sábado, 17 de junio de 2017

Un día más

Se despertó con un grito comparable al de un diplodocus en celo. Encendí la luz; su rostro sudaba.

-Has tenido una pesadilla, tranquilízate, cariño.
-Perdóname, cielo, Te asusté, ¿verdad?
-Nada nuevo bajo el Sol, amor.

Mi esposo siempre había dormido como un eurodiputado en el Congreso, hasta hace aproximadamente un mes, coincidiendo con unos exámenes médicos que le quitaron el sueño  más por la tardanza que por los resultados, ya que éstos aún estaban por saberse. Asintomático, las últimas analíticas revelaban un cierto caos sanguíneo que convenía estudiar más a fondo, en busca de posibles dolencias escondidas.Yo le repetía, cuando lo veía alicaído, que no debía preocuparse, que eran altibajos de la edad.
A nuestros años, la salud no es ya música sin arpegios, y aunque él aparentaba tranquilidad absoluta, le conozco demasiado bien para saber cuándo no puede quitarse algo de la mente. Antes no era así.

Afrontaba las incertidumbres cual si certezas fueran, siempre optimista y seguro de que los desenlaces negativos sólo existían en las telenovelas. Tal era su positivismo, que no había contratiempo, por dramático que fuera, del que no extrajera broma o chiste. De índole bruto por naturaleza, a veces resolvía los problemas a la brava, sin mirar las consecuencias, riéndose como una hiena borracha si le salía bien, aunque el triunfo le costara romperse una pierna o abrirse la cabeza. Ya quisiera el monstruo de Frankenstein tamaña  colección de cicatrices para sí. Recuerdo una ocasión, siendo novios y realizando él su servicio militar obligatorio, en la que nos habían invitado a un concierto que no quería perderse, pero un sargento con úlcera crónica (no tenía otra explicación su mal talante), le quiso fastidiar el evento, obligándolo a quedarse en el cuartel. A mi amado, no se le ocurrió otra cosa, para salirse con la suya, que atarse los cordones de las botas al borde de la litera, y dejarse caer de cabeza al suelo, para acabar pidiendo ayuda y así lo llevaran a enfermería a coser la ceja, dejándolo salir a casa hasta estar curado de la herida. Acudió al concierto con la testa vendada, pero se divirtió como no está en los escritos. Lo malo era que sus osadías y descabelladas ideas me enfadaban al principio, pero después me hacían reír, por lo que nunca supe hallar modo de que se corrigiera… ni ganas para que lo hiciera.

Mas fue comenzar a brotarle canas, y éstas crecían de manera directamente proporcional a unos miedos nunca antes existentes en su cabeza, mientras que los míos parecían desvanecerse según me iba viendo una arruga más en el espejo.

El paso del tiempo nos cambia, qué duda cabe. Cuando lo conocí, él era todo valentía, y yo toda turbación y recelo. Me habían enseñado que los muchachos eran una especie de monstruos de los que había que desconfiar siempre, pues  nunca pretendían nada bueno. Sin embargo, mi muchacho supo llevarme al amor por el camino más corto, con grandes dosis de jovialidad y transparentes miradas, de tal modo que yo, cuando llegaba cada sábado, galopaba en busca de ellas como caballo alazán, entusiasmada y sin temor a nada, porque supe siempre que no me separaría nunca de él.

El compromiso llegó como llega una mañana de otoño, sin sobresaltos pero con dulzura. Todo el mundo daba ya por hecho que mi amor y yo formábamos un bloque indisoluble de sentimiento, y nuestro enlace no supuso más que un puro trámite con el que contentar a nuestras madres, celosas de nuestro decoro y temerosas de Dios. Nosotros nos sentimos ya  casados desde siempre.

Tardó en llegar nuestro primer retoño aproximadamente tres años en los que, lejos de preocuparnos en demasía, nos lo tomamos con bastante tranquilidad. Los conocidos especulaban con toda clase de augurios, que si no servía él, que si no servía yo,y tanto comentario y desasosiego ajeno nos causaba bastante risa, ya que ser padres no era, para nosotros, un objetivo prioritario.

Sin embargo, apareció por fin la criatura pegando un grito comparable al de un... ¿cachorrito de diplodocus hambriento?,  y mi cuerpo se transformó en una especie de coneja compulsiva gestante. Tuve tres hijos en menos de tres años, y aunque decidimos poner todos los medios legales de la época para no seguir trayendo minidiplodocus al mundo, cada vez que mi hombre me miraba a los ojos, se me fraguaba otra preñez, hasta que, a la sexta, mi útero consideró darme un descanso y me pidió el finiquito, harto de trabajar.

Criar bebés en manada es trabajo de chinos, pero a la larga, tiene sus ventajas. Talla más, talla menos, podía intercambiarles la ropa, acabando ésta de tener un digno final en el cubo de basura tras años de uso, y los tres que tenían la fecha de cumpleaños aproximada, lo celebraban el mismo día con una sola tarta, eso sí, con el triple de amiguitos asistentes.

Aunque no estaba nada de moda, una vez  tuve a todos matriculados en el colegio, busqué un trabajo con el que contribuir a la economía doméstica, que andaba bastante dolida, la pobre, con tanta boca que alimentar. Mis innatos miedos sobre mi persona, se tornaron en miedos sobre la integridad y futuro de mis hijos, y admito que fui una madre demasiado protectora para ellos. El padre, más valiente, los animaba a caer y levantarse mil veces, cuando no se tiraba él mismo para darles ejemplo, con tal de que aprendieran que la vida no era ese trance fácil que aparecía en las películas de acción que tanto les gustaba. “En la vida real, el guapo no siempre se casa con la guapa, ni matan a los malos”, les decía.

Sin apenas darnos cuenta, se fueron marchando de casa, unos para vivir en pareja y formar sus familias, y otros en soledad, para encontrarse a sí mismos, como si no supiéramos ya dónde estaban: En la inopia. Aun así, supieron valerse por sí mismos, y mi esposo y yo dimos nuestra tarea por concluida felizmente.

No del todo, he de decirlo, ya que los hijos también son personas aunque no siempre lo parezcan, y a veces enferman, contraen deudas, se abren la crisma como hacía su padre de joven, o sufren mal de amores. Así que, con la valentía de mi hombre y mis miedos, formábamos una especie de medicamento que todo lo cura, para que ellos hallaran remedio a sus adversidades y no se sintieran solos en esto de vivir.

Ahora, ya ancianos, nos limitamos a observar sus destinos y rumbos con la satisfacción del deber cumplido. Y en cuanto a nosotros, mientras él se vuelve vulnerable y yo me convierto en piedra, continuamos entregándonos cada noche el premio de los sentidos, como si de la primera se tratara. Bien me dice en ocasiones, sabio él, que el amor no es sino una sucesión de primeras veces, donde los labios ofrecen cada día nuevas confituras, y los cuerpos son oasis siempre por estrenar.


Las pruebas médicas han delatado un pequeño cansancio orgánico del que no hay que hacer mucho caso. Con tanto trabajo y tortazo, era lo mínimo que le podía ocurrir. A mí me crujen las bielas, de modo que aprovecho algún ronquido suyo para darme la vuelta en la cama y que no se me oigan. Mi amor ya no se despierta gritando, y yo, contenta, arribo cada mañana a la playa de su sueño, sin despertarlo, me acurruco en el delta de sus hechuras, me embriago del sabor de sus rincones, y cierro los ojos, celebrando y dando gracias, por tenerlo conmigo un día más.

Compañero del frío

Bienvenido, compañero del frío,
no te asombres de hallar tanta belleza,
ya no es terrenal, tal naturaleza,
no aprecio este lugar, tuyo ni mío.

¿No sientes una espiritual presencia?
Gocemos de esta paz y este silencio;
tanta tranquilidad, no tiene precio.
¡Qué sabemos de nuestra providencia!

No te separes de mi lado, hermano,
en vida fuiste mi mejor amigo,
y así has de seguir, dame la mano.

Quiero pasar este trance contigo,
seguirte en lo divino y en lo humano,
y que Dios nos lleve juntos consigo.


RENFE

Ayer, 16 de junio, tuve el honor de subirme a un escenario y recogí un diplomilla como finalista del Concurso de Relato Breve de RENFE-Cercanias de 2017. Me hizo mucha ilusión.
Una mañana divertida y amena, y con la oportunidad de ver el Museo del Ferrocarril, que me encantó.

Os dejo el microrrelato.

Terapia

No podía optar por otro medio; el viaje formaba parte de su terapia. Se quedaba pegado al cristal, para saltar entusiasmado sobre el asiento cuando aparecía el caza Phantom junto al Puente de Torrejón, o los enormes aviones que descendían sobre la estación de San Fernando. Se esforzaba en leer todos los grafiti entre Santa Eugenia y Vallecas. Sin embargo, era al llegar a Chamartin cuando verdaderamente disfrutaba. Primero, desde el mismo andén, y después buscando alturas en el vestíbulo, su cara se iluminaba ante los rascacielos. Y me suplicaba: 
- “Volveremos hoy, ¿verdad?”
- “Sí, padre, esta tarde volvemos”.


miércoles, 4 de enero de 2017

La abuela que no fue mamá

La abuela que no fue mamá

El pequeño Ismael no alcanzaba a entender, y mucho menos a explicarle a sus compañeros de clase, por qué su abuela no tenía hijos. Ella no era la madre de su mamá, ni de su papá, ni de nadie. Por no tener, no había tenido nunca ni marido, aunque eso ya era menos de extrañar, porque Ismael sabía de no pocas abuelitas viudas.

Germán, el hermano mayor, sí lo entendía, aunque todavía se hacía un poco de lío con los parentescos. Sabía que, biológicamente, ella no era su abuela, sino la hermana de ésta, a la que nunca pudo conocer,  y que, en su soltería, había “adoptado” a todos sus sobrinos y sobrinos nietos, como si de hijos y nietos de sangre se tratara.

La abuela Patro nunca se casó… por falta de tiempo. Nacida poco antes de la Guerra Civil, fue de las pocas mujeres que entonces se licenciaron en una carrera científica, contra toda moral. A ello se sumaba otro hándicap: La mayoría de hombres huía entonces de cualquier mujer que, en un momento dado, pudiera ser autosuficiente, pues eso incrementaba el riesgo de perderla si el matrimonio fracasaba. La posibilidad de que una esposa pudiera, además, debatir, cuestionar o rebatir, los aterrorizaba en sumo grado.

Trabajó toda su vida en un laboratorio llevando a cabo investigaciones en el terreno de la química. Solamente abandonaba el puesto de trabajo para comer, dormir y  atender a sus ancianos padres; esos padres ancianos que siempre son ancianos, sea cual sea la fecha a la que uno se remonte. Vivió con ellos hasta que fallecieron, con meses de diferencia; él  alcanzando casi la centena de años, y ella con la centena cumplida. Cuando faltaron ambos, ya tenía edad de retirarse laboralmente, y al hacerlo se dio cuenta de que, sin sus padres, y sin su laboratorio, la vida podría tornársele  harto soporífera, ya que, con una más que buena salud, sospechaba haber heredado la longevidad de sus padres.

La hermana mayor de Patro sí pudo formar una familia, aunque no tuvo tanta suerte con la salud. Falleció tras una larga enfermedad sin haber cumplido los cincuenta, aunque dejó cuatro  hijos, que posteriormente también trajeron a la vida a los suyos propios, concretamente  once, si sumamos todos ellos. Y desde Teresa, la mayor (ya con novio), hasta Ismael el benjamín, se convirtieron, sin que nadie lo forzara, en los nietos de Patro.

Ahora, con todo el tiempo libre del mundo y tras pasar el correspondiente duelo por sus padres (con más agradecimiento que pena, por haber podido verlos cumplir tantos años y tan sanos), buscó con qué llenarlo. Acostumbrada a organizarse desde que tenía uso de razón, decidió apuntarse de lunes a viernes a talleres de lectura, voluntariados en geriátricos y seminarios de química (aun jubilada, quiso seguir actualizándose; la química era su pasión), un par de horas semanales  al gimnasio, y los fines de semana a mimar nietos.

“Este sábado… Luján, Sebas y María. El sábado que viene… Ismael y Germán. El siguiente… Jose Antonio, Cristina y Teresa… con el novio”.

Patro sabía que ninguno le diría que no, porque todos ellos la adoraban. Si alguna vez faltó alguien, sería por indisposición (no fingida) o por exámenes inminentes. Ella siempre los llevaba a comer a un restaurante que había bajo su casa, donde comía también ella a diario. La cocina era su talón de Aquiles, su asignatura pendiente. Durante décadas, fue una asistenta quien se ocupó de cocinar para ella y para sus padres.

Los propietarios del restaurante le reservaban siempre una mesa de tamaño acorde con el número de comensales que ella les anunciara. No sólo eso; cuando Patro les comunicaba los nombres de los sobrinos-nietos que esperaba ese fin de semana, ya sabían, de antemano y por costumbre, qué menú pedirían.

Luján y Sebas eran los “paelleros”; Ismael y Germán siempre pedían bistec, y tanto Cristina como Teresa, estaban siempre a dieta y optaban por menestras o berenjenas, especialidad de la casa.

El piso de la abuela Patro era enorme; de ésos en los que la sopa se enfriaría sin remedio al llevarla de la cocina al comedor. Los muebles eran tan centenarios como los bisabuelos que los compraron, solo que éstos últimos ya no estaban presentes más que en algunas fotografías enmarcadas.

El travieso Ismael tenía predilección por abrir los cuarenta cajoncitos de un antiguo secreter ubicado en la sala de estar, cuya única función siempre fue la de acumular facturas o recibos, fotos antiguas y polvo. Aunque lo limpiaban casi a diario, aparecía cada mañana una fina capa blanquecina sobre la oscura caoba, a la que cualquiera se terminaba acostumbrando, pues la belleza del mueble eclipsaba a todo lo que osara compartir su espacio.

Los demás chavales tenían en la abuela a una confidente ejemplar. Era un lujo para cualquier adolescente (aunque Teresa ya no lo era, pero sí agradecía la complicidad) tener un familiar libre de prejuicios y que no estuviera contra el progreso, con quien se pudiera hablar de todo, sin censuras ni reproches, y que supiera  explicar, sin imposiciones,  el por qué de no desviarse en tan peligrosas edades, con el simple sentido de la lógica y el sentido común que rezumaba, a chorros, en cada consejo que les daba. Salían de aquella casa felices, como quien sale de una enriquecedora sesión de terapia, que, parentesco aparte, así resultaba ser, a fin de cuentas.

Y ésta es, a grandes rasgos, la historia resumida de Patro, la abuela que no fue mamá ni esposa, pero que once nietos pudieron disfrutar, como muchos otros nietos en el mundo, orgullosos de sus tíos abuelos: Esos parientes lejanos, pero cercanos, a los que siempre se alude y recuerda con una inevitable sonrisa en el rostro.