lunes, 7 de mayo de 2018

La hora previa


Compré la plaza posterior del garaje de mi comunidad por el simple placer de andar por él hasta llegar a mi automóvil. El olor, el eco de las pisadas, el silencio y la penumbra, me confortaban cada mañana de mi residual somnolencia, aunque fuera durante unos segundos.
Una vez al volante y situada ante la puerta, esperé a que se elevara. El ruido de su automatismo me recordó el crujido final del Titanic al partirse en dos, y de inmediato recibí sobre las retinas la tenue iluminación del cielo que al amanecer precede.
Abordé las calles recién puestas. Los edificios no me permitían comprobar aún si el sol había decidido levantarse o hacía pereza entre las sábanas. No sería de extrañar: El termómetro del salpicadero cayó en barrena hasta valores bajo cero.

Me gustaba salir de casa en ese preciso instante en que uno no sabe si podría ver algo caso de apagarse las farolas. A esa temprana hora, pareciera que el gobierno local gastaba energía eléctrica en vano, porque ver, se veía pese a la niebla y la semioscuridad; y sin embargo daba miedo la idea de quedarse sin ese apoyo.
 
El primer semáforo me dio los buenos días en rojo. Aproveché para encender la radio y ver si me repetirían el noticiero de ayer, el de hace una semana, o el de hace dos años. Los noticieros son cíclicos, como el parte meteorológico. Una vez bombardeados mis oídos con nada nuevo ni interesante, opté por buscar una emisora musical que me ayudara a terminar de despertarme. Glenn Miller con su orquesta, versionando el Indian Summer de Herbert, resultó una soberbia compañía para mi trayecto. Le dejé sonar.

Me agradó también toparme en la segunda esquina de la avenida con un limpiabotas de melena al viento a quien, ni la niebla, ni el frío parecían afectar lo más mínimo, pues hablador y risueño pulía, gamuza va, gamuza viene, los  mocasines con estribo de un ejecutivo encorbatado de hosco gesto y estrangulada papada.

El humo del Ford que me precedía escapaba con fuerza del tubo y se disolvía en la niebla entre grises y deformes fumaradas.

A la salida de un túnel tan lóbrego como húmedo, me detuvo otro semáforo. Herbert seguía regalándome los oídos. Abrí la ventanilla canturreando, dando venia al frío para acariciar mi mejilla, y lo invité a congelar mis cálidos pulmones con una profunda inspiración, cerrando los ojos.

“Summer... you old Indian summer…”


Los inesperados acordes de un saxofón me sorprendieron. Giré la vista y, junto a mí, un colosal hombre de acriollado aspecto brindó el acompañamiento perfecto a mi melodía con su instrumento solapando al sonido que emanaba de la radio. Sonreí, y lo seguí adormilada voz.


“... you're the tear than comes after... June time laughter…”


Apenas me dio tiempo a buscar, hurgando en el portamonedas, algo con que remunerar su cortesía. Impacientes automovilistas me recordaban a golpe de claxon y destellos de luz larga que llegaríamos todos tarde, de entretenerme demasiado con el saxofonista.
Durante unos metros, conduje en paralelo a una apresurada madre que arrastraba de la mano a su pequeño. El niño, profundamente dormido todavía, remolcaba a su vez un pesado trolley, supongo que repleto de libros. A saber si en todo el curso escolar terminaría de leer y memorizar aquella diaria y pesada carga. 
Virando por la última calle, un mozo casi me embistió con un traspalé, cruzando ante mí sin verme. Quise ser condescendiente y no protesté; a buen seguro se había levantado de la cama antes que yo, y le pagaban mal y tarde por tan ingrato empleo. Además, ya no me quedaba sino buscar aparcamiento.

Tuve suerte y hallé un hueco para estacionar que parecía haberme estado esperando. Descendí del coche, cerré la puerta y me detuve para recibir, esta vez de lleno, el aire fresco de la mañana en mi rostro. El Sol, que decidió asomar por fin, iluminó las fachadas, el asfalto y mi persona entera, haciéndome la promesa de terminar con la molesta niebla en cuanto entrara en calor.


Anduve hasta acceder al parque. Llegaría antes a la oficina siguiendo la acera en recto, pero tenía tiempo para perderme un rato entre los pinos, y me apetecía. Un jardinero me saludó entusiasmado, como si me viera todos los días. No recordaba si le habría saludado yo a él en alguna ocasión anterior, pudiera ser que sí, de modo que le respondí con otro sonriente “buenos días”, y continué la marcha por la arbolada circunvalación. Me senté en un banco que agradeció el templado contacto de mi abrigo. Nadie había allá, salvo los pinos, el sol, el frío y el jardinero. Me dejé llevar por el silencio, y evoqué de nuevo, susurrando, a Miller y al saxofonista del semáforo. Me dio pereza reiniciar.

Una vez dentro el vestíbulo, miré atrás despidiéndome del alba, hasta el día siguiente que como siempre, pudiera de nuevo deleitarme con mi relajado periplo diario, rumbo a mi puesto de trabajo.
 
 

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