domingo, 3 de noviembre de 2019

Acosada en el tren



Admito que al principio lo miré, pero como le miraba todo el mundo. Cercano a los sesenta, semicalvo y con gafas metálicas, destacaba una sospechosa nariz congestionada en su rostro, y una estridente corbata de topos amarillos parecía estrangularle rodeando un cuello de camisa dos tallas inferiores a lo que su mentón imploraba. Años más tarde, pensé si no habría sido una estrategia encorbatarse así en una época donde salir del gris era todavía un atrevimiento. Se aseguraría  así ser observado, tomándolo como una victoria en su repugnante cometido, si era una joven quien lo hiciera.


Faltaban tres estaciones para llegar a Delicias. Hasta Sol, el trayecto fue tranquilo, pero el centro de Madrid rebosaba siempre y el Metro parecía, más que un medio de transporte, una vía de descongestión.

No me gustaba tomar asiento en el vagón cuando llevaba mi guitarra; me resultaba incómodo y el instrumento se exponía a golpes y empujones de quien no advertía su presencia. La ubiqué entre el paramento del vagón y yo, junto a la puerta. No advertí que el hombre de la corbata gualda me había fijado  desde un principio como objetivo y se quedó detrás de mí. Las llamadas de atención de los que le pedían que dejara paso le entraron por un oído y le salieron por el otro. El sabía para qué había establecido allí su posición; yo, no.


Las puertas silbaron para cerrarse, y de inmediato sentí unos dedos en la cintura. El vagón era una masa de carne fusionada donde solo las cabezas flotaban libres, coyuntura aprovechada por el baboso para cometer su fechoría. Uno siempre piensa que los roces son inevitables en esta tesitura de lata de sardinas.


En aquellos años, no teníamos defensa ajena en el transporte público. Es decir, ni por abuso, ni por ningún otro delito que nadie sufriera, salvo si se derramaba sangre. Y no siempre. Entonces, “al ladrón” era una frase que solo se escuchaba en las películas o se leía en las novelas de pícaros, pero pedir ayuda por cualquier asalto implicaba de facto quedar en entredicho por falta de pruebas, y en ocasiones, traía represalias nada deseables por parte del asaltante.


Con los mal llamados “cebolletas” sucedía de igual modo. Tal ha sido su impunidad y durante tantos años, que se les terminó concediendo tan gracioso apodo, pasando a tipificarse como parte del mobiliario urbano, o como elemento decorativo en tranvías y autobuses. Me entra frío porque aún se les llame así.

Y me entro frío; frío y pánico. Una púber de los setenta era mucho más ignorante que una de la actualidad en lo concerniente a temas sexuales. Por aquél entonces, yo pensaba que el clímax amoroso llegaba no más allá que a los castos ósculos que el cine entonces mostraba.


Comenzar a sentir aquella dureza entre las nalgas me provocó un mareo extraño. Sus dedos resbalaban por mi falda tableada en un intento de sujetarse para iniciar su asqueroso vaivén. Me aferré a la guitarra como si de algo me pudiera salvar, girando el cuello con disimulo para verle la cara. No sabía, juro que no sabía lo que me estaba sucediendo.


Su respiración se había acelerado aunque intentaba contenerla. Al ver su cara encendida y calculando sobre sus proporciones, concluí que lo que me estaba restregando contra las caderas no era otra cosa que su genitalidad en crudo. En ese instante descubría, horrorizada, la primera erección masculina de mi vida.


Nadie se daba cuenta y no quise que se la dieran. Temí que, de igual modo que me agredía por abajo, podría hacerlo de cualquier otra manera, sobre todo después de la amenaza que bufó en mi oído con voz entrecortada, sabedor de que nadie le escucharía bajo el estentóreo traqueteo del convoy . “Como grites o te muevas, te vas a arrepentir” se convirtió en una de las frases más lacerantes y vejatorias que hayan devastado jamás mi intimidad. Por desgracia, y aunque ya hablaríamos de otra historia, no sería la primera vez que la escuchara.


Los túneles que otrora duraban dos minutos en pasar, me aprisionaron durante lo que me parecieron horas. Mi agresor se permitía ya la licencia de agarrarse a mi pecho, y yo hacía lo posible por despegarlo de ahí, mas mi fuerza escasa y debilitada por el pánico solo alcanzaba a levantar alguno de sus dedos, causando que se estregara más todavía. Pude acceder con una mano, como último recurso, al alfiler con el que sujetaba mi falda para que no se abriera. Sin dejar de temblar, lo abrí, lo desprendí y me dispuse a clavárselo, pero estando de cara a la pared no tenía perspectiva y me dio miedo de herir a cualquier otro viajero. Al intentar abrocharlo de nuevo, me pinché en un dedo.


La vista se me empezó a nublar y me dejé llevar por el síncope, viéndolo como una posible salida. Cuando desperté, un aire viciado pero fresco acarició mi cara. Una mujer me daba pequeñas palmaditas. El tren estaba detenido en Palos de Moguer; me quedaba una estación para llegar a casa. Me hallaba tumbada sobre baldosas, supuse que me sacarían del vagón. Un caballero con cara de susto sujetaba mi guitarra, de pie en el andén. Un hombre uniformado con gorra de plato se abrió paso entre los curiosos y me preguntó si quería que llamara a un médico. “Soy enfermera, ha sido un desmayo pero ya viene en sí”, le contestó la dulce mujer que me acompañara en el despertar. Me ayudó a incorporarme. El agresor se había esfumado, y los viajeros se hacían preguntas:


-   ¿Qué ha pasado?

-   Una chiquilla, que le ha dado un vahído.

-   Claro, quieren estar tan delgadas, que se olvidan de alimentarse.


Le indiqué con cariño a la mujer que ya estaba más tranquila y que podía continuar viaje. El vagón volvió a llenarse, mi guitarra regresó a mí, y esta vez me quedé junto a la puerta, pero mirando al interior del vagón. Durante el trayecto del túnel, pensé si no habría sido quizá una pesadilla que tuviera durante el desmayo, pero noté algo viscoso en la mano; tenía sangre. Me peiné con los dedos de la otra. El engrudo de su fétido aliento se había quedado fijado en mi pelo, y saliendo a la calle no pude evitar vomitar detrás de una farola. Me sentí mal, pues siempre he sido una persona limpia que gustaba de caminar por calles limpias. Me pudo el asco. Hice esfuerzos titánicos por no llorar para no darme más asco todavía con la cara mojada.


Al llegar a casa, me vine abajo cuando mi madre me preguntó qué tal me había ido en clase. Su abrazo cálido y amoroso vino acompañado de algo inesperado:


- Vamos, tranquilízate, ya pasó. Lávate, que no te vea así papá cuando vuelva.

- ¿Por qué?

- Porque pensará que algo habrías hecho para provocar a ese hombre.