lunes, 29 de octubre de 2018

Pastel de boniato




Mi tía es aragonesa, y desde siempre le han encantado los pastelitos de boniato para la festividad de los Santos. Un día de prisas, optó por hacerlos en este formato, más rápido y con los ingredientes más aprovechados. Y gustó más.

Es sencillo y un manjar; os gustará.

Ingredientes:Para el relleno.1 kg. de boniatos500 gr. de azúcar.
La cáscara de un limón, cuidando que no lleve partes blancas.Una rama de canela





Para la masa450 gr. de harina200 gr. de mantequilla (manteca para los de allende la mar océana)150 gr. de anis (tipo El Mono, o Marie Brizard, o Castellana o alguno de esos)2 huevos

Elaboración: En una cacerolita ponemos los boniatos troceados con la cáscara de limón y la canela. Cubrimos de agua y, cuando lleve hirviendo a fuego moderado como diez minutos, añadimos el azúcar. Hay que cocerlo todo junto hasta que el boniato esté tierno. Lo comprobamos pinchando con un palillo o un tenedor. Apartamos la cazuela y dejamos templar. Después, con una espumadera sacamos el boniato, quitando las cáscaras de limón y la canela (eso lo tiramos). Reservamos en un vaso el almíbar que habrá quedado en el fondo de la cacerola, pues al final nos va a hacer falta, y trituramos la pulpa.

Ahora toca preparar la masa. Calentamos al baño María el anís con la mantequilla para derretirla y lo dejamos enfriar hasta temperatura ambiente. Lo ponemos en un cuenco y echamos la harina amasando y finalmente añadimos un huevo y volvemos a amasar. Es una masa agradecida, no se nos pegará a los dedos y es blandita. Hacemos una bola y la partimos en dos. Una de las porciones debe ser un poquito más grande que la otra. Sobre una hoja de papel de hornear y en una superficie plana, la estiramos con el rodillo. Es una masa frágil, y tenderá a abrirse. No pasa nada, cuando se abra un agujerito, tomamos un poco de masa y con el dedito untado en aceite, pegamos un parche. Es más, casi queda más bonita cuanto más parcheada esté, porque en el horno también se quiebra y adopta un aspecto rústico muy vistoso.
Sobre esa masa, extendemos el relleno de boniato que habremos triturado previamente.

Estiramos la otra parte, (que es más grande) y cubrimos con ella el pastel, remetiendo los bordes (como cuando hacemos una cama y remetemos la sábana). Batimos el otro huevo y pincelamos por encima. Esto sellará la masa totalmente. Horneamos hasta que veamos que se tuesta. No respondo de las reacciones por el olor que emana de la cocina durante el horneado.

Sacamos el pastel del horno. Recuperamos el vasito de almíbar que habíamos reservado, y pincelamos la superficie con él.
 










domingo, 14 de octubre de 2018

No sé (soneto)

No sé si puede ser tu lejanía,
ya dudo si obligada o voluntaria
lo que me incita al llanto en este día,
o ver que la distancia es necesaria. 

No sé si podrá  ser recomendable,
y esté sin más remedio presenciando
el cese de este amor insuperable
en pro de que la vida siga andando. 

No sé si, condenándote al olvido
podré sobreponerme del fracaso
y asimilar que todo está perdido 

o te podré recuperar, en caso
de que el tiempo me sea agradecido
y te traiga de regreso a mi ocaso.

miércoles, 10 de octubre de 2018

Tarta de calabaza, limón y queso baja en calorías


Para la base 

12 galletas tipo digestive, con chocolate, sin azúcares añadidos
100 gramos de queso crema light 
 
 
Para el relleno

200 gramos de calabaza (puede sustituirse por zanahoria)
200 gramos de queso blanco desnatado.
200 gramos de gelatina de limón sin azúcar(de la que viene ya hecha en tarritos)
Edulcorante sólido o líquido, equivalente a cuatro cucharaditas pequeñas de azúcar
tres vasos de leche desnatada
tres sobres de cuajada
la cáscara de un limón
una rama de canela
 

Mermelada light de albaricoque o de melocotón  para dar brillo a la tarta. Yo siempre busco La Vieja Fábrica, que siendo baja en calorías es la que más me sabe a fruta y no a edulcorantes, como otras marcas. 

Para la base, mezclamos las galletas trituradas con el queso crema light. Lo metemos en la nevera mientras preparamos lo demás. 

Vamos a cocer la calabaza pelada y troceada al vapor. En el agua, ponemos la canela y la cáscara de limón. Iremos pinchando de vez en cuando para ver si está tierna, y la reservamos.
NO tiramos la canela ni las cáscaras. 

En una cazuela, ponemos a hervir dos de los tres vasos de leche, con esas cáscaras que hemos usado para la calabaza. Mientras tanto, en el otro vaso de leche, fría, disolvemos los sobres de cuajada. Cuando la leche de la cazuela esté a punto de hervir, la retiramos del fuego, tiramos (esta vez sí) las cáscaras y la canela, añadimos la leche fría donde hemos disuelto la cuajada, y ponemos la cazuela de nuevo al fuego. Cuando vaya a romper a hervir, lo apartamos. 

En el vaso mezclador batimos la calabaza con la gelatina, el queso blanco desnatado, el edulcorante artificial y la leche con cuajo.

Cuando ya esté todo bien batido, volcamos en el molde de tarta, sobre la masa de galleta, que ya estará endurecida.

Cuando haya cuajado la tarta, pincelamos la superficie con la mermelada de albaricoque o de melocotón sin azúcar. Optativo caramelizar un poco la superficie con un soplete o grill.

viernes, 14 de septiembre de 2018

Corona de cerdo ibérico con cerveza e higos



Sé que mi cámara no es la mejor, pero por deficiente que sea la calidad de las imágenes, las traigo con todo el afecto para animaros a probar la receta.

Agradezco anticipadamente a mis carniceros  de confianza lo mucho que se han involucrado esta vez para que yo pudiera cocinar esta corona. La calle estaba intransitable, los horarios eran mínimos por las fiestas, y la pieza había que prepararla y pelar los huesos para darle forma. Parte del éxito que tuvo el plato, fue indudablemente de ellos.

Ingredientes:
 
-Un costillar de cerdo ibérico con su lomo. (éste tenía doce chuletas).
-Tres tiras de panceta adobada.
-Tres higos por comensal ( o más, si gustan).
 
-Una lata de cerveza o una botella de tercio.
-Cien gramos de almendra molida.
 
-Miel.

-Romero picado y sal 
-Aceite de oliva.
Elaboración:



Le decimos al carnicero/a que nos desprenda la tira que cubre los palos de las costillas. Es una pieza alargada que se llama lagarto y que se puede reservar para otra ocasión. A mí me gusta trocearla y guisarla con pisto.
Picamos la panceta en cubitos muy pequeños, para que quepan en la aguja, y mechamos el costillar antes de formar la corona.
En una cazuelita ponemos a templar dos cucharadas de miel, una de aceite, dos de romero, un vaso de cerveza y sal. Una vez licuada la miel con el calor, pincelamos la corona, que habremos formado atada con hilo de cocina.

Una vez atada y sobre la fuente de asar, rociamos con la cerveza, y dejamos un poco en un vasito, que situaremos en el centro. Esto permitirá que no pierda jugosidad mientras se asa. Damos un primer cocinado de una hora a 170 grados.
Mientras tanto, podemos ir preparando guarniciones.
Cortamos los higos en dos, y los disponemos en una fuente boca arriba. Mezclamos tres cucharadas de miel con una de aceite, y vamos pincelando las mitades de higo. Después, espolvoreamos con almendra molida.
Cuando pase el tiempo de horno, sacamos la corona y metemos los higos para que se asen. Tardarán más o menos quince minutos.
Mientras tanto, con esa misma mezcla pincelamos la carne por fuera, y también la espolvoreamos de almendra molida. Quitamos el vaso, y si queda algo de cerveza en él, regamos el asado.
Una vez asados los higos, los reservamos fuera y metemos de nuevo la carne. La dejamos 40 minutos más a 180 grados.
El punto de cocción es algo personal. A nosotros nos gusta que por el centro quede algo rosada, pero hay a quien le gusta más pasada. Es cuestión de "asomarse" y dejarlo en el horno el tiempo que precisemos.

Yo la he servido con los higos, unas patatas al ajillo y un puré de manzana ligero.

Atrapada por un pie

Maldita lluvia.
Había entrado agua por la ventana durante toda la noche, podría haber instalado un spa en mi sala de estar. Olvidé cerrar  antes de irme a dormir; maldita cabeza. Me gustaba  airear un poco la casa después de la cena para asegurarme oxígeno en cantidad durante el sueño, maldita manía, hiciera frío o calor, y así me fue. Y maldito frigorífico, que no tenía fruta que ofrecerme para el desayuno. Hasta el gusano de la manzana había muerto de inanición. Café y tostada, qué íbamos a hacer; mi organismo no se depuraría hasta la hora del almuerzo, cuando ya hubiera traído algo de la frutería.

Me duché antes de empezar a hacer pereza. Busqué, mientras desayunaba, un canal que me vaticinara sol radiante para afrontar el día, pero solo hallé frentes fríos y lluviosos por todo mapa televisado que se personaba ante mí.

Mercado.
No me quedaba más remedio que ir si no quería morir de hambre en pocos días. No me apetecía en absoluto, mas mi carro de la compra me miró con ojos tristes desde un rincón de la cocina, y no supe negarme.

El espejo de la entradita me brindó la imagen de la perfecta maruja: Cabello de mecha quemada y mediocremente  moldeado, cutis pidiendo reparación urgente, michelín traicionero y cartuchera rebelde.
Arreglada pero informal, chándal, deportivas, bolso, carro y bufanda, salí de casa con la lista de  compra en la mente, lechuga, col, cebollas, fruta, y sobre todo, perejil y limones, que siempre se me olvidaban, puñeta.

El edificio donde residía en régimen de alquiler tenía dos salidas (o entradas, según se mire), una principal, iluminada y amplia, de pasillos largos, ascensor con espejo, un mostrador para conserje y unas jardineras, y otra secundaria más cercana a mi puerta, por la que normalmente sólo accedían los operarios de la compañía de electricidad para leer los contadores, o los transportistas de gasoil para llenar el tanque. La puerta de ese acceso era pequeña, de aluminio galvanizado, con una barra de apertura para casos de emergencia. En más de una ocasión pensé que cualquier espabilado podría abrirla cualquier día desde fuera con un abrelatas, esconderse en el interior y darle un susto a alguien sin peligro de ser descubierto, porque desde que despidieron al portero era una zona desierta y casi nunca transitada, salvo por los operarios anteriormente citados. Ahí no había ascensor, sino montacargas, aunque sólo se diferenciaba del primero en el nombre  y la ausencia de espejo. Agarré  mi carro de compra y bajé por la escalera.
Girando en el último descansillo y antes de llegar a la planta baja, advertí que bajo el último escalón había una tabla de aproximadamente treinta por treinta centímetros, estratégicamente colocada sobre el suelo para cubrir a saber qué. Pensé que se habría roto posiblemente alguna baldosa y alguien la habría puesto ahí a la espera de que el problema pudiera ser subsanado. Mientras descendía por los escalones con el carro colgado del antebrazo, revolví mi bolso para asegurarme de que había cogido todo lo necesario: El monedero, el móvil, la documentación y el paraguas plegado en su funda.

Tan plana e inofensiva me pareció la tabla, que no se me pasó por la cabeza rodearla, y, planté el pie sobre ella sin sospechar, ni por asomo, lo que me depararía después.

La madera cedió, crujió y se partió como una galleta. Debajo de ella, no solamente no había baldosa, tampoco había, literalmente, suelo, y mi pie se hundió hasta el tobillo, con zapatilla incluida, para ser engullido por completo, atrapado entre trozos de tabla astillada y, entre dos tuberías rígidas de metal. Quedé malsentada sobre el primer escalón, dolorida. Respiré profundamente durante unos minutos, a fin de mantener la calma, hacerme al dolor, intentar evaluar daños y ubicar todas mis cosas.

El carro había quedado caído de lado frente a mí, junto a la puerta de emergencia. Un primer vistazo, y supe que no podría alcanzarlo de ningún modo. Mi bolso quedó tirado también, abierto, y algo más cerca que el carro, pero demasiado lejos para poder agarrarlo estirando el brazo.
De manera que me centré en mi pie atrapado. Sujeté los trozos de tabla para tirar de ellos, pero estaban encajados de manera que no podría retirarlos sin lesionarme la extremidad seriamente; sería un riesgo insistir. Además, bajo la madera  había clavos con los que mis dedos se rasparon y terminaron sangrando, no de manera copiosa, pero sí lo justo para plantearme que en un rato tendría que ir a vacunarme a un centro médico, cuando lograra salir de allí, claro está. Tiré de las astillas, mas la mano se me resbalaba. La madera era muy dura, la tabla, gruesa, y las esquirlas, traidoramente lacerantes. Opté por no hacerme más daño.
Sonó el teléfono móvil desde las profundidades del bolso. Con toda seguridad sería mi amiga Reme, que más que amiga, era una agregada a la que en ocasiones tenía que esquivar en pro de mi bienestar emocional, aunque admito que me daba compañía. Recordé que la tarde anterior quedó en llamarme para venir a casa aquella mañana, y yo olvidé advertirle de mi ausencia.
Una vez enmudeció King África (politono descargado por mi hijo en un arrebato de amor), esperé a ver si saltaba el contestador, pero no estaba activado, idea también de mi hijo, claro. Con rabia, tiré todo lo que pude de mi pierna, asiéndola incluso con ambos brazos por debajo del muslo, pero solamente conseguí caer hacia atrás y clavarme un escalón en los riñones. En esta postura me quedé, mirando al techo, un buen rato; no sé si esperando que se produjera el milagro de que ese día tocara leer los contadores en el edificio, no sé si intentando creer lo que me estaba pasando, porque aquello comenzaba a cobrar tintes de pesadilla.
Llegó el momento-incredulidad:


-Esto no me está ocurriendo; debe ser un mal sueño.

El pie me dolía cada vez más; algo serio me había hecho, seguro. Temí que el tobillo se hinchara y entonces ya fuera imposible sacarlo de ahí. Tenía que pensar algo, pero me permití, (débil que es una), romper a llorar y autocompadecerme un poco, qué más daba, nadie me veía, sólo lo haría un poquito para quedarme a gusto. Instintivamente cogí con la mano sana mi bufanda para secarme las lágrimas.

¡La bufanda!
¡Claro!, la bufanda me ayudaría. Pero  sola no me serviría para alcanzar el bolso; tenía que buscar algo que hiciera peso  para poderla lanzar. La descolgué de mi cuello, y el tejido se enganchó en la cruz de Caravaca que acostumbro a llevar siempre. Con cuidado de no estropear la prenda, maniobré con los dedos. Me fijé en la cruz. En la base tenía dos ángeles. Nunca antes me había percatado de ese detalle.

-Caray,- pensé-. Este Cristo lleva refuerzos, a ver si hubiera suerte…

Concluí que la cruz era demasiado pequeña para utilizarla de pesa, y seguí buscando en mí misma y a mi alrededor algo que me pudiera servir. En el empeño, mi pulsera chocó contra uno de los barrotes de la barandilla. “Bien, aquí está”. Era ancha, rígida, pesada, hortera a rabiar, pero sería mi salvación, o eso pensaba. La extraje de mi mano, y la anudé en la bufanda, al extremo. El teléfono comenzó a sonar nuevamente, y lo ignoré, qué remedio quedaba. Ensayé en el aire un par de lanzamientos  y apunté directamente al bolso. Como era de esperar, no lo enganché; mi invento no era lo más apropiado para pescar bolsos. Aun así, me obstiné, proyectando la pulsera una y otra vez con el otro extremo de la bufanda firmemente agarrado, con la fe de que quizá así podría mover el bolso de alguna manera, y acercarlo hacia mí.

Nada.
Me rendí, fatigada, y me tumbé de nuevo sobre la escalera. Cerré los ojos y recé, aferrándome a mi cruz con la zurda. Permanecí así poco más de diez minutos. De no ser por el dolor creciente de mi pie, podría terminar quedándome dormida incluso con los escalones clavados en mi espalda.
Miré al techo. Se me antojó una sombra de extraño contorno. Busqué alrededor para adivinar qué era lo que sombreaba el paramento: Era un aplique luminoso de pared, pero estaba demasiado alto; no llegaría a él ni utilizando la bufanda.
Bajo él había un cuadro colgado que mostraba una amarillenta reproducción de un desnudo a carboncillo. El cuadro era plano; tampoco me serviría. O sí…

¡La moldura!
La moldura podría hacer la vez de gancho si pudiera alcanzarla. Llevada por un impulso e ignorando mi dolencia, arrojé la pulsera enganchada con la bufanda, a fin de golpear el cuadro hasta conseguir descolgarlo. Me costó una decena de intentos, pero no sólo pude con el cuadro, también con la escarpia y una buena ración de yeso que cayeron a plomo sobre mí. Suerte que me cubrí la cabeza con los brazos a tiempo de no ser lastimada.
Cogí el cuadro, y lo contemplé, esperando que él me diera la idea de cómo romper el marco. Pero era mudo, de forma que eché otro vistazo alrededor, buscando remedio en otro lado. Pared… escalones, barandilla…

¡La barandilla!
El tope del pasamanos, ¡¡claro!!!. Ahí está, prominente y sólido. Pareciera haberse fabricado expresamente para aquél  contratiempo. Sin pensar en el peligro de ser herida por los cristales, qué más daba ya, asesté al cuadro la mayor paliza de su vida contra el tope, y logré, en apenas un minuto, tener la moldura limpia entre las manos.
Con el mismo extremo de la barandilla, hice palanca y la partí en dos. “Perfecto”,- celebré-, “dos ganchos en escuadra a mi disposición”.
Ambas mitades eran iguales. Liberé la pulsera del nudo de la bufanda y la até con fuerza alrededor de uno de los extremos del marco partido. Ya tenía mi arpón, si podía llamarse así, y lo arrojé contra el bolso, esperando engancharlo por las asas.

Ni por ésas.
Algo fallaba. Lo arrojaba una y otra vez, pero el nada práctico ángulo en “L” y el tamaño de las maderas, de casi medio metro de largo cada una, hacían imposible la maniobra. Me desesperé de nuevo y rompí a llorar otra vez, rendida, reclinando la cabeza sobre los brazos, apoyando éstos sobre las rodillas.
Mi móvil sonó por vez tercera. Reme ya me tenía frita. Aun sabiendo que no me escucharía, no pude por menos que gritar.
-¡Por Dios cállate ya, pedazo de mema! ¡Vas a acabar con la batería! ¡Eres estúpida! ¡Si eres más estúpida, no naces!

Debió asustarse el dispositivo, porque se hizo el silencio.

Mi bolso parecía lamentarse de no poder colaborar. Allí, abierto y algo malherido a causa de los golpes, quiso hablarme, o eso creí figuradamente:

-Mira, aquí lo tienes, no te rindas ahora. ¿No lo ves?
-¿Qué puñeta es lo que tengo que ver?- le increpé como si pudiera entenderme.
-El paraguas…

¡Dios mío, tengo que alcanzarlo!
El marco no me valía, estaba claro. Pero si conseguía terminar de sacar el paraguas que asomaba del bolso, con toda probabilidad podría cogerlo. Hurgué de nuevo en mi improvisado almacén. La pulsera recobraría su papel protagonista. Deshice el nudo que aseguraba la bufanda a la moldura, y volví a atarla a la pulsera. Llevada por una fuerza renovada, me dispuse a proyectarla mil veces de nuevo sobre el bolso, en esta ocasión con la intención de extraer el paraguas del interior.


Me cansaba.
Sudaba, y mi respiración acusaba el esfuerzo. Utilicé la bufanda de nuevo para secarme el rostro.
No más rendición. No más claudicación a una suerte nada esperanzadora. Instintivamente me agarraba a la cruz, pidiendo la ayuda de Cristo y sus ángeles, y de nuevo me abalancé todo lo que mi anatomía me permitió, sobre mi objetivo, golpeándolo con saña y tozudez.
Finalmente fue posible. En mi último impulso, el paraguas quedó prendido a la pulsera.

Me detuve.
No podía ser. Semejante prodigio de la puntería no podía haberme ocurrido a mí. Tomé aire y descansé por un par de minutos. No era momento de dejarme llevar por la angustia. Tendría que empezar a tirar de la bufanda con precisión quirúrgica para que no se desenganchara y no estropear el trabajo.

En otro par de minutos estaba desmontando el paraguas. Las varillas, finas y flexibles, se convertirían en las mejores ganzúas del mundo. Doblé una a modo de garfio, no sin herirme la mano de nuevo, la até a la bufanda, apartando antes la pulsera, claro está, y me lancé a la nueva gesta de intentar atrapar las asas del bolso.
Tres intentos fueron suficientes. Mi bolso quedó casado a la varilla del paraguas como si lo hubiera estado esperando todo el tiempo, diría incluso que aferrándose a ella como quien se aferra a un salvavidas. Poco a poco llegó hasta mi mano como un perrillo hambriento, arrastrándose por el suelo y ofreciéndome, vencido, su interior, para que encontrara en él mi móvil, y pudiera salir, por fin, de aquella trampa.
Incapaz de marcar el número de urgencias; mis dedos, ensangrentados y sudorosos, resbalaban al intentar pulsar las teclas. Sentí que estaba a punto de desfallecer. Paré por un instante y me tumbé sobre la escalera. El frío y puntiagudo  escalón donde apoyaba mi cabeza se me antojó la mejor de las almohadas.

Di gracias.
Gracias a mi cruz, a los ángeles, a mí misma, y no recuerdo bien si a la bufanda, al cuadro, al paraguas, a la pulsera y, finalmente, al bolso.
Di gracias a todo.

-Emergencias, dígame.

Suspiré, y acaricié los ángeles de mi cruz de Caravaca.

Dejar marchar

 No me acuses más de no haberte querido

no pude corresponder y sabes que lo siento,

he procurado entender tu desconsuelo,

con apósitos de cariño sobre tu herida.

 

No quiero toparme cada día con tu llanto,

tengo derecho a ilusionarme sin culpa

a apostar por el amor sin que bloquee nadie

los mejores días del afecto que florece.

 

He respetado que lloraras por mi ausencia

y en nombre de tu amistad que sí deseo

te he acompañado en el trance de perderme

sintiéndome tu amigo y confidente.

 

Que no te quiera como te hubiera gustado

no significa que no te quiera nada,

me duele tu dolor, mas no merezco

que lo estrelles en mi rostro cada día.

 

Va pasando el tiempo, y continúas

regando de lágrimas la carretera

que he decidido seguir junto a mi amada,

no me castigues más, pues nada he hecho.

 

Dices que pasará, pero no pasa

dices que estás mejor, pero padeces,

mientras no cierres página y reemprendas

yo tampoco seré capaz de emprender.

 

Ni merezco estar en tu mente cada instante,

ni mereces tú la frustración eterna,

has de levantarte y comenzar los pasos

que te permitan soltar lastres aflictivos.

 

Si no lo haces, te estás cerrando puertas,

si me piensas, truncas nuevos sentimientos

que no tienen por qué llegarte ahora

pero necesitan de tu corazón curado.

 

Soy feliz en esta nueva etapa

mas no me será plena en absoluto

si no veo que haces lo posible

por pasar las páginas caducas

 

de un romance que pudo ser sin serlo

donde nadie hizo promesas, a sabiendas

de que tarde o temprano el hoy vendría

y se llevaría nuestra historia de recuerdo.

 

domingo, 2 de septiembre de 2018

Canelones de rape y aguacate


 
Ingredientes:

-300 gramos de rape, sin piel ni espinas (puede ser congelado)
1-2 gambas peladas (sirven congeladas, eso sí, que sean grandecitas)
-Canelones (los hay de diversas maneras de cocinado, la que más os guste. También se puede hacer lasaña)
-1 aguacate (se suele llamar "palta" allende la mar océana)
-Medio litro de leche
-1 lima
-1 pimiento rojo pequeño (también sirve uno de lata)
-Un puerro grande
-Una cucharada de queso blanco en crema
-Una cucharada de mantequilla
-Queso rallado 

Elaboración:

Rallamos la cáscara de la lima, y exprimimos el zumo. Nos van a hacer falta ambas cosas. 

Ponemos a calentar la leche, a fuego suave y con una pizca de sal, en una cazuela. Hay que evitar que hierva, así que cuando veamos que forma nata en la superficie, la apartamos del fuego. Quitamos la nata, y sumergimos el rape y las gambas. Ponemos la tapadera de la cazuela, y esperamos a que el pescado esté cocido, apartándolo. Esa leche nos va a hacer falta, la dejaremos enfriar.

Picamos el puerro y el pimiento, salamos un poco, y lo rehogamos con la mantequilla hasta que esté tierno. 

Mientras tanto, picamos a cuchillo el pescado que hemos hervido en la leche. 

Y a la vez, en otro fuego, vamos cociendo los canelones. Los que yo utilicé eran secos, pero también los hay precocidos, si os parece más cómodo. Hay que remover de vez en cuando para que no se peguen y cuando estén cocidos, se pasan a un bol con agua fría, y se colocan sobre un paño limpio, separados entre sí. 

Vamos a partir el aguacate en dos y a extraer su carne. tenemos que hacer dos cremas distintas con él.
 
Crema para el relleno:
La mitad de la carne del aguacate, el zumo de lima, el queso crema y medio vaso de la leche que hemos reservado. trituramos.  Añadimos al sofrito el pescado y esta crema. Debe quedar compacto, para que no desborde dentro de los canelones. 

Crema para cobertura:
La otra mitad del aguacate, la ralladura de lima, un poco de sal, y trituramos añadiendo poco a poco el resto de la leche. Ha de quedar la consistencia de una bechamel clarita, así que es mejor ir midiendo, porque igual no hace falta toda la leche. Probamos para rectificar de sal, y apartamos. 

Extendemos un poco de la crema de cobertura en una fuente. Formamos los canelones rellenos, y los colocamos encima, Finalmente, cubrimos con el resto de la crema y espolvoreamos con queso rallado.
 
 

Gratinamos, y a disfrutar.
 

jueves, 12 de julio de 2018

100

Con el poema que debajo adjunto, cumplo cien entradas en el blog.
Me gusta escribir, me relaja, aunque no escriba para Nobel. Me gusta cocinar, me entretiene, aunque no cocine para Michelin.
 
Quiero daros cien gracias por seguirme. Os intentaré castigar con otras cien. 
Se os quiere. 
Irisada

Perdón (Soneto)

Perdón, por haber solo preferido
favorecerte mientras me halagabas.
Perdón, por no hacerte sentir querido
sin ver lo que, sin condición, me dabas.
 

Perdón, por despreciar tu cortesía,
por mi egoísta y torpe engreimiento.
Perdón, por no saber que te quería;
no me supe entregar y ahora lo siento.
 

Perdón, por mi soberbia persistencia,
por mi deslealtad para contigo.
Perdón, por exigir benevolencia.

 
Perdón, por infligirte aquel castigo,
por hacer caso omiso a tu advertencia
y por haberte herido tanto, amigo.

jueves, 5 de julio de 2018

Olor de abril en Málaga


Abril, en Málaga, olía a cera, a cirio pascual, a Semana Santa.
Olía a oración y letanía, a mantilla, saeta y lágrima, a silencio.
Olía a sudor de costalero, a los maderos y flores del Cristo de los Milagros, a la Virgen del Carmen y a Jesús el Cautivo.
Olía a pasión de imaginero, a preso indultado.
Abril, en Málaga, olía a sol y playa, a ropa nueva, a cortinas de lino y desiertos amaneceres.
Olía a gazpacho y pescaíto, berza y moraga, a ajoblanco y aceite, a gachas y tejerinos, y vino dulce.
Abril, en Málaga, olía a caballos bailarines, a sombreros de verdiales, a cuero de zahón y chaparrera, a laúdes y guitarras.
Olía a alfarero y cenachero, esparto y fieltro, a jofaina y arcaduz, redoma y jarro.
Y Abril, en Málaga, olía a ti.

domingo, 1 de julio de 2018

Guiso de rabo de ternera



Encargué a mis carniceros de confianza (a ver si algún académico inventa el término "carniceres", porque el masculino como generalizador plural cada vez me gusta menos aunque sea el oficial; mis "carniceres" son carnicera y carnicero).
Pues eso, que encargué en la carnicería donde llevo comprando desde que Caín y Abel cambiaron los dientes de leche, un par de rabos de ternera  para guisarlos hoy. Yo tengo cierto problema de triturado estomacal con las carnes rojas, pero el rabo de vacuno es una carne muy suave y gelatinosa (bendito colágeno), se deshace prácticamente en la boca, y la puedo consumir sin miedo a las indigestiones.

Ingredientes:
2 rabos de ternera (pueden ser de buey o de toro también, aunque en casa nunca consumimos carne de toro de lidia)
2 zanahorias
1 taza de guisantes frescos o congelados
1 puerro grande o dos pequeños
1 cebolla mediana
1 tomate pequeño, rallado y sin piel (Sirven también tres cucharadas de salsa de tomate)
1 diente de ajo pelado
1 naranja (fría, de la nevera)
1 vaso de vino tinto, o bien medio vaso de brandy o coñac
1 cucharadita de clavos de olor
1 pizca de nuez moscada
2 hojas de laurel
1 cucharada de maicena
2 onzas de chocolate negro
Harina para rebozar
Aceite de oliva
sal y pimienta

Elaboración:
Salpimentamos los trozos de rabo y los doramos en aceite de oliva. Los apartamos a un plato o un colador para que escurran.
Ponemos dos cucharadas de aceite en la cazuela donde vayamos a guisar la carne (en la olla a presión también se puede hacer) y rehogamos el puerro picado y la cebolla hasta que adquieran un color tostado. Si vamos a pasar la salsa después, rehogaremos también el resto de verduras (zanahoria y guisantes).

En la cazuela o la olla exprés ponemos la carne, el vino (o el brandy), los clavos de olor, el laurel, la nuez moscada, el diente de ajo, el tomate, un poco de sal y las verduras rehogadas.  Cubrimos con agua, cerramos y dejamos guisar aproximadamente tres horas, o una si lo hacemos en olla a presión. Iremos pinchando los trozos de vez en cuando, y cuando veamos que la carne se desprende del hueso sin dificultad, está ya en su punto.

Apartaremos la carne a un recipiente y el caldo a otro, cerraremos con su tapa y dejaremos templar. Por la noche guardaremos todo en la nevera. Al día siguiente, quitaremos la capa de grasa blanca que se habrá formado en la superficie del caldo solidificado, para tirarla.

Volveremos a poner ese caldo ya desgrasado en la cazuela y a fuego suave hasta que licúe de nuevo. Si queremos la salsa triturada, este es el momento de hacerlo. Si no, pondremos a hervir ahí la zanahoria pelada y cortada en rodajas, y los guisantes. Tardarán más o menos diez minutos en estar tiernos. Rectificamos de sal.

Exprimimos la naranja, y en el zumo frío disolvemos la cucharada colmada de maicena.
En una taza de caldo del guiso bien caliente, disolvemos el chocolate.

Volvemos a sumergir la carne, y a punto de ebullición pero con fuego suave, y sin dejar de mover  la cazuela agarrándola de un asa, volcamos el zumo y el caldo chocolateado. La salsa espesará y fluirán aromas deliciosos, doy fe. Apartaremos del fuego en cuanto esté espesita, para que no se pegue al fondo.

Lo suelo servir con puré de patata, pero sirve cualquier tipo de guarnición alternativa de hidrato (patatas fritas, guisadas o asadas, arroz hervido, quinoa, lo que queráis).

sábado, 30 de junio de 2018

Todo corazón (poema infantil)

Mis abuelitos, confirmo
que son todo corazón;
si hace falta, me reafirmo
¡y me ampara la razón! 

Mi abuela me hace croquetas  
¡Qué bien, qué bien, qué bien!
y él me hizo una marioneta
anoche en un santiamén.

El abuelo me despierta
¡Qué bien, qué bien, qué bien!
y traemos de la huerta
tomates a tutiplén. 

Mi abuela siempre me baña
¡Qué bien, qué bien, qué bien!
me peina con mucha maña  
y me perfuma recién.

Y el abuelo, que es muy pillo
¡Qué bien, qué bien, qué bien!
me agarra por el pasillo
y hacemos juntos el tren. 

La abuela me pone el pijama
¡Qué bien, qué bien, qué bien!
y mece despacio mi cama
durmiéndome con su vaivén. 

Y el abuelo en su taller
¡Qué bien, qué bien, qué bien!
me dejó ayudarle ayer
a ordenar el almacén.  

El baño, la marioneta,
¡Qué bien, qué bien, qué bien!
las croquetas, la herramienta
la cama, la huerta y el tren. 

Cuando vea a mis abuelitos
¡Qué bien, qué bien, qué bien!
montoneras de besitos
yo les voy a dar también.