domingo, 1 de noviembre de 2020

El caldero de mi abuelo Juan

 - ¡¿Quién vaaaa?!

- Soy yo, abuelo. Soy Álvaro.

- ¡Hasta la cocina! 

El trayecto desde la cortina de paño que hacía veces de puerta hasta “la cocina” no llegaba a dos metros. Una mesa robusta (construida por él hace medio siglo con viejos troncos) con dos sillas de enea, una cama de muelles con un colchón de lana, un baúl-armario y un banco sobre el que descansaban una antigua radio y un televisor de tubo, conformaban la estancia. La cocina era una chimenea de leña con un caldero que reposaba sobre un deformado trébede. Sabiendo de mi visita, hallé a mi abuelo Juan troceando un conejo para invitarme a comer. 

La idea de darnos un apretado abrazo no podía entrar en nuestros planes después de la avalancha vírica que tantas personas se había llevado por delante. Aun así, me agarró con cariño de los hombros y me pidió que me quitara la mascarilla. “Al menos, - susurró - deja que te vea la cara, hijo”. 

Así hice, y ambos sonreímos entre una nube amorosa y cálida. 

La leña ardía y pedía caldero, que le llegó enseguida. El anciano fue añadiendo verduras, ñoras, tomates espachurrados con la mano, hinojo y tomillo limonero. Aquello comenzó a borbotear y esparcir un aroma nostálgico y tentador que se tornó en irresistible cuando Juan echó unas patatas toscamente cortadas, un chorro de vino gazpachero y una buena punta de pimentón del lugar. Mientras se lucía removiendo aquello con una enorme cuchara de palo medio quemada, cantaba como antaño hiciera. 

- “Cocinero, cocineroooo…  enciende bien la candeeeela… y prepara con esmeroooo un arroz con habichueeelas… cocinero, cocineroooo,  aprovecha la ocasióoon… que al compás del marro quiero repetirle al mundo entero yooooo… ¡Yo soy minerooo!”

- Abuelo, ¡Siempre mezclas las canciones! - reí.

- Buen pimentón, ¿eh, hijo? Me lo trae Serafina. Y las ñoras, me las trae el padre Agustín, que viene todos los días al café. Bueno, hoy no. Sabe que venías. 

Guardé silencio. Quería escucharlo, a ver hacia dónde derivaba la conversación. Quería, también, emborracharme de olores en un intento de llevármelos a casa, si hubiera podido. 

- Si lo que le preocupa a tu padre es que esté aquí solo, puedes decirle de mi parte que no sufra. Hay muchas personas pendientes de mí, tengo huerto y gallinas, me traen el pan, cazo conejos y pesco de vez en cuando con el tío Fede. ¿Te acuerdas del tío Fede? 

Asentí con la cabeza, aunque me sorprendió que el primo de mi abuelo todavía estuviera vivo; debía tener cerca de cien años. 

- No te mentiré, abuelo. Sabes que me envía mi padre a convencerte. Lo hemos pasado mal pensando que pudieras haber contraído el coronavirus. No sabíamos de ti. ¿No te había enviado mi padre un móvil?

- ¿El móvil? Sí. Vaya invento tonto. Don Agustín no me cobra las llamadas.  Pero aquí no ha llegado eseeee...  bicho, Alvarito, no hay miedo. Y aun así, os habría avisado Don Agustín desde el teléfono de la parroquia. Ya te digo que viene todos los días. Hago café y arreglamos el mundo. Vivimos solos los dos, nos hacemos compañía. 

Las patatas con conejo estaban deliciosas.  A decir verdad, si no fuera porque yo estaba educado en la vida urbanita y debía continuar mis estudios tras el verano, me habría quedado con mi abuelo una buena temporada. Allí, además, no sería necesario siquiera guardar distancia con nadie; apenas habría con quien guardarla. Quizá, sacar al anciano de allá y llevármelo a la ciudad podría matarlo antes que cualquier virus. Desistí de persuadirlo y disfrutar de la visita. El abuelo Juan puso al fuego un cazo abombado con agua. 

-Escucha, hijo. - Me pasó una manzana, me acarició la rodilla con ternura y se puso a moler café en un viejo molinillo con manivela de hierro. Podría yo aquél día morir de deleite olfativo.

- Esta casa - continuó - es fresca en verano y caliente en invierno. Tengo lo que necesito. La tele va unos días sí y otros no, pero total, para lo que echan… Para el fútbol tengo esa radio que todavía funciona. ¡Me la regaló mi padre! Dos veces al mes, como sabes, bajo a la parroquia a hablar con vosotros. Me entiendes, ¿verdad? 

Hice una pausa demasiado corta para mí, pero demasiado larga para él, que quería zanjar la situación y dejar de hablar del tema. El café olía todavía mejor que el guiso. 

- ¿Me llevas al río y me doy un chapuzón antes de irme a casa?

- ¡Pues claro,  Alvarito! ¡Y yo me baño contigo! ¡Ahí espera que me ponga unos gayumbos decentes, cagüenla! 

No tenía privacidad para cambiarse de ropa, ni siquiera la tendría en el aseo, que consistía en un inodoro dentro de un habitáculo de metro cuadrado, ubicado en el patio. Tampoco necesitaba ocultarse. De modo que lo hizo ante mí, y fui yo quien se sentía estorbar. Agarró una toalla desgastada y una caja pequeña, que me entregó. 

- Devuélveselo a tu padre. Aquí no hay señal para estos chismes. 

Marchamos camino del río.

La gris maleta de la vida misma

Traje en mi maleta

un país entero,

arena en el fondo,

olor a maderas,

libros desgastados,

cromáticas sedas,

postales de playa

y esencias de flores

que nunca encontrara

en mi cercana tierra.

 

Entre mi equipaje

hubiera incluido

tu sonrisa blanca,

tus ojos de cielo

y tu piel dorada,

tu exótico acento,

tus besos y abrazos,

tus gratas palabras,

tus dulces canciones

y graciosas danzas.

 

Después del viaje

vendrían recuerdos,

añoranzas varias

de nuestra aventura,

nostalgias, anhelos,

madrugadas rotas,

noches de desvelo,

espontáneos versos,

lágrimas de ausencia,

y obligado olvido.

 

Y las realidades

me devolverían

costumbres, rutinas

y nuevos proyectos,

viejas amistades

que me reconfortan

y frescos designios

que me ofrecen retos

en la gris maleta

de la vida misma.