejaba, como si no quisiera perderse un solo minuto de aquella historia que, no por acabar fríamente, había sido menos intensa y satisfactoria. Cuando lo perdió de vista tras la curva de la avenida, se giró para entrar en la casa. Suspiró, aliviada pero triste. Una lágrima afloró a sus ojos.

martes, 12 de junio de 2018

Croquetas (de la tía Sagrario)


En estos últimos tiempos, nos bombardean los medios con tendencias alimentarias de misteriosa denominación: “”convenience food”, “slow food”, “trashcooking” y “realfooding”, entre otras. Buscando información más específica sobre todo ello, me encuentro con que comprar en el mercado de toda la vida, utilizar alimentos de temporada y autóctonos, aprovechar las sobras de los guisos para elaborar otros nuevos, y optar por alimentos frescos en vez de procesados, ya no es lo natural, sino una mera “moda” vendida como algo excepcional.
Me aterra pensar cuánto habrán cambiado las costumbres alimenticias para que así se considere. Si mi tía levantara la cabeza y lo viera… En fin. Por eso hoy quiero dedicarle a su recuerdo… sus propias croquetas. Y de paso, explicar que no se tarda tanto en elaborarlas, que un poco de harina, dos huevos y un resto de comida de otro día nunca pueden ser más caros, ni menos sanos, que unas croquetas congeladas o preparadas de manera industrial.
INGREDIENTES

100 gramos de harina

Media pechuga de pollo asado, sin piel, picada a cuchillo. (Yo siempre guardo media pechuga para hacer croquetas cuando preparo pollo asado para comer.

Medio litro de leche mezclada con salsa del asado de pollo, (que será más o menos medio vaso). Ambas cosas deben sumar medio litro.

80 gramos de mantequilla.

Una loncha de jamón curado cortada en taquitos muy pequeños (tamaño lentejas).

Sal y nuez moscada.

ELABORACIÓN

Lo primero que hago es calentar la leche junto la salsa y la mantequilla, hasta que ésta se derrita. No debe hervir.

Mientras tanto, en una sartén amplia pongo la harina y, en seco y con fuego moderado, le doy vueltas con una cuchara o espátula, para que se tueste un poco. Con un minuto basta; se trata de que pierda el sabor a harina cruda. A mi abuela le gustaba llegar a un color marfil, pero creo que no es necesario, aunque va en gustos.

Pasado ese tiempo, voy añadiendo poco a poco el licuado caliente y removiendo sin parar, para que se vaya formando la bechamel. Cuando ya no quede líquido en la sartén, la aparto y añado un poco de sal (habrá que probar y rectificar el punto cuando le ponga el jamón) y nuez moscada rallada (una pizca, la punta del cuchillo basta). Después, añado la carne de pollo desmenuzada y el jamón.  Pruebo y rectifico de sal si hace falta. Extiendo la bechamel en un recipiente y lo cubro con film plástico para que no se forme costra superior. Lo dejo templar y posteriormente lo enfrío en el refrigerador. (Sin congelar, por descontado).

Formo las croquetas y las paso por pan rallado, huevo batido y pan rallado de nuevo.

En esta bandeja hay croquetas de dos tamaños; las grandes son de huevo cocido. 

Me gusta enfriarlas en el refrigerador antes de freírlas (aceite muy caliente y de tres en tres), para que el pan quede más crujiente.

Si llenamos la sartén de croquetas, el aceite se enfriará y pueden reventar, es mejor freírlas, como he dicho, de tres en tres.

Para congelarlas, las coloco en fila en una bandeja que me quepa en el congelador y ahí las meto durante una hora. Después ya las introduzco en una bolsa y las dejo dentro hasta que quiera consumirlas. 


 
 PD: Quien dice “pollo”, dice “restos del cocido”, o “pescado que haya sobrado de una cena”, o “huevo cocido”, o “espinacas”, o simplemente “frutos secos y tostados”. Si hay algo versátil y agradecido, son unas croquetas. Sin modas. Sin tendencias. Croquetas.


sábado, 9 de junio de 2018

Entregarte a ella (Soneto dodecasílabo)


Entregarte a ella ha de ser mi destino;
renunciar a ti en favor de tu dicha,
luchar por tu suerte pese a mi desdicha,
que consigas paz, renunciando a mi sino. 

Palabras de afecto que calmen tu pena
perdiéndote adrede en pro de tu sosiego
por verte feliz olvidaré mi ego;
no será un castigo, sino dulce condena. 

Mi felicidad pasa por la tuya;
Sólo si sonríes, será que  sonría;
aunque, desde ahora, de tu lado huya 

en silencio, antes de que llegue el día
que, por tu elección, mi amistad concluyas
y te ayude, así, a encontrar tu armonía.

 

Siempre contigo

“I love you”.
Siempre me gustó dibujar corazones sobre el vidrio empañado. Y siempre anotaba, dentro de ellos, un “I love you”. A nadie en particular iba dedicado, pero me gustaba hacerlo. Si algo falta en el mundo, es amor. Me gustaba, también, observar la avenida desde la gran ventana de cristal traslúcido, sabiendo que desde fuera nadie me vería  ataviada con traje de baño y zapatillas. 
Miré el termómetro: Dos grados Celsius en el exterior; veintitrés centígrados en el interior del recinto.
Me senté al borde de la piscina y algo llamó mi atención a pocos metros de mí, sobre el suelo. Un libro. Alguien lo había olvidado allí. Le pregunté a la única persona que había allí conmigo, un hombre maduro y de envidiable físico, que me dio una negativa respuesta (molesto quizá por mi interrupción, sin sonreírme siquiera, lo que restó el noventa por ciento a su encanto), y siguió calentando músculo. 
Observé la portada: Un título largo y la imagen de una orquesta de cámara sin músicos, pero preparada, parecía, para comenzar a interpretar una majestuosa sinfonía. Y el autor, un eminente psiquiatra conocido y admirado por su trayectoria, y por apariciones frecuentes en medios audiovisuales.
No miré más, el libro no era mío. Me incorporé y busqué a uno de los vigilantes para entregárselo. Me lo agradeció y continué con mi baño dominical durante una hora, para marcharme a casa después. 
Al regresar el domingo siguiente, el libro me fue devuelto por el mismo vigilante, que arguyó  no haber recibido noticias de su dueño en toda la semana. Esa misma tarde yo partiría en tren hacia el norte, era víspera de Nochebuena y celebraría las navidades con unos parientes lejanos con los que, encantada, ya lo llevaba haciendo desde unos años atrás; navidades que me servían  para reencontrarme con ellos y no hacer pereza por verlos, puesto que los quería mucho, solo que la distancia y las ocupaciones me ponían difícil visitarles con más frecuencia.
Estupendo. Recuperar el libro me evitaría tener que comprar lectura para el trayecto y además, lo admito, me había picado la curiosidad.
 
El viaje no pudo resultar ser más ameno. Me emborraché de ternura y emociones con aquella novela. Me enamoró perdidamente; rebosaba sensibilidad, anécdotas de vida maravillosas, cordura, experiencia, enseñanza. Disfruté como pocas veces lo había hecho leyendo, y me prometí que, a la vuelta, ese libro ocuparía un lugar preferente entre mis novelas escogidas, aquellas que terminan ubicadas oportunamente en un estante especial, a sabiendas de que serán releídas alguna vez.
Llegué a la estación cuando aún me faltaban tres capítulos para concluirlo. No importaba; esa misma noche lo acabaría en la soledad de la habitación de invitados.
… o eso creí. Una vez terminado el protocolo de abrazos y halagos de cinco o seis familiares que me fueron a recibir al andén, dejé que se ocuparan de mi equipaje y de súbito vi cómo, después de despedirse con un toque de silbato, mi tren iniciaba la marcha de nuevo… con mi libro dentro.
Lo había olvidado sobre el asiento. Al darme cuenta se me encogió el estómago intentando digerir un amargo cóctel de rabia e impotencia.
De haber tenido tiempo, habría plasmado un corazón sobre el cristal empañado de mi vagón con un “I love you” dedicado a él.  
La alegría y la euforia de mi familia causaron que superara el trago, pero sólo temporalmente. En la soledad de mi habitación de invitados me encontré casi perdida sin mi novela. No pude terminar de emborracharme de ternura y emociones; ya no me embargarían la sensibilidad, las anécdotas de vida maravillosas, la cordura, la experiencia, y la enseñanza de sus páginas. Ya no pude saber qué deliciosas vivencias me habrían deparado en los últimos capítulos de su fluída prosa.
Al día siguiente, cena de Nochebuena. Visité junto a mis parientes lugares adornados por Navidad para deleite de los que pisáramos las calles. No comenté nada sobre mi novela tan hallada como perdida, y, pasando ante una librería, pensé preguntar si la podrían tener allí por un casual, pero no quise entretener con mis caprichos a mi familia; ya buscaría cuando volviera a mi localidad. 
Disfruté de la cena como cada año, rodeada de cariño y exquisitos manjares, riendo, cantando, y destilando buenos deseos para aquellos que, cada año, abrían las puertas de su hogar para mí y me aceptaban como a una hija o hermana más, aun siendo una simple sobrina para algunos y una prima para otros. 
Llegó, como era costumbre, el instante de abrir regalos. Yo acostumbraba a llevarles un presente colectivo: una cesta navideña llena de productos de mi tierra que sabía que ellos degustaban especialmente, nada baratos, por cierto. Pero no es caro aquello que se ve que alguien disfruta. Ante mí dispusieron varios paquetitos, y procedí a descubrirlos nerviosamente entre silencios y miradas cómplices, pues siempre supieron acertar con mis gustos. 
Y esta vez afinaron también: En un paquete, un disco compacto de música celta, concentrado deleite en formato digital. En otro, una enorme pañoleta con motivos indie que me vino al pelo, pues no había llegado lo bastante preparada para las terribles heladas que me recibieron. Y abriendo el tercer envoltorio, hallé un libro. Un libro de título largo, y la imagen de una orquesta de cámara sin músicos, pero preparada, parecía, para comenzar a interpretar una majestuosa sinfonía…

lunes, 4 de junio de 2018

Tarta de calabaza, membrillo y requesón






No es una tarta empalagosa, pero tiene un sabor muy agradable.
Ingredientes:
Para la base
12 galletas con chocolate
100 gramos de mantequilla

Para el relleno
200 gramos de calabaza (puede sustituirse por zanahoria o boniato)
200 gramos de requesón (puede sustituirse por crema de queso o queso fresco)
200 gramos de dulce de membrillo
2 cucharadas soperas de azúcar, y algo más para el gratinado.
tres vasos de leche (tres cuartos de litro)
tres sobres de cuajada en polvo
la cáscara de un limón (quitando la parte blanca)
una rama de canela

 
Elaboración:
Primero vamos con la base. Se trituran las galletas y se mezclan con la mantequilla hasta hacer una pasta que se unta en el fondo del molde de tarta. Hay quien recomienda que se funda antes la mantequilla, pero yo prefiero sacarla una hora antes del refrigerador, y que tome punto de pomada. Meteremos el molde a enfriar mientras vamos haciendo el relleno.


Vamos a cocer la calabaza pelada y troceada al vapor. En el agua, ponemos la canela y la cáscara de limón. Iremos pinchando de vez en cuando para ver si está tierna, y la reservamos.
NO tiramos la canela ni las cáscaras.

En una cazuela, ponemos a hervir dos de los tres vasos de leche, con esas cáscaras que hemos usado para la calabaza. Mientras tanto, en el otro vaso de leche, fría, disolvemos los sobres de cuajada. Cuando la leche de la cazuela esté a punto de hervir, la retiramos del fuego, tiramos (esta vez sí) las cáscaras y la canela, añadimos la leche fría donde hemos disuelto la cuajada, y ponemos la cazuela de nuevo al fuego. Cuando vaya a romper a hervir, lo apartamos.

En un vaso mezclador, ponemos la calabaza, el requesón, el azúcar y el dulce de membrillo. Poco a poco añadimos le leche caliente, y trituramos. Cuando ya esté todo bien batido, volcamos en el molde de tarta, sobre la masa de galleta, que ya estará endurecida.

(Yo he utilizado otras cantidades porque he hecho dos tartas). Metemos la tarta en la nevera durante cuatro horas más o menos, o la hacemos en la víspera y la dejamos enfriando toda la noche.

Una vez cuajada, espolvoreamos con un poco de azúcar y lo quemamos (como si fuera una crema catalana, pero sin formar una capa sólida de caramelo, sólo es para tostar y adornar). Si no tenemos soplete, puede hacerse el el grill o con un quemador. Enfriamos de nuevo en la nevera hasta la hora de servir.