martes, 13 de febrero de 2018

Enma lo sabía



Enma sabía que Juan no la amaba, ni la amó nunca. Albergaba, sin embargo, la esperanza de que aprendiera. Y en ese esperar insistente, precisaba creer que su carencia de sentimientos sólo era ignorancia.

“No sabe amar; nunca le enseñaron”, se decía.

Tampoco le importaba en exceso, pues ella se amaba menos aún, y también lo sabía. Su dependencia afectiva era tal que, sin esa ciega fe en que alguna vez sería correspondida, no se veía capaz de afrontar la vida. La soledad era un enemigo demasiado grande. Y la soledad entraba por la puerta cada vez que él salía, empujándolo hacia el rellano del ascensor, derribándola después sobre la cama y haciéndola llorar.

En ocasiones, evitaba sucumbir en el llanto inmediatamente y se acercaba hasta la ventana para verlo marchar. Juan era reconocible desde el séptimo piso entre mil viandantes. Sus andares, propios en ese momento de quien huye tras un polvo memorable, y la prisa por distanciarse de un barrio donde no quería ser visto, delataban inequívocamente su presencia en la avenida. Diríase que se encaminara a tomar un tren por los pelos, y ella era consciente de que en ese instante ya la había olvidado, sin pesar alguno, hasta otro día en que la precisara otra vez. Él no se pararía a evocar olores de hembra en su ropa, como ella hacía, buscando fetiches aromas en su bata de seda mientras lo veía alejarse.

Enma se sentía como esa emisora con la que todo el mundo se queda a pasar el rato cuando no encuentra otra mejor. Él sabía que ella estaba siempre ahí, en el dial, esperando que la escogiera nuevamente y se quedara unas horas. Porque Enma era eso, un entretenimiento para sus horas vacías. En ocasiones, él mismo se ocupaba de recordárselo sin ningún complejo: “Si además te quisiera, esto sería la hostia”. Ella, lejos de sentirse ninguneada, agradecía el mazazo de la honestidad extrema. Si alguna vez se acabara su aventura, celebraría que, al menos, no la mintiera. Solamente eso daría sentido a tanto sufrimiento por amor.
Cuando él desaparecía entre muros de hormigón grafiteados para descender hacia el parking, era que tomaba conciencia de su papel de amante sin amar. Los encuentros de pasión de Enma y Juan siempre acababan en llanto.

Rendida, se abandonaba y recreaba en él. Gustaba de alimentarlo con un CD de empalagosas baladas que siempre tenía metido en el reproductor a tal efecto. En un inglés perfecto, canturreaba las estrofas más dramáticas para refocilarse en la realidad que no admitía. Y entonces sus ojos disparaban lágrimas hasta dolerle los lacrimales, haciéndola gozar durante largos minutos de ese padecer morboso y masoquista que el abandono trae consigo.

Con los ojos y mejillas excoriados hasta la quemazón, se dejaba vencer por el sueño, no sin antes permitirse sentir una extraña victoria, una rara satisfacción por  haber podido estar con él, por haber sido suya una vez más, por haber alcanzado otra vez la cima en el cerro de la conquista, por fácil que fuera el ascenso, que lo era, claro: Para su amado era, ante todo, una mujer fácil. Se alentaba pensando que él también se sentiría solo, con seguridad. Si no fuera así, no la demandaría desde hacía tanto. Y Morfeo, resignado, se la llevaba en brazos, con la sonrisa dibujada en su irritada carita.

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