martes, 16 de febrero de 2021

Mil campanas

No sonaron mil campanas

ni cantaron ruiseñores.

No fue igual, ni fue distinto

el reencuentro deseado.

 

Aunque apretaran las ganas,

los nervios y la impaciencia

por volver a emborracharme

del maná de tu mirada,

de tu risa deliciosa

y del calor de tus brazos.

No fue tanta, la avalancha

de pasiones y apetitos

como hube vaticinado.

Si acaso, alguna caricia

más nostálgica que cierta

y algún beso de cumplido

que me supo a despedida.

No quedaba en nuestros cuerpos

ninguna deuda pendiente

ni en las palabras, promesas,

ni temblor en nuestras manos.

Solo en el alma ceniza

donde antaño hubiera fuego.

 

No sonaron mil campanas

ni cantaron ruiseñores.

No fue igual, ni fue distinto

el reencuentro deseado.


Motes, apodos, sobrenombres y otras cargas

En mi pueblo no eran los padres, en realidad, quienes le escogían el nombre a los recién nacidos no hace mucho tiempo.

El arte de motejar (en el buen y mal sentido) es algo autóctono de cada población y barrio, y se ha desarrollado desde hace siglos con el mismo mimo y dedicación que la más delicada alfarería regional. Los apodos adquieren, de este modo, denominación de origen, y ¡Mucho cuidado con borrarlos de los anales de su historia!

Consistía, por lo general, en idear un nombre (bien el bautismal o un diminutivo) y un sobrenombre que colapsara al apellido. Total, en los pueblos pequeños, diversidad de apellido había poca, pues los censos se constituían con cuatro familias. Este sobrenombre se asociaba al oficio o a alguna característica intrínseca al individuo.

Contábamos, así, con ilustres vecinos como Paco “El Fonta”, Julián “El Pesca”, Paqui “La Lanas” y Beltrán “El Tuercas”, habilidoso mecánico este último, que lo mismo cambiaba una junta de culata que reparaba un transistor o atendía un parto si no llegaba a tiempo la matrona.

En ocasiones el apodo se aplicaba a pares, como era el caso de Jesús “El Yesca” y Juan “El Astillas”, cuñados entre sí, que cuando repartían combustible por las casas para el invierno pasaban a llamarse, sencillamente “Los Carboneros”.

Si algún lugareño tenía el infortunio de cargar con una discapacidad, se le añadía el mote al lastre, aunque se llevaba con humor y mucha dignidad. Así teníamos a Benita “La Manca” y a Gaspar “El Ruedas”, a quien, en un desinteresado gesto colectivo, se le compró una silla mecanizada último modelo con cargo a los presupuestos municipales. Ahora se dedica a saltarse hasta las normas de tráfico que no están en los escritos, y ha pasado a apodarse “El Multas”.

Susana era (y es) “La Maestra”, aunque su nombre real es “Susan”, de impronunciable apellido escocés y natural de Boston (ahí es nada), que durante unas vacaciones se enamoró del pueblo y de “El Chino”, actual veterinario de la localidad y de quien hablaré más adelante para aclarar la excentricidad que acabo de decir.

Susana reemplazó al anterior profesor, Don Alberto “El Faraón”, que ya tenía ganas de jubilarse y se veía cumpliendo los ochenta sin relevo. De él se decía que había jugado a los naipes con Julio César. Entre nosotros: Para mí que solo era un rumor. Susana consiguió que los niños aprendieran inglés antes que castellano; cosa que, salvo que desde entonces volaban más zapatillas en sus hogares, no era ninguna desventaja.

“El Chino”, su marido, era un personaje peculiar que llegó al pueblo durante las mismas vacaciones que ella, y allá se quedaron ambos. Tenía un físico característico que le hacía honor al sobrenombre, pues del nombre real, lo prometo, nunca supimos nada. Padecía una especie de semialopecia que le cubría la zona fronto-lateral de la cabeza y se extendía hacia atrás hasta la nuca, donde de repente le salía un mechón de pelo grueso, negro, liso y largo que llevaba siempre anudado en una coleta. Si a ello le sumamos sus ojos pequeños, nada más hay que objetar al apodo, que llevaba con orgullo y así se presentaba él mismo a los desconocidos. Se ganaba el pan, ya lo comenté, como veterinario, que todo hay que decirlo, cayó en el lugar como agua de mayo del mismo modo que La Maestra.

Gumersindo era deshollinador, pregonero y alguacil, pero no tenía sobrenombre. Habría sido, probablemente, más largo que el apellido de Susana. Así que se quedó con “El Gúmer” desde niño y ya no se lo quitó en la vida. Vivía solo en el cerro, aislado del pueblo, donde con sus manos y sin ayuda se construyó una coqueta vivienda. Cada mañana bajaba a hacer sus compras y de paso limpiaba alguna que otra chimenea. Los vecinos demandantes solo tenían este momento para solicitar su servicio, pues por no tener, no tenía en su casa ni línea telefónica. “¿Para qué? – decía- Si me pasa algo, doy una voz”. Y es que Gúmer tenía unas cuerdas vocales prodigiosas, curtidas a base de bandos municipales que leía y entonaba en cada esquina de la localidad cuando el alcalde se lo requería, con un arte y brío que ya hubiera querido Antonio Molina para sí en sus años mozos.

Había un misterio que rodeaba (y todavía rodea) al apodo de Ginés “El Pollas”. No sé si se debía el mote a que tenía una granja de aves y conejos con la que comerciaba al por mayor y al detall, o a que tenía hijos con dos mujeres distintas, (esposa y amante respectivamente), y para más intriga, amigas entre sí.

Atreviéndome un domingo de fiesta patronal a preguntarle a la consentidora por la razón de tan extraña amistad, me dijo sin ningún complejo que a su edad lo único que le apetecía en la cama era quitarse al marido de encima, y su amiga le ayudaba desinteresadamente con la labor. Todos los niños estaban bien alimentados y vestidos, y crecían como hermanos. Ginés era cariñoso con ellas y con los pequeños, y trabajaba como un poseso para que no les faltara lo necesario y algún capricho tampoco; sus familias eran sagradas para él. No sería yo quien les juzgara; ni siquiera lo hacía Don Vicente, el párroco, que no tuvo nunca argumento de dónde tirar para ello, y optó por delegarle ese tipo de rompecabezas a Dios para más adelante en el otro barrio, y hacer la vista gorda en éste. Ya se encargaba, (que no era poco), de agradecer a Ginés las buenas dádivas que le entregaba los domingos. Este empleaba el eficaz método de darle a cada niño y a su amante un billete de cinco para que se lo hicieran llegar al padre al acercarse al altar a comulgar, con lo que tampoco se veía Don Vicente “con autoridad” de negar la comunión a los nacidos en pecado, y todos perdonados.

He querido cerrar este boceto de ensayo hablando más prolijamente de la familia de Antonia “La Cicatera”, cuyo sobrenombre he de admitir que era injusto e insolente, pues obedecía a una tacañería que algunos malintencionados le echaban en cara. Y digo “algunos” porque la mayoría de los paisanos la adorábamos. Y es que, cuando se tienen diecisiete hijos no queda otra que ser tacaño, o mejor dicho, no queda otra que mirar mucho los precios, los gastos y las necesidades, y que sacar dos monedas de una en lo posible, y en eso Antonia era, sin duda, la mejor. En su favor he de confesar que, cuando iba de niño yo a su casa para jugar con sus hijos, nunca me faltó un gigantesco bocadillo para merendar y ella me trató con el mismo cariño que a los suyos.

Su marido, Blas “El Brocas”, no sacaba tanto dinero de la carpintería como Ginés de los pollos. Practicaba, en consecuencia, el pluriempleo. Ejercía también de enterrador municipal y de bedel en la escuela. Me he preguntado más de una vez de dónde sacarían tiempo para hacer niños. Antonia, a su vez, arañaba otro sobresueldo como ama de cría en una época donde hubo especial demanda. Se puso de moda entonces que las madres no amamantaran a los bebés y optaran por caras leches liofilizadas de farmacia para no deformarse el pecho ante el auge del bikini, y nuestra “Cicatera” supo aprovechar el tirón. Llegó un momento en que no hacía distinción entre lactantes propios y ajenos, y cuando falleció, ya anciana, se reservaron en la parroquia tres filas de bancos para todos, pues a todos ellos consideró siempre hijos de su seno. Tuve la suerte de ocupar uno de aquellos asientos. Mi recuerdo sentido para tan desinteresada (que no cicatera) mujer.

Al hijo mayor de la Cicatera le llamaban “El Pichi”, cosa que no ha de extrañar al respetable lector, puesto que en la mayoría de las aldeas pequeñas hay un “Pichi”, un “Chino” y un “Cojo”.

En el pueblo que me vio nacer, para qué lo voy a ocultar: “El cojo” era yo.

Manolo “El Pichi”, además de poseer la chulería que se le supone, era extremadamente pulcro, único cliente lugareño de una excelsa camisería de la capital. Resistiéndose al paso de los años, teñía su cabello con un mejunje a base de brea, que jamás entendí cómo no le terminó abrasando la cabeza. Lo curioso era que algo le echaba al mejunje para que no oliera nada, y de la piel del Pichi solo emanaban vapores de caro perfume. Regentaba el único restaurante del pueblo, que estaba decorado a modo rústico con innegable gusto, pero él jamás entraba a la cocina. Una serie de salitas reservadas y una selecta bodega le garantizaban clientes de cierta alcurnia que hasta allí se desplazaban en busca de buen yantar, de mejor beber y vaya usted a saber de qué otros vicios añadidos e inconfesables. El restaurante era tan discreto como su propietario, que se limitaba a recibir a los comensales y pasear por las mesas interesándose por la comodidad de éstos. A los lugareños les hacía precio, lo que hay que agradecer, e incluso contaba con unos menús más económicos pensando en obreros y labriegos, no por ello menos deliciosos.

Hermanas de él eran “las monjas”, dos gemelas que crecieron como una sola, y cuya obsesión por parecer auténticos clones las llevó a tomar los hábitos a un tiempo. Juntas se dedican, aún, a la vida contemplativa, dentro de un convento de clausura que se halla en una cercana población.

Por distintos y distantes que fueran los hijos de Antonia, gozaban, incluso ya siendo adultos, de un arraigo familiar sólido y admirable que diríase aprendido de un clan de lémures, llevando sus integrantes una autosuficiencia sin presiones, pero pendientes de sus padres en sincronizado y constante cuidado. Tanto era así, que cuando a uno de los hermanos se le “atravesaba” un pago inesperado insalvable (un recibo alto, una lavadora rota que hubiera que cambiar, una ortodoncia urgente), se convocaba a todos, monjas incluidas, a reunirse en el antiguo comedor de la casa de los padres para solventar el problema. Desdoblaba el hijo mayor una bolsa negra de terciopelo que allí se guardaba para tal menester, y explicando el problema y cuantía que le quitaba el sueño a cualquiera de ellos, se sentaba y comenzaba a pasar la bolsa por debajo de la mesa, de hermano a hermano (a excepción del afectado, claro) hasta que diera una primera vuelta. Regresando a su mano, se volcaba el contenido sobre la mesa. Si se había alcanzado la cantidad precisa, se entregaba todo al doliente; si no, se daba una segunda vuelta de bolsa por debajo, o las que hicieran falta hasta conseguir resolver el asunto. Ni que decir tiene, que jamás permitieron los hijos a sus padres participar en las colectas.

No me gusta hablar de envidias, y mucho menos aún reconocerlas, pero admito que me habría gustado gozar de tanto respeto, consideración y fraternidad en mi propia familia, contando como cuenta con muchos menos miembros.

Y hasta aquí una pequeña historia de una tradición, la de los apodos rurales que, para bien o para mal, confieren a los lugares identidad y carácter, y transmiten de generación en generación la sana curiosidad por saber de personajes cuyas existencias, quizá, podían haber pasado a la historia sin pena ni gloria, de no haber sido impregnadas con la sabrosa salsa de un sobrenombre.