lunes, 9 de febrero de 2015

La piedra de alumbre

La piedra de alumbre

Siempre me llamó la atención aquella piedra de alumbre que colgaba de una cuerda en el baño de casa. Me gustaba tomarla entre las manos, mirarla. Se me antojaba una especie de gema, traslúcida, como blanquecino nácar, de uso exclusivo de papá y mamá. Había visto algunas veces a mi padre curarse con ella pequeñas heriditas después de afeitarse, y mi madre la utilizaba como desodorante, curiosos usos que yo no comprendía. Un día me dio por lamerla, por curiosidad, y estaba dulce. Podría haber sido una golosina estupenda, de no ser porque papá me descubrió y, tras una consistente regañina, alejó de mi alcance aquél objeto de mi curiosidad, por el simple método de subir el enganche donde colgaba.

Amaneció un domingo de primavera pidiéndonos salir al campo. A papá y a mamá les gustaba, y a mí también. Mi hermano accedía a regañadientes, no era muy amigo de aburrirse subido en automóvil, se le hacían interminables los trayectos por cortos que estos fueran, aunque finalmente no tenía más remedio que obedecer, y después de subir unas sillas y mesa de camping, dos bolsas y una nevera portátil al maletero, nos encaminamos hacia el Monte el Viejo.

Una vez allá, papá se ocupó de bajar las bolsas y abrir las sillas y la mesa bajo la sombra de un generoso pino, y desapareció. Le gustaba aprovechar aquellos domingos para darse largos paseos en solitario, a saber por qué, pero a mi hermano y a mí nos venía de miedo; no era lo mismo que nos riñera papá, que mamá.

Mi madre abrió una de las bolsas y sacó dos plátanos y dos pequeños bocadillos, de los que hicimos acopio en seguida. El olor a tomillo y espliego abría el apetito, y ella lo sabía. Prefería que comiéramos algo, aun habiendo desayunado previamente, antes de sumergirnos en juegos, carreras y diabluras permitidas sobre el terreno.

Pero no fue ése, finalmente, mi propósito. Mientras engullía mi bocadillo, me asomé al fondo de la otra bolsa y vi, envuelta en otra pequeña de plástico transparente, la piedra de alumbre que en casa me prohibían prender. Como el juguete prohibido que era, me llamaba a gritos para que la sacara de allí. Me hice la remolona con el bocadillo, esperando que mi madre se alejara de la mesa. Tardó unos minutos, que se me hicieron horas, y cuando se levantó para abrir un tarro de crema y embadurnar con él a mi hermano, encontré el momento propicio para conseguir atrapar mi presa. Mientras el pobre muchacho luchaba por no ser injustamente untado en hidratante, introduje mi mano en la bolsa y extraje mi tesoro, guardándomelo entre la ropa con disimulo. No pensé que después me tocaría a mí sumergirme en crema, y cuando mamá me llamó, salí corriendo.

Corrí y corrí, sujetando mi piedra bajo la camiseta, para no perderla. Mis pies se arañaban con algunos matojos bajos, pero me daba igual. Continué corriendo hasta el agotamiento. Cuando me aseguré de que ya no podría ser vista, me senté en el suelo y saqué la piedra para disfrutar mi clandestino momento. Ignoro cuánto tiempo estuve mirando y dando vueltas al mineral. Lo orientaba hacia el sol y me deleitaba con sus reflejos, hacía dibujos con él en el suelo, le sacaba brillo, lo lanzaba al aire para recogerlo, como si fuera una pelota, pese a su deformidad. Cuando me cansé, me dispuse a volver para esconderla de nuevo en la bolsa. Ya había gozado mi momento de felicidad con el objeto prohibido, y quise regresar para jugar con mi hermano a lo que dispusiera. Mas, cuando me puse en marcha, me di cuenta de que no había camino alguno que me indicara el retorno. Mejor dicho, había varios caminos, pero no sabía cuál debía tomar: Me había perdido. Caminé por uno, y dudosa, di marcha atrás para tomar otro. Poco a poco, la angustia se fue apoderando de mí. A mis cuatro años, la idea de perderme en el monte se me hizo aterradora; en pocos minutos, mi imaginación se llenó de monstruos, lobos, brujas y fantasmas, pese a la luz del día. Caminé y corrí, a la desesperada, y rendida, comencé a llamar a mi mamá. Pero mamá no venía, no aparecía por ninguna parte. Todo lo que veía a mi alrededor eran árboles y matorrales. Los arbustos, hostiles, se empeñaron ahora en hacerme verdadero daño. Hubo un momento en que, acordándome del uso que le daban mis padres, pasé la piedra por mis arañazos. Escocía un poco, pero dejaban de sangrar. Al final no había sido mala idea llevarme la piedra.

Durante lo que se me hizo una eternidad, seguí andando, perdida, angustiada. De vez en cuando me detenía a llorar. En una de las ocasiones, creyendo que ya no podrían quedarme lágrimas, me levanté, dispuesta hasta caminar sin descanso, por agotada que estuviera. Me propuse encontrar a mi familia aunque me fuera la vida en ello.

El sol, a pesar del filtro natural de los pinos, comenzaba a quemarme. Eché de menos la cremita que no había llegado a extenderme mi madre. Anduve buscando sombra, y cuando se me abrió delante un claro sin vegetación alta que me protegiera, emprendí la carrera para alcanzar de nuevo los árboles que al otro lado divisaba. Y corriendo, me tropecé y caí. Me había hecho daño de verdad; eso no tenía nada que ver con los arañazos que anteriormente me había causado. En el suelo, me miré las rodillas y me asusté. Aunque sólo eran heridas superficiales, las raspaduras llenas de sangre y tierra me atemorizaron, escociéndome hasta el punto de rendirme. Me veía incapaz de andar. Semiacostada, lloré y grité lo que no está en los escritos. Me quité la camiseta para intentar limpiar mis heridas, pero me hacía más daño. Ni que decir tiene que no debía intentarlo con la piedra. Me tapé los ojos con la prenda, claudicada a un destino incierto y terrorífico si nadie me encontraba.

De súbito, sentí un roce en los costados. Unas manos intentaban aferrarme, suavemente. Aun así, pensé en alguna criatura del bosque que quería llevarme con ella, y en un último esfuerzo, me retorcí para desasirme de lo que me hubiera apresado, sin querer mirar siquiera, chillando como un cochinillo, pero no podía con aquellos brazos que se empeñaban en levantarme del suelo.

-Ya está, cariño. Mamá está aquí contigo, te habías perdido, mi niña. Ya pasó, ya está mami contigo.

-¡Mamá!

Cuánto la quise en ese instante. Cuántas gracias di a los angelitos. Cuánto me abracé a ella, y cuánto perdón le pedí, por haber escapado con la piedra. Cuántas veces le prometí, entre sollozos, durante el camino de regreso, que no volvería a hacerlo. Cuántas veces le hablé del miedo, del dolor de mis heriditas, de la impotencia y de los monstruos del monte que acechaban detrás de cada árbol.

Y cuántas veces he recordado aquél día, el día que mi mamá me salvó, sin regañarme, y sin nombrar de nuevo el incidente, aunque yo sé que ella sufrió como yo, y muy probablemente, lloró como yo, aunque yo nunca lo viera, en una incertidumbre que, solamente ya de adulta, he entendido que una madre puede alcanzar.

Irisada

3 comentarios:

  1. Me ha gustado tu relato

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    1. Muchas gracias!! Ojalá te vea por aquí a menudo. Un besazo!!

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  2. !!!! AY ESA piedra!!!!!.
    Me gusta como transmites y como consigues provocar mi ternura y la complicidad al leerte.
    Cuantas situaciones vivimos en nuestra niñez que sin ser relevantes para nosotros, se tornan imprescindibles en su recuerdo al alcanzar nuestra madurez.
    Me gustó mucho esta narración. Gracias por compartirlo.

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