martes, 15 de mayo de 2018

Guindillas


Nadie.
Me pareció que llamaban a la puerta, mas al abrir la mirilla, a nadie hallé detrás. Volví sobre mis pasos, apoyada en mi muleta. No había llegado de nuevo a la salita de estar, cuando escuché el timbre de nuevo. Ahora, en vez de mirar, pregunté:

-¿Quién? ¿Llama alguien?

-Señola… ¡¡Galcía!!

Nunca había pronunciado nadie mi nombre así, y menos aún con voz de niña. Me asomé de nuevo a la mirilla y me topé con un montón de dientes. Abrí la puerta. Tuve que bajar la cabeza para verla. Ahí, de pie, se me personaba una criatura menuda, de cabeza grande y cuerpo diminuto, con evidentes rasgos orientales, que sonreía de una manera escandalosa. No sabría qué edad atribuirle, pero calculé unos cuarenta años, aunque, ciertamente, parecía una muchachita.

-Yo soy Amalia García. Sí. ¿Qué desea?

La mujer extendió el brazo de súbito, hasta darme casi en el rostro con el sobre que portaba.

-Señola… Liaño… ¡me manda!

Cogí el sobre y lo abrí. Dentro, doblada de modo caótico, había una cuartilla.

-¿Consuelo Riaño, dice usted?

-¡Sí!, -Asintió, con una sonrisa de oreja a oreja.

“Querida Amalia: Como te prometí hace unas semanas, te envío a quien ha sido mi fiel asistenta durante estos últimos meses. Te gustará. Si por algo me duele tener que marchar tan lejos a estas avanzadas edades, es por tener que prescindir de ella. Es camboyana, habla bastante mal el castellano, pero lo entiende todo. Te envío mi nueva dirección y número de teléfono, así como fotocopia de su permiso de residencia. Un abrazo. Chelo.
PD: Ten siempre en casa algún bote de guindillas en vinagre; para ella, son una golosina.”

Metí de nuevo la carta en el sobre y miré de nuevo a mi repentina invitada, que seguía sonriendo. Media cabeza suya era sonrisa, y exhibía, la verdad, una caja dental lamentable, llena de piezas torcidas y amarillentas que no conseguía restar dulzura a su faz. Me pareció incluso que tuviera dos hileras de dientes, aunque esa falta de complejos para exhibirlo despertaba mi ternura más, si cabe.

Es cierto, Chelo me dijo que me la recomendaría, pero no pensé que la enviaría por transporte urgente.

-¿Cómo se llama usted?

- Yira-Poh-Wang

- Dios…

-Llamá… ¡Yira!

Me contagió la sonrisa. Deduje que le venía de serie. Me pareció un ser tremendamente gracioso. Hablaba muy despacio, pero cuando llegaba a la última palabra de cada locución, tras un breve silencio, de súbito elevaba el tono y la pronunciaba casi gritando. Convertía en agudas la mayoría de las palabras llanas, y eso confería una chispa peculiar a su vocalización.

-¿Duerme ahora en alguna parte? ¿Tiene hoy donde dormir?

-Casa… señolá… ¡Liaño! Malcha hacia nolte...  ¡mañana! Malido… … ¡jubilado!

-Y, ¿por qué no se va con ella al norte? Ella estaba a gusto con usted. Y Galicia es precioso.

-Nolte… ¡flío!, -exclamó, encogiendo el rostro. Decididamente, la prefería sonriendo.

-No llamá … ¡"usted"!; Me gusta… … "¡tú!"

Vaya, eso significaba dos cosas: que debía tutearla, y que disponía de veinticuatro horas para acomodarla en alguna habitación. Valiente gamberrada, la de mi amiga. Solamente tenía una cama plegable que compré meses atrás, para acomodar en ella a mi sobrina mientras me cuidó durante una convalecencia. Pero, habitaciones, tendría para elegir. La casa era muy grande.

Le fui franca. Le dije que tendría que pasar unos días de prueba antes de decidir si me quedaba con ella. Para mi sorpresa, asintió encantada con la cabeza, como ya era natural, sonriendo. Le invité a entrar, y le enseñé, estancia por estancia, el que, desde el día siguiente, sería también su hogar.

Dos horas desde su aterrizaje, y Yira ya pasaba el plumero por las estanterías a velocidad de vértigo. Me daba hasta apuro ver, a la que aún me fuera una perfecta extraña, tan volcada en el deber doméstico de mi casa. Yo debía salir a comprar algo para comer, me vestí y me peiné. Le pregunté si me acompañaría, y en menos de dos segundos la tuve en la puerta con abrigo puesto, y agarrándome suavemente del brazo, sonriente, claro, para llevarme hasta el ascensor. Incluso me cogió las llaves para cerrar ella la puerta. Creo que acababa de tomar conciencia de mi propia edad. Nunca antes me habían cuidado, a excepción de cuando me rompí la cadera y pude contar con la ayuda de una sobrina nieta, a la que brindé cobijo a cambio hasta que encontró trabajo y pudo emanciparse, pero siempre quise valerme por mi misma si no lo precisaba de verdad. Mis ochenta años eran reales.

Al llegar al supermercado, la miré preguntándome qué querría comer. Como mi amiga me indicara, me entendió a la perfección.

-Usted… ¡complá!; Yo como… ¡todo!

Con una mano portaba una cesta; con la otra me llevaba a mí. Le indiqué que, aun con muleta, podría caminar sola. Me soltó, pidiéndome perdón por ello. Cargué la cesta con  verduras y algo de pollo, y, por supuesto, un bote de guindillas en vinagre. Su sonrisa iluminó el supermercado. Al llegar a casa, nos despojamos de abrigos y me dirigí a la cocina, pero ella no me lo permitió.

-Usted… ¡sientá!; Yo… cocina… hago… … … ¡comidá!

Fui cogiendo el truco a su particular modo de pronunciar. Cuanto más énfasis quería darle a la última palabra de sus frases, más larga era la pausa que la precedía, como si tomara carrerilla. Y su estrategia funcionaba; lograba que yo captara el mensaje y la intención. Esta mujer amenazaba con llenarme la casa de puntos suspensivos.

Me quité la ropa y me cubrí con una cálida bata. Al volver a la cocina, encontré a Yira en cuclillas, con las rodillas pegadas a los hombros, y con una cacerola grande y una tabla sobre el suelo, picando verdura a toda velocidad.

-Mujer, siéntate a la mesa, ¡Debes estar incómoda ahí agachada con la cazuela en el suelo!

Se levantó y me apartó suavemente con la mano.

-Usted… ¡descansá! Yo… mejor así… ¡costumble! No… ¡pleocupe! Así, cazuela… ¡no cae suelo!

La comida estaba exquisita, Yira no era aprendiz entre fogones. Y viéndola trabajar así, me empecé a encontrar a gusto. Chelo no me había mentido.

Me fijé en su trenza negra e interminable, le llegaba hasta la cintura. Le imaginé una melena impresionante, de color semiazulado, lisa y lustrosa. Con cierto bochorno y casi susurrando mientras tomábamos un delicioso té, me preguntó si yo veía telenovelas. Le dije que no estaba entre mis aficiones, pero tenía mi permiso para encender y apagar el televisor cuando gustara, en sus descansos y tiempo libre. Esa "no afición" mía, terminó aquél día precisamente, porque "El amor imposible de Alberto José y Espuma Blanca", me enganchó aproximadamente cuatro años, más o menos los que le llevaba enganchando a Yira.
 
Tras el capítulo, me quedé algo traspuesta en el sillón, mecida en parte por susurrantes cánticos de mi asistenta, a los que no tardé en acostumbrarme. Ella reanudó su labor como accionada a pilas. Parecía una cucaracha despistada, correteando de acá para allá, rápido, rápido, sin detenerse. De vez en cuando entraba en la salita, y con su ya habitual sonrisa se cercioraba de que yo estuviera bien. Yo, en mi duermevela, le respondía con otra; me contagiaba sin remedio.

Hacia el anochecer, entró a preguntarme qué quería de cena. En la nevera encontraría fiambre y material para una buena ensalada. En un rato estaría preparada la mesa, con el bote de guindillas abierto y listo para ser asaltado. Me preparó un sándwich de pavo y me acercó un plato de ensalada, y el bote de guindillas. Las rechacé; en mi juventud me gustaba comer alguna de vez en cuando, sobre todo cuando comíamos cocido, pero era un alimento demasiado fuerte para mí.
 
Después de cenar, Yira marcharía a dormir a casa de mi amiga Chelo, y al día siguiente vendría otra vez, aunque me pidió llegar un poco más tarde, para poder despedir a los que habían sido sus jefes hasta ese día. Pero ahí no terminaron las sorpresas. Para mi asombro, agarró dos rebanadas de pan, y se fabricó un sándwich ¡de guindillas!.

No podía creerlo. Mi nueva asistenta engulló ante mí aquella bomba de relojería sin pestañear... porque cerró fuertemente los ojos. Saltaba, lloraba, bebía agua como una rana, se sentaba de nuevo, y mordía otra vez su sándwich para saltar de nuevo, llorar de nuevo, beber de nuevo… Impresionante. Me dejó con la boca abierta. ¡Además, la mujer disfrutaba!

-¡ah!... ¡aaaaah! ¡oooh!... ¡guindillá!... gusta… ¡mucho! ¡ah! ¡oh!

En un intento de ayudar, le ofrecí un trozo de queso manchego, a ver si ello conseguía calmar sus ardores esofagales de alguna forma.

-¡Noooo, quesó, no!... ¡Agh! Queso huele… … … ¡pies!

A mi edad, pensaba que poco nuevo me quedaba por ver; estaba en un error, por descontado.
Cuando Yira marchó, me dio un beso en la frente. Otra sorpresa más… que me gustó.
A la mañana siguiente, no tardó en llegar tanto como pensaba. Mi amiga y su esposo debieron madrugar para emprender viaje. Apareció cargando una pesada maleta. Escogió una habitación donde no había más que un armario que vacié de viejos abrigos, y dos antiguos aparadores cuyos estantes habilitó para ropa doblada. Me pidió, eso sí, una mesita pequeña, y le indiqué dónde podría encontrar dos que, rápidamente, se llevó allá. Entre ambas, sudando, (y yo, cojeando), pudimos también trasladar la cama plegable. Sacó una bolsa pequeña con objetos que repartió en los cajoncitos de ambas mesillas. Y extrajo, con cuidado, de un saquito de tela, cinco figuritas de Buda de diversos colores y tamaños, que colocó con mimo sobre una de ellas, ocupándola por entero y susurrando (supuse que rezando) ininteligibles palabras. La observé curiosamente, y se dio cuenta.

-Buda ocupá sitio… ¡mucho!... Buda siemple… ¡sentado!... Nosotlos no… ¡Clucifijo!... ¡Agh! Toltula… …
maltilio… … látigo... ... espinas... clavos...   suflimiento… … … ¡holible!... cristianos… ¡malos!

Por primera vez en mi católica existencia y ante aquella mueca de terror, mis religiosos pilares temblaron bochornosamente, lo admito. Aunque necesité contarle que los cristianos no fuimos quienes lo crucificamos, preferí dejar el tema y comprender.

Me retiré a la salita, en aras de cederle intimidad para terminar de ubicarse, y que descansara un poco si lo necesitaba. No comimos tarde, de todas maneras. Preparó un rico arroz a la cubana. Como el día anterior, almorzamos juntas en la salita; me agradaba su compañía en la mesa. Esa tarde le haría pasar después de la novela, además, una prueba difícil y para mí crucial: la plancha.

Le di dos blusas y dos faldas escogidas ad hoc de mi ropero, con los justos dobleces, volantes y fruncidos como para poner nerviosa a la planchadora más experta. Debía probar su destreza, y ella, al ver que no era ropa recién lavada, captó mis intenciones. Aun así, sonreía.

-Yo abro… ¡tablá!... Plancho ahola… ¡mismo!... Usted… ¡obselvá!

No se amilanó; escogió primero la blusa de chorreras, la más complicada de estirar. Con suma delicadeza, la extendió sobre la tabla, comprobó la temperatura de la plancha, y se puso a ello. En mi vida había visto planchar así. Mimó la prenda. La extendía cogiéndola suavemente por las costuras con dos deditos, la acariciaba con la palma de la mano. Juraría que la blusa disfrutaba siendo planchada. El tejido parecía estremecerse bajo el calorcito y con los arrulladores tarareos de su planchadora que, en lo indescifrable de su idioma, se me antojaban dulces y tiernas nanas. Sólo faltaba que mi blusa se quedara dormidita entre sus brazos. Era una delicia mirarla laborar así, ¡volcaba todo el amor del mundo!

-Yira, (pregunté, temerosa por interrumpirla), ¿quién te enseñó a planchar? Me estás dejando sin palabras.

-Camisa… como piel… … ¡pelsona!... Misma… ¡folma!... Mismo… ¡huele!... Si tú amas pelsona… tú amas… … ¡camisa!

Me dejó muda, si aún era posible, un buen rato más.

-Quedas contratada. No hay más días de prueba y mañana iremos a oficializar tu contrato. ¿Vamos a comprar guindillas?

Mi camboyana cuidadora sonrió como nunca. Su sonrisa, pintó las paredes y los techos acrecentada de felicidad, inundó todos los rincones de la casa, salió por las ventanas y recorrió calles y barrios. Toda la ciudad, claudicada ante Yira y desde entonces, se hizo sonrisa.

 

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