jueves, 17 de mayo de 2018

La vena de tu miembro

(Soneto erótico)
 
La vena de tu miembro es la dinamo
que en su latir, enciende mis sentidos,
que abre mis labios, para tí rendidos
y es el mástil de la pira que amo. 

La vena de tu miembro me obsesiona,
despierta tu virilidad yacente
haciéndote manar viva simiente,
llenando, dulcemente, mi persona. 

Riadas de placer en estallido
la vena de tu miembro me origina,
matándome al besar su recorrido. 

Pues bebo, cual veneno, tu ambrosía
me ahogo en una hiedra de libido
y muero bajo el mar de tu ardentía.


martes, 15 de mayo de 2018

Guindillas


Nadie.
Me pareció que llamaban a la puerta, mas al abrir la mirilla, a nadie hallé detrás. Volví sobre mis pasos, apoyada en mi muleta. No había llegado de nuevo a la salita de estar, cuando escuché el timbre de nuevo. Ahora, en vez de mirar, pregunté:

-¿Quién? ¿Llama alguien?

-Señola… ¡¡Galcía!!

Nunca había pronunciado nadie mi nombre así, y menos aún con voz de niña. Me asomé de nuevo a la mirilla y me topé con un montón de dientes. Abrí la puerta. Tuve que bajar la cabeza para verla. Ahí, de pie, se me personaba una criatura menuda, de cabeza grande y cuerpo diminuto, con evidentes rasgos orientales, que sonreía de una manera escandalosa. No sabría qué edad atribuirle, pero calculé unos cuarenta años, aunque, ciertamente, parecía una muchachita.

-Yo soy Amalia García. Sí. ¿Qué desea?

La mujer extendió el brazo de súbito, hasta darme casi en el rostro con el sobre que portaba.

-Señola… Liaño… ¡me manda!

Cogí el sobre y lo abrí. Dentro, doblada de modo caótico, había una cuartilla.

-¿Consuelo Riaño, dice usted?

-¡Sí!, -Asintió, con una sonrisa de oreja a oreja.

“Querida Amalia: Como te prometí hace unas semanas, te envío a quien ha sido mi fiel asistenta durante estos últimos meses. Te gustará. Si por algo me duele tener que marchar tan lejos a estas avanzadas edades, es por tener que prescindir de ella. Es camboyana, habla bastante mal el castellano, pero lo entiende todo. Te envío mi nueva dirección y número de teléfono, así como fotocopia de su permiso de residencia. Un abrazo. Chelo.
PD: Ten siempre en casa algún bote de guindillas en vinagre; para ella, son una golosina.”

Metí de nuevo la carta en el sobre y miré de nuevo a mi repentina invitada, que seguía sonriendo. Media cabeza suya era sonrisa, y exhibía, la verdad, una caja dental lamentable, llena de piezas torcidas y amarillentas que no conseguía restar dulzura a su faz. Me pareció incluso que tuviera dos hileras de dientes, aunque esa falta de complejos para exhibirlo despertaba mi ternura más, si cabe.

Es cierto, Chelo me dijo que me la recomendaría, pero no pensé que la enviaría por transporte urgente.

-¿Cómo se llama usted?

- Yira-Poh-Wang

- Dios…

-Llamá… ¡Yira!

Me contagió la sonrisa. Deduje que le venía de serie. Me pareció un ser tremendamente gracioso. Hablaba muy despacio, pero cuando llegaba a la última palabra de cada locución, tras un breve silencio, de súbito elevaba el tono y la pronunciaba casi gritando. Convertía en agudas la mayoría de las palabras llanas, y eso confería una chispa peculiar a su vocalización.

-¿Duerme ahora en alguna parte? ¿Tiene hoy donde dormir?

-Casa… señolá… ¡Liaño! Malcha hacia nolte...  ¡mañana! Malido… … ¡jubilado!

-Y, ¿por qué no se va con ella al norte? Ella estaba a gusto con usted. Y Galicia es precioso.

-Nolte… ¡flío!, -exclamó, encogiendo el rostro. Decididamente, la prefería sonriendo.

-No llamá … ¡"usted"!; Me gusta… … "¡tú!"

Vaya, eso significaba dos cosas: que debía tutearla, y que disponía de veinticuatro horas para acomodarla en alguna habitación. Valiente gamberrada, la de mi amiga. Solamente tenía una cama plegable que compré meses atrás, para acomodar en ella a mi sobrina mientras me cuidó durante una convalecencia. Pero, habitaciones, tendría para elegir. La casa era muy grande.

Le fui franca. Le dije que tendría que pasar unos días de prueba antes de decidir si me quedaba con ella. Para mi sorpresa, asintió encantada con la cabeza, como ya era natural, sonriendo. Le invité a entrar, y le enseñé, estancia por estancia, el que, desde el día siguiente, sería también su hogar.

Dos horas desde su aterrizaje, y Yira ya pasaba el plumero por las estanterías a velocidad de vértigo. Me daba hasta apuro ver, a la que aún me fuera una perfecta extraña, tan volcada en el deber doméstico de mi casa. Yo debía salir a comprar algo para comer, me vestí y me peiné. Le pregunté si me acompañaría, y en menos de dos segundos la tuve en la puerta con abrigo puesto, y agarrándome suavemente del brazo, sonriente, claro, para llevarme hasta el ascensor. Incluso me cogió las llaves para cerrar ella la puerta. Creo que acababa de tomar conciencia de mi propia edad. Nunca antes me habían cuidado, a excepción de cuando me rompí la cadera y pude contar con la ayuda de una sobrina nieta, a la que brindé cobijo a cambio hasta que encontró trabajo y pudo emanciparse, pero siempre quise valerme por mi misma si no lo precisaba de verdad. Mis ochenta años eran reales.

Al llegar al supermercado, la miré preguntándome qué querría comer. Como mi amiga me indicara, me entendió a la perfección.

-Usted… ¡complá!; Yo como… ¡todo!

Con una mano portaba una cesta; con la otra me llevaba a mí. Le indiqué que, aun con muleta, podría caminar sola. Me soltó, pidiéndome perdón por ello. Cargué la cesta con  verduras y algo de pollo, y, por supuesto, un bote de guindillas en vinagre. Su sonrisa iluminó el supermercado. Al llegar a casa, nos despojamos de abrigos y me dirigí a la cocina, pero ella no me lo permitió.

-Usted… ¡sientá!; Yo… cocina… hago… … … ¡comidá!

Fui cogiendo el truco a su particular modo de pronunciar. Cuanto más énfasis quería darle a la última palabra de sus frases, más larga era la pausa que la precedía, como si tomara carrerilla. Y su estrategia funcionaba; lograba que yo captara el mensaje y la intención. Esta mujer amenazaba con llenarme la casa de puntos suspensivos.

Me quité la ropa y me cubrí con una cálida bata. Al volver a la cocina, encontré a Yira en cuclillas, con las rodillas pegadas a los hombros, y con una cacerola grande y una tabla sobre el suelo, picando verdura a toda velocidad.

-Mujer, siéntate a la mesa, ¡Debes estar incómoda ahí agachada con la cazuela en el suelo!

Se levantó y me apartó suavemente con la mano.

-Usted… ¡descansá! Yo… mejor así… ¡costumble! No… ¡pleocupe! Así, cazuela… ¡no cae suelo!

La comida estaba exquisita, Yira no era aprendiz entre fogones. Y viéndola trabajar así, me empecé a encontrar a gusto. Chelo no me había mentido.

Me fijé en su trenza negra e interminable, le llegaba hasta la cintura. Le imaginé una melena impresionante, de color semiazulado, lisa y lustrosa. Con cierto bochorno y casi susurrando mientras tomábamos un delicioso té, me preguntó si yo veía telenovelas. Le dije que no estaba entre mis aficiones, pero tenía mi permiso para encender y apagar el televisor cuando gustara, en sus descansos y tiempo libre. Esa "no afición" mía, terminó aquél día precisamente, porque "El amor imposible de Alberto José y Espuma Blanca", me enganchó aproximadamente cuatro años, más o menos los que le llevaba enganchando a Yira.
 
Tras el capítulo, me quedé algo traspuesta en el sillón, mecida en parte por susurrantes cánticos de mi asistenta, a los que no tardé en acostumbrarme. Ella reanudó su labor como accionada a pilas. Parecía una cucaracha despistada, correteando de acá para allá, rápido, rápido, sin detenerse. De vez en cuando entraba en la salita, y con su ya habitual sonrisa se cercioraba de que yo estuviera bien. Yo, en mi duermevela, le respondía con otra; me contagiaba sin remedio.

Hacia el anochecer, entró a preguntarme qué quería de cena. En la nevera encontraría fiambre y material para una buena ensalada. En un rato estaría preparada la mesa, con el bote de guindillas abierto y listo para ser asaltado. Me preparó un sándwich de pavo y me acercó un plato de ensalada, y el bote de guindillas. Las rechacé; en mi juventud me gustaba comer alguna de vez en cuando, sobre todo cuando comíamos cocido, pero era un alimento demasiado fuerte para mí.
 
Después de cenar, Yira marcharía a dormir a casa de mi amiga Chelo, y al día siguiente vendría otra vez, aunque me pidió llegar un poco más tarde, para poder despedir a los que habían sido sus jefes hasta ese día. Pero ahí no terminaron las sorpresas. Para mi asombro, agarró dos rebanadas de pan, y se fabricó un sándwich ¡de guindillas!.

No podía creerlo. Mi nueva asistenta engulló ante mí aquella bomba de relojería sin pestañear... porque cerró fuertemente los ojos. Saltaba, lloraba, bebía agua como una rana, se sentaba de nuevo, y mordía otra vez su sándwich para saltar de nuevo, llorar de nuevo, beber de nuevo… Impresionante. Me dejó con la boca abierta. ¡Además, la mujer disfrutaba!

-¡ah!... ¡aaaaah! ¡oooh!... ¡guindillá!... gusta… ¡mucho! ¡ah! ¡oh!

En un intento de ayudar, le ofrecí un trozo de queso manchego, a ver si ello conseguía calmar sus ardores esofagales de alguna forma.

-¡Noooo, quesó, no!... ¡Agh! Queso huele… … … ¡pies!

A mi edad, pensaba que poco nuevo me quedaba por ver; estaba en un error, por descontado.
Cuando Yira marchó, me dio un beso en la frente. Otra sorpresa más… que me gustó.
A la mañana siguiente, no tardó en llegar tanto como pensaba. Mi amiga y su esposo debieron madrugar para emprender viaje. Apareció cargando una pesada maleta. Escogió una habitación donde no había más que un armario que vacié de viejos abrigos, y dos antiguos aparadores cuyos estantes habilitó para ropa doblada. Me pidió, eso sí, una mesita pequeña, y le indiqué dónde podría encontrar dos que, rápidamente, se llevó allá. Entre ambas, sudando, (y yo, cojeando), pudimos también trasladar la cama plegable. Sacó una bolsa pequeña con objetos que repartió en los cajoncitos de ambas mesillas. Y extrajo, con cuidado, de un saquito de tela, cinco figuritas de Buda de diversos colores y tamaños, que colocó con mimo sobre una de ellas, ocupándola por entero y susurrando (supuse que rezando) ininteligibles palabras. La observé curiosamente, y se dio cuenta.

-Buda ocupá sitio… ¡mucho!... Buda siemple… ¡sentado!... Nosotlos no… ¡Clucifijo!... ¡Agh! Toltula… …
maltilio… … látigo... ... espinas... clavos...   suflimiento… … … ¡holible!... cristianos… ¡malos!

Por primera vez en mi católica existencia y ante aquella mueca de terror, mis religiosos pilares temblaron bochornosamente, lo admito. Aunque necesité contarle que los cristianos no fuimos quienes lo crucificamos, preferí dejar el tema y comprender.

Me retiré a la salita, en aras de cederle intimidad para terminar de ubicarse, y que descansara un poco si lo necesitaba. No comimos tarde, de todas maneras. Preparó un rico arroz a la cubana. Como el día anterior, almorzamos juntas en la salita; me agradaba su compañía en la mesa. Esa tarde le haría pasar después de la novela, además, una prueba difícil y para mí crucial: la plancha.

Le di dos blusas y dos faldas escogidas ad hoc de mi ropero, con los justos dobleces, volantes y fruncidos como para poner nerviosa a la planchadora más experta. Debía probar su destreza, y ella, al ver que no era ropa recién lavada, captó mis intenciones. Aun así, sonreía.

-Yo abro… ¡tablá!... Plancho ahola… ¡mismo!... Usted… ¡obselvá!

No se amilanó; escogió primero la blusa de chorreras, la más complicada de estirar. Con suma delicadeza, la extendió sobre la tabla, comprobó la temperatura de la plancha, y se puso a ello. En mi vida había visto planchar así. Mimó la prenda. La extendía cogiéndola suavemente por las costuras con dos deditos, la acariciaba con la palma de la mano. Juraría que la blusa disfrutaba siendo planchada. El tejido parecía estremecerse bajo el calorcito y con los arrulladores tarareos de su planchadora que, en lo indescifrable de su idioma, se me antojaban dulces y tiernas nanas. Sólo faltaba que mi blusa se quedara dormidita entre sus brazos. Era una delicia mirarla laborar así, ¡volcaba todo el amor del mundo!

-Yira, (pregunté, temerosa por interrumpirla), ¿quién te enseñó a planchar? Me estás dejando sin palabras.

-Camisa… como piel… … ¡pelsona!... Misma… ¡folma!... Mismo… ¡huele!... Si tú amas pelsona… tú amas… … ¡camisa!

Me dejó muda, si aún era posible, un buen rato más.

-Quedas contratada. No hay más días de prueba y mañana iremos a oficializar tu contrato. ¿Vamos a comprar guindillas?

Mi camboyana cuidadora sonrió como nunca. Su sonrisa, pintó las paredes y los techos acrecentada de felicidad, inundó todos los rincones de la casa, salió por las ventanas y recorrió calles y barrios. Toda la ciudad, claudicada ante Yira y desde entonces, se hizo sonrisa.

 

jueves, 10 de mayo de 2018

Flan de peras

Este flanecito es una delicia, y además, fácil.

 
 
 
Necesitamos, para tres flanes individuales: 
2 peras grandes o cuatro pequeñas, muy maduras (ya os digo después por qué)
2 huevos
1 ramita de vainilla, o media cucharadita de esencia o de azúcar vainillado

una cucharadita de mantequilla
200 mg. de nata líquida
40 gr. de azúcar 
Para el caramelo: 4 cucharadas de azúcar y el zumo de medio limón
Primero vamos a elaborar el caramelo. En un cacillo al fuego disponemos las 4 cucharadas de azúcar y el zumo de limón, y dejamos que se vaya haciendo, hasta que tome un color miel. Cuanto más dejemos que oscurezca, más amargará.
Antes de que endurezca, untamos las paredes de los moldes con él. 
Pelamos las peras y las cortamos en trocitos. Vamos a saltearlas un minuto en la mantequilla, a fuego fuerte, para que se doren un poco. La idea de utilizar pera madura es que tiene jugo, es acuosa, y cuando se haga el flan, no quedará su textura en trozos duros, sino parecidos a una mermelada. Encendemos el horno a 180 grados y preparamos una fuente con agua para hacer un baño María.

Para hacer el flan, hay dos maneras, y os explico ambas: 

Manual. Batimos la nata con el azúcar y la vainilla (si es en rama, la abrimos y usamos solamente las semillas). Batimos aparte los huevos, MUY POCO, lo suficiente para que se mezcle la clara con la yema, pero no ha de perder la elasticidad propia del huevo, ni formar espuma. Mezclamos los huevos batidos (mezclar, no batir) con la nata azucarada, y añadimos las peras.
Con Thermomix:  Introducimos la nata, el azúcar, la vainilla y los huevos en el vaso. Activamos sin temperatura, velocidad 2, giro a la izquierda.  Después añadimos las peras y mezclamos con la espátula. 
Llenamos los moldes. Los colocamos en la fuente con agua, y cuando el horno esté caliente, los metemos dentro. Yo calculo 45 minutos, pero se puede ir probando a pinchar con un cuchillo. Cuando salga seco, está el flan. Dejamos enfriar, refrigeramos, y ¡¡al postre!!

miércoles, 9 de mayo de 2018

Soneto al olvido


La digestión del olvido ha de ser calma,
masticando y degustando los bocados
del amor destilado desde el alma,
exprimiendo  los sabores entregados. 

La distancia ha de aumentarse lentamente
recordando y reviviendo lo gozado,
albergando esos momentos en la mente,
dando así bello sentido a lo pasado. 

Y sonreír, por haberlo conocido
y asimilar lo  que no se hizo viable;
sólo así vale la pena lo sentido. 

Y esperar un nuevo amor, en lo probable
y mirar hacia adelante, rostro erguido
conservando aquella historia memorable.

 

lunes, 7 de mayo de 2018

La hora previa


Compré la plaza posterior del garaje de mi comunidad por el simple placer de andar por él hasta llegar a mi automóvil. El olor, el eco de las pisadas, el silencio y la penumbra, me confortaban cada mañana de mi residual somnolencia, aunque fuera durante unos segundos.
Una vez al volante y situada ante la puerta, esperé a que se elevara. El ruido de su automatismo me recordó el crujido final del Titanic al partirse en dos, y de inmediato recibí sobre las retinas la tenue iluminación del cielo que al amanecer precede.
Abordé las calles recién puestas. Los edificios no me permitían comprobar aún si el sol había decidido levantarse o hacía pereza entre las sábanas. No sería de extrañar: El termómetro del salpicadero cayó en barrena hasta valores bajo cero.

Me gustaba salir de casa en ese preciso instante en que uno no sabe si podría ver algo caso de apagarse las farolas. A esa temprana hora, pareciera que el gobierno local gastaba energía eléctrica en vano, porque ver, se veía pese a la niebla y la semioscuridad; y sin embargo daba miedo la idea de quedarse sin ese apoyo.
 
El primer semáforo me dio los buenos días en rojo. Aproveché para encender la radio y ver si me repetirían el noticiero de ayer, el de hace una semana, o el de hace dos años. Los noticieros son cíclicos, como el parte meteorológico. Una vez bombardeados mis oídos con nada nuevo ni interesante, opté por buscar una emisora musical que me ayudara a terminar de despertarme. Glenn Miller con su orquesta, versionando el Indian Summer de Herbert, resultó una soberbia compañía para mi trayecto. Le dejé sonar.

Me agradó también toparme en la segunda esquina de la avenida con un limpiabotas de melena al viento a quien, ni la niebla, ni el frío parecían afectar lo más mínimo, pues hablador y risueño pulía, gamuza va, gamuza viene, los  mocasines con estribo de un ejecutivo encorbatado de hosco gesto y estrangulada papada.

El humo del Ford que me precedía escapaba con fuerza del tubo y se disolvía en la niebla entre grises y deformes fumaradas.

A la salida de un túnel tan lóbrego como húmedo, me detuvo otro semáforo. Herbert seguía regalándome los oídos. Abrí la ventanilla canturreando, dando venia al frío para acariciar mi mejilla, y lo invité a congelar mis cálidos pulmones con una profunda inspiración, cerrando los ojos.

“Summer... you old Indian summer…”


Los inesperados acordes de un saxofón me sorprendieron. Giré la vista y, junto a mí, un colosal hombre de acriollado aspecto brindó el acompañamiento perfecto a mi melodía con su instrumento solapando al sonido que emanaba de la radio. Sonreí, y lo seguí adormilada voz.


“... you're the tear than comes after... June time laughter…”


Apenas me dio tiempo a buscar, hurgando en el portamonedas, algo con que remunerar su cortesía. Impacientes automovilistas me recordaban a golpe de claxon y destellos de luz larga que llegaríamos todos tarde, de entretenerme demasiado con el saxofonista.
Durante unos metros, conduje en paralelo a una apresurada madre que arrastraba de la mano a su pequeño. El niño, profundamente dormido todavía, remolcaba a su vez un pesado trolley, supongo que repleto de libros. A saber si en todo el curso escolar terminaría de leer y memorizar aquella diaria y pesada carga. 
Virando por la última calle, un mozo casi me embistió con un traspalé, cruzando ante mí sin verme. Quise ser condescendiente y no protesté; a buen seguro se había levantado de la cama antes que yo, y le pagaban mal y tarde por tan ingrato empleo. Además, ya no me quedaba sino buscar aparcamiento.

Tuve suerte y hallé un hueco para estacionar que parecía haberme estado esperando. Descendí del coche, cerré la puerta y me detuve para recibir, esta vez de lleno, el aire fresco de la mañana en mi rostro. El Sol, que decidió asomar por fin, iluminó las fachadas, el asfalto y mi persona entera, haciéndome la promesa de terminar con la molesta niebla en cuanto entrara en calor.


Anduve hasta acceder al parque. Llegaría antes a la oficina siguiendo la acera en recto, pero tenía tiempo para perderme un rato entre los pinos, y me apetecía. Un jardinero me saludó entusiasmado, como si me viera todos los días. No recordaba si le habría saludado yo a él en alguna ocasión anterior, pudiera ser que sí, de modo que le respondí con otro sonriente “buenos días”, y continué la marcha por la arbolada circunvalación. Me senté en un banco que agradeció el templado contacto de mi abrigo. Nadie había allá, salvo los pinos, el sol, el frío y el jardinero. Me dejé llevar por el silencio, y evoqué de nuevo, susurrando, a Miller y al saxofonista del semáforo. Me dio pereza reiniciar.

Una vez dentro el vestíbulo, miré atrás despidiéndome del alba, hasta el día siguiente que como siempre, pudiera de nuevo deleitarme con mi relajado periplo diario, rumbo a mi puesto de trabajo.
 
 

Tarta de limón

Ingredientes:
 6 huevos medianos.
Un vaso de azúcar ( y medio más para preparar después el merengue).
La ralladura de tres limones, y su zumo.
3 cucharadas soperas de harina de maíz (lo que se conoce como maicena).
Una lámina de hojaldre congelado, u opcionalmente, una base de masa quebrada o de masa de galleta y mantequilla.

Elaboración:
Comenzamos estirando la masa de hojaldre, pinchándola con un tenedor para que no se infle, y horneándola durante diez minutos a 170 grados. La sacamos y la dejamos templar. Si se ha hinchado, aplastamos el fondo con una espátula.

Batimos los seis huevos con el azúcar y las ralladuras, pero reservamos una de las claras aparte para el merengue. En un vaso, echamos el zumo de limón, y llenamos el resto hasta arriba con agua fría. Mezclamos aquí la harina de maíz, y batimos con lo anterior.

Ponemos esta mezcla en un recipiente al baño María en el fuego, y vamos removiendo con una cuchara o unas varillas hasta que se vaya formando una crema espesa.

Lo volcamos sobre la masa de hojaldre  e igualamos y extendemos  con una cuchara.

Guardamos la tarta en la nevera durante media hora, hasta que veamos que la crema adquiere solidez.
Mientras tanto, preparamos el merengue, batiendo la clara que reservamos a punto de nieve (con una pizca de sal), y añadiendo poco a poco el medio vaso de azúcar. Extendemos sobre la tarta, y hacemos unos dibujos con unas tijeras o un tenedor, aunque también podemos usar una manga pastelera decorativa y quedarnos con la peña.

Ponemos la tarta bajo un grill durante un par de minutos, para que se tueste el merengue y quede chulo.

Enfriamos la tarta en la nevera, y hacemos un poder para no comérnosla antes de la sopa.