(para tres personas) Ingredientes: Tres filetes de lomo de salmón fresco sin piel ni espinas, de 200 gramos cada uno. Un puerro Un pimiento verde Dos zanahorias Un calabacín Dos patatas medianas Una naranja sin piel Sal Albahaca seca o fresca, picada Vino blanco Elaboración: 1. Encendemos el horno a 180 grados. 2. Pelamos las patatas, las lavamos, y las cortamos en rodajas finas 3. Las extendemos en la placa de horno (se puede utilizar papel de hornear debajo para que no se peguen, y se hornean durante diez minutos.NO salar. 4. Se saca la bandeja del horno y se reservan las patatas en un plato. 5. Se pican las verduras en juliana (tiras finas), y la naranja pelada en rodajas. 6.Se hierven las verduras (a excepción de la naranja) al vapor durante diez minutos. NO salar. 7. Empezamos a montar los papillotes; mantener el horno encendido a la misma temperatura: 8. Extender una hoja de papel de aluminio sobre la encimera o mesa, en cantidad que permita después hacer un paquete individual cerrado. sobre ella extendemos unas rodajas de patata asada:
Se sala el filete de salmón por ambos lados, y se coloca sobre las patatas:
Posteriormente pondremos encima dos rodajas de naranja:
Después, unas pocas verduras mezcladas, salando de nuevo y espolvoreando con un poco de albahaca picada. Se frunce el aluminio hacia arriba, para poder añadir dos cucharadas de vino blanco y que así no se derrame:
Se cierran los papillotes enroscando los picos y doblando a mano aquellas partes que hayan quedado abiertas. Cada paquete debe quedar estanco para que el salmón se haga en su propio vapor y jugo:
Se colocan los papillotes en la bandeja, y de seguido, al horno durante 15 minutos. No se mantendán más tiempo, a fin de que el pescado quede jugoso.
Se sirve cada papillote en un plato, retirando previamente el papel de aluminio.
Un tío mío me dió hace años una receta similar sólo con pera. No llevaba vainilla, pero esta vez he probado como en el enlace de arriba. A ver mañana qué tal, voy a dejarlo enfriar y nos lo tomaremos de postre. Muy rico. Húmedo, aromático. Me ha gustado mucho.
Y en la mañana requiero tu fascinante sonrisa, ésa que me deja ausente y me hace emprender la jornada cantando clamorosamente, devorando los minutos en felicidad suprema. Y que a la tarde, con calma te apoyes en mi regazo que acaricies mi cabello, que te duermas al amor del latido de mi pecho, y él moderará su ritmo para brindarte descanso. Y al amanecer reclamo mi derecho a despertar contigo, a contar las últimas estrellas antes de que llegue el alba. hechizándote en su rutilar y quiero, amor, que no te vayas que estrenemos juntos los días y esperemos juntos cada noche contando los segundos del evento como quien el año nuevo espera con una alfombra de besos, un séquito de caricias y una pancarta gigante que diga cuánto te quiero.
Sencillas. De verdad. Y deliciosas. Se hacen en un
suspiro.
Ingredientes: 3
huevos 50 gr.
aceite girasol 6
cucharadas de nata líquida 150
gr. azúcar glaseada 150
gr. harina medio
sobre levadura
Opcional ralladura de
limón o naranja.
Elaboración: Utilizo
unas flaneras de cristal o moldes de silicona, y las engraso con mantequilla
antes de preparar la masa. Espolvoreo en el fondo un poco de harina y
sacudo el excedente.
Batimos los huevos junto
a la nata, hasta que quede una crema.
Mezclamos con los demás
ingredientes (harina, azúcar glass, aceite y levadura), con unas varillas o un
tenedor.
Llenamos los moldes con
la masa hasta un poco más de la mitad de su capacidad. Si queréis que el copete
sobresalga mucho, llenadlas un poco más. Dejamos
reposar mientras se calienta el horno a 180 grados, calor en la parte inferior.
Cuando veamos que suben
y empiezan a dorarse un poquito, podemos comprobar si se van haciendo,
pinchándolas con un cuchillo. Debe salir seco.
Una vez estén hechas,
las sacaremos y dejaremos enfriar a temperatura ambiente.
Siempre
me llamó la atención aquella piedra de alumbre que colgaba de una cuerda en el
baño de casa. Me gustaba tomarla entre las manos, mirarla. Se me antojaba una
especie de gema, traslúcida, como blanquecino nácar, de uso exclusivo de papá y
mamá. Había visto algunas veces a mi padre curarse con ella pequeñas heriditas
después de afeitarse, y mi madre la utilizaba como desodorante, curiosos usos
que yo no comprendía. Un día me dio por lamerla, por curiosidad, y estaba
dulce. Podría haber sido una golosina estupenda, de no ser porque papá me
descubrió y, tras una consistente regañina, alejó de mi alcance aquél objeto de
mi curiosidad, por el simple método de subir el enganche donde colgaba.
Amaneció
un domingo de primavera pidiéndonos salir al campo. A papá y a mamá les
gustaba, y a mí también. Mi hermano accedía a regañadientes, no era muy amigo
de aburrirse subido en automóvil, se le hacían interminables los trayectos por
cortos que estos fueran, aunque finalmente no tenía más remedio que obedecer, y
después de subir unas sillas y mesa de camping, dos bolsas y una nevera
portátil al maletero, nos encaminamos hacia el Monte el Viejo.
Una
vez allá, papá se ocupó de bajar las bolsas y abrir las sillas y la mesa bajo
la sombra de un generoso pino, y desapareció. Le gustaba aprovechar aquellos
domingos para darse largos paseos en solitario, a saber por qué, pero a mi
hermano y a mí nos venía de miedo; no era lo mismo que nos riñera papá, que
mamá.
Mi
madre abrió una de las bolsas y sacó dos plátanos y dos pequeños bocadillos, de
los que hicimos acopio en seguida. El olor a tomillo y espliego abría el
apetito, y ella lo sabía. Prefería que comiéramos algo, aun habiendo desayunado
previamente, antes de sumergirnos en juegos, carreras y diabluras permitidas
sobre el terreno.
Pero
no fue ése, finalmente, mi propósito. Mientras engullía mi bocadillo, me asomé
al fondo de la otra bolsa y vi, envuelta en otra pequeña de plástico
transparente, la piedra de alumbre que en casa me prohibían prender. Como el
juguete prohibido que era, me llamaba a gritos para que la sacara de allí. Me
hice la remolona con el bocadillo, esperando que mi madre se alejara de la
mesa. Tardó unos minutos, que se me hicieron horas, y cuando se levantó para
abrir un tarro de crema y embadurnar con él a mi hermano, encontré el momento
propicio para conseguir atrapar mi presa. Mientras el pobre muchacho luchaba
por no ser injustamente untado en hidratante, introduje mi mano en la bolsa y
extraje mi tesoro, guardándomelo entre la ropa con disimulo. No pensé que
después me tocaría a mí sumergirme en crema, y cuando mamá me llamó, salí
corriendo.
Corrí
y corrí, sujetando mi piedra bajo la camiseta, para no perderla. Mis pies se
arañaban con algunos matojos bajos, pero me daba igual. Continué corriendo
hasta el agotamiento. Cuando me aseguré de que ya no podría ser vista, me senté
en el suelo y saqué la piedra para disfrutar mi clandestino momento. Ignoro
cuánto tiempo estuve mirando y dando vueltas al mineral. Lo orientaba hacia el
sol y me deleitaba con sus reflejos, hacía dibujos con él en el suelo, le
sacaba brillo, lo lanzaba al aire para recogerlo, como si fuera una pelota,
pese a su deformidad. Cuando me cansé, me dispuse a volver para esconderla de
nuevo en la bolsa. Ya había gozado mi momento de felicidad con el objeto
prohibido, y quise regresar para jugar con mi hermano a lo que dispusiera. Mas,
cuando me puse en marcha, me di cuenta de que no había camino alguno que me
indicara el retorno. Mejor dicho, había varios caminos, pero no sabía cuál
debía tomar: Me había perdido. Caminé por uno, y dudosa, di marcha atrás para
tomar otro. Poco a poco, la angustia se fue apoderando de mí. A mis cuatro
años, la idea de perderme en el monte se me hizo aterradora; en pocos minutos,
mi imaginación se llenó de monstruos, lobos, brujas y fantasmas, pese a la luz
del día. Caminé y corrí, a la desesperada, y rendida, comencé a llamar a mi
mamá. Pero mamá no venía, no aparecía por ninguna parte. Todo lo que veía a mi
alrededor eran árboles y matorrales. Los arbustos, hostiles, se empeñaron ahora
en hacerme verdadero daño. Hubo un momento en que, acordándome del uso que le
daban mis padres, pasé la piedra por mis arañazos. Escocía un poco, pero
dejaban de sangrar. Al final no había sido mala idea llevarme la piedra.
Durante
lo que se me hizo una eternidad, seguí andando, perdida, angustiada. De vez en
cuando me detenía a llorar. En una de las ocasiones, creyendo que ya no podrían
quedarme lágrimas, me levanté, dispuesta hasta caminar sin descanso, por
agotada que estuviera. Me propuse encontrar a mi familia aunque me fuera la
vida en ello.
El
sol, a pesar del filtro natural de los pinos, comenzaba a quemarme. Eché de
menos la cremita que no había llegado a extenderme mi madre. Anduve buscando
sombra, y cuando se me abrió delante un claro sin vegetación alta que me
protegiera, emprendí la carrera para alcanzar de nuevo los árboles que al otro
lado divisaba. Y corriendo, me tropecé y caí. Me había hecho daño de verdad;
eso no tenía nada que ver con los arañazos que anteriormente me había causado.
En el suelo, me miré las rodillas y me asusté. Aunque sólo eran heridas
superficiales, las raspaduras llenas de sangre y tierra me atemorizaron,
escociéndome hasta el punto de rendirme. Me veía incapaz de andar.
Semiacostada, lloré y grité lo que no está en los escritos. Me quité la
camiseta para intentar limpiar mis heridas, pero me hacía más daño. Ni que
decir tiene que no debía intentarlo con la piedra. Me tapé los ojos con la
prenda, claudicada a un destino incierto y terrorífico si nadie me encontraba.
De
súbito, sentí un roce en los costados. Unas manos intentaban aferrarme,
suavemente. Aun así, pensé en alguna criatura del bosque que quería llevarme
con ella, y en un último esfuerzo, me retorcí para desasirme de lo que me
hubiera apresado, sin querer mirar siquiera, chillando como un cochinillo, pero
no podía con aquellos brazos que se empeñaban en levantarme del suelo.
-Ya
está, cariño. Mamá está aquí contigo, te habías perdido, mi niña. Ya pasó, ya
está mami contigo.
-¡Mamá!
Cuánto
la quise en ese instante. Cuántas gracias di a los angelitos. Cuánto me abracé
a ella, y cuánto perdón le pedí, por haber escapado con la piedra. Cuántas
veces le prometí, entre sollozos, durante el camino de regreso, que no volvería
a hacerlo. Cuántas veces le hablé del miedo, del dolor de mis heriditas, de la
impotencia y de los monstruos del monte que acechaban detrás de cada árbol.
Y
cuántas veces he recordado aquél día, el día que mi mamá me salvó, sin
regañarme, y sin nombrar de nuevo el incidente, aunque yo sé que ella sufrió
como yo, y muy probablemente, lloró como yo, aunque yo nunca lo viera, en una
incertidumbre que, solamente ya de adulta, he entendido que una madre puede
alcanzar.
La varonil y
aterciopelada voz de Andy Williams me recordó por megafonía, nada más apearme
del tren en el aeropuerto de Stansted, que ya estábamos casi en Navidad.
Nochebuena a la una de la tarde, en realidad. Tenía hasta la noche para llegar
a Madrid. No sería, en teoría, un viaje largo, aunque quizá incómodo. Mi justa economía solamente me
permitía volar, y no sin cierto esfuerzo, en líneas de bajo coste. Si no
hubieran sido las fechas que eran, quizá me habría ahorrado el pasaje. Total,
todos los días hablaba con mis padres, y de vez en cuando encendíamos la webcam
para vernos. En cómputo general, los
veía más a menudo que antes de irme a Leeds, aunque fuera por medio de una
pantalla.
Por fortuna,
pude tomarme la jornada libre; allá el
día de Nochebuena no era festivo, y mis jefes habrían agradecido que cuidara de
sus alocados niños mientras ellos ultimaban preparativos familiares. Se
comportaron conmigo.
Después de
casi cuatro horas en tren para llegar a la capital, estaba cansada. Supuse que
la tarde, aun viajando, sería diferente; nunca he tenido problema en quedarme
dormida en los aviones. De Barajas a la casa de mis padres intentaría conseguir
un taxi. O éso planeaba.
“Rockin’ around the crhistmas tree… at the christmas party hop…”
La estación
ferroviaria estaba algo alejada de la
entrada de la terminal. Contenta, sin embargo, porque pronto vería a mi
familia, iba entonando, a la par que los altavoces, antiguas canciones de
navidad. Llevaba los pies congelados. No me había puesto el calzado adecuado
para la nieve, y me resbalaba a cada paso sobre la acera. Como contaba con
sobrado tiempo, me senté en un banco para calentármelos un poco con los
guantes, y de paso, sacar algo de mi
bolsa de mano, y comer.
La manzana emitió
un hueco sonido cuando le propiné el primer mordisco. La saboreé con los ojos
cerrados; me encantaba la fruta de Leeds, siempre sabía como recién tomada del
árbol.
Algo me rozó
la pierna y miré hacia abajo. Era un perro. De tamaño mediano, desaliñado y
extremadamente delgado, parecía abandonado. Tiritaba de frío y levantaba el
hocico hacia mi manzana, hambriento. Su pelaje era gris, o blanco sucio, aunque
su barba era canosa del todo. Me recordaba a algún anciano conocido; sólo le
faltaban unas lentes y una pipa para ser casi un clon. Sin pensar si le
gustaría la fruta, mordí un pedazo y se lo acerqué. El tampoco pensó y lo
agarró con suavidad, para tragárselo sin mascar apenas. Me dio lástima. Busqué
en la bolsa y hallé un paquete de patatas chips sin abrir. Lo rasgué y lo
deposité abierto sobre el suelo. No le duró ni dos minutos. Mientras el
famélico animal terminaba de lamer el envoltorio, me levanté y me encaminé a la
terminal. Ni siquiera el ruido de mi trolley le asustó, tan concentrado estaba en
la digna tarea de sobrevivir. Lo dejé ahí, deseándole una vida mejor para 2015,
y lamentando, en mi fuero interno, que no fuera el día más apropiado para
llevarlo conmigo. Quise pensar que esa tarde se toparía con muchos otros
viajeros compasivos.
“You better watch out…you better not cry… you better
not pout… I'm telling you why… Santa Claus is coming to town…”
Me perdí dos
veces por un pasillo, pasando tres, inexplicablemente, por la misma tienda de
souvenirs, antes de aparecer por el vestíbulo de facturación de Stansted. Sin
mirar los paneles, extraje el billete y la documentación para entregárselos a
una supermaquillada azafata, que se encargaría a partir de ese momento,
supuestamente, también, de que mi ruidosa maleta desapareciera por siniestras
cuevas hacia la bodega del avión que me trasladaría hasta Madrid. Mas no fue
así.
Miró los
papeles, dándoles la vuelta una y otra vez, como si nunca hubiera visto un
billete de ese tipo. Con un gesto entre cansado y misericorde, y un escueto
“sorry”, señaló tras de mí con el dedo.
Al girarme, me topé con los paneles olvidados. A la izquierda, números y letras
correspondientes a decenas de vuelos. En el centro, los destinos. A la derecha
y junto a cada vuelo, repetida mil veces, una sola palabra: “Cancelled”.
Le pregunté,
en mi aún arcaico inglés, por cuánto tiempo. Me dijo que no sabía, que estaban
todos los vuelos cancelados hasta que las condiciones climatológicas
permitieran la reanudación, que había niebla, nieve, ventisca y otras
barbaridades hostiles con la profesión aérea, que hablara con mi compañía
expendedora, y que de momento no podía entregarme tarjeta de embarque alguna, y
mucho menos aún librarme de la maleta. Me sonó todo aquello a discurso
ensayado, de modo que preferí no preguntar nada más.
“Come, adore on bended knee… Christ the Lord… the
newborn King... Gloooo…
ooo… oooria… in excelsis Deeeeo…”
Los asientos
del aeropuerto comenzaban a llenarse de desahuciados pasajeros (como yo), con
sus equipajes, mochilas, cajas de regalo
de colores y tamaños diversos, y abrigos. Pareciera que Santa Claus hubiera
delegado la tarea en aquellos pobres mortales. Me acomodé en uno cercano a las
vidrieras que daban a la calle; al menos podría entretenerme mirando el tráfico
rodado y las luces de Navidad. Si en dos horas no se reanudaban los vuelos, no
me quedaría más remedio que llamar a mis padres y contarles. Sé que les daría
el disgusto del año a 24 de Diciembre. Después de aquello y a la hora que era,
seguro que tampoco encontraría billete disponible para el día siguiente, ya
Navidad. Y, la verdad, luchar por ello y, de lograr el imposible, llegar a
España y estar allá solamente unas horas, tampoco me apetecía. Para mi no había
vacaciones de invierno, y el día 27 tendría que estar a las siete de la mañana
puntual en mi puesto de trabajo. No podía arriesgarme a un despido; bastante
tener que salir del país para poder ganarme el pan, aunque fuera como au-pair.
“Holy infant… so tender and mild… sleep in heavenly
peace… sleep in heavenly peace…”
Me quedé dormida con el abrigo como almohada.
Demasiado dormida. Pero “alguien” me despertó con un ladrido. Mirando al
cristal, me topé, tras un círculo empañado, con una nariz que me resultaba
familiar. Una vez evaporado el vaho, reconocí el barbudo hocico del perro que,
horas antes, había terminado con mi almuerzo. Sentí una alegría extraña.
Sonreí, y el can, que a buen seguro sabía lo que era una sonrisa humana,
comenzó a arañar el vidrio con la pata, gimiendo y moviendo la cola de
contento. Me incorporé y, sin ponerme el abrigo, salí a su encuentro, no sin
antes tomar de la barra de un bar, sin mirar el precio y dejando una moneda, un
suculento sandwich de pollo para mi nuevo amigo, que se ocupó de hacerlo
desaparecer en cuestión de segundos. Sentada en el suelo, sobre el abrigo como
aislante sobre la nieve, juraría que la
Navidad comenzó a tener para mí un sentido
hasta entonces nunca conocido. El perro, satisfecho tras la merienda, se
tumbó a mi lado y colocó su despeinada cabecita sobre mis piernas para quedarse
dormido de inmediato, tal fuera que llevara semanas sin hacerlo, preso del
hambre. Desde ahí podía leer los paneles del primer vestíbulo. Los vuelos
seguían cancelados. Eran las cinco de la tarde, y ya había caído la noche.
Abrí la tapa
del celular.
“Madre. Lo
viste, ¿verdad?. Lo siento mucho, mamá. Sí, estoy en el aeropuerto, pero ya se
ha hecho de noche… No, mamá, no va a poder ser. No encontraría billete para
mañana. ¿El dinero? No creo que me lo devuelvan, mamá, pero he intentado ir a
verte, y es lo que importa… Voy a ver si
estoy a tiempo de tomar un tren de vuelta, que por suerte sí funcionan. Lo
siento, mamá, lo siento. Feliz Navidad, mamá, os quiero. Un abrazo para los
dos. En cuanto llegue, prometo que me conecto con vosotros”.
“Ticket to Leeds, please. Yes, Sir, the dog is coming
with me, of course; HE is MY dog.”
One hour? OK, I’ll wait, thank you”…
Una hora de
espera y casi cuatro de viaje hasta abrir la puerta de mi modesto apartamento.
Antes de Navidad tenía que encontrar un nombre para mi perro. “En casa,- le
dije-, todos tenemos nombre, incluso tú”. Llegaríamos tarde, muy tarde, pero al
otro día nadie le libraría de un buen baño caliente y, quién sabe… “¿te gusta
el roast-beef? Creo que tengo un buen trozo en el congelador”