viernes, 14 de septiembre de 2018

Atrapada por un pie

Maldita lluvia.
Había entrado agua por la ventana durante toda la noche, podría haber instalado un spa en mi sala de estar. Olvidé cerrar  antes de irme a dormir; maldita cabeza. Me gustaba  airear un poco la casa después de la cena para asegurarme oxígeno en cantidad durante el sueño, maldita manía, hiciera frío o calor, y así me fue. Y maldito frigorífico, que no tenía fruta que ofrecerme para el desayuno. Hasta el gusano de la manzana había muerto de inanición. Café y tostada, qué íbamos a hacer; mi organismo no se depuraría hasta la hora del almuerzo, cuando ya hubiera traído algo de la frutería.

Me duché antes de empezar a hacer pereza. Busqué, mientras desayunaba, un canal que me vaticinara sol radiante para afrontar el día, pero solo hallé frentes fríos y lluviosos por todo mapa televisado que se personaba ante mí.

Mercado.
No me quedaba más remedio que ir si no quería morir de hambre en pocos días. No me apetecía en absoluto, mas mi carro de la compra me miró con ojos tristes desde un rincón de la cocina, y no supe negarme.

El espejo de la entradita me brindó la imagen de la perfecta maruja: Cabello de mecha quemada y mediocremente  moldeado, cutis pidiendo reparación urgente, michelín traicionero y cartuchera rebelde.
Arreglada pero informal, chándal, deportivas, bolso, carro y bufanda, salí de casa con la lista de  compra en la mente, lechuga, col, cebollas, fruta, y sobre todo, perejil y limones, que siempre se me olvidaban, puñeta.

El edificio donde residía en régimen de alquiler tenía dos salidas (o entradas, según se mire), una principal, iluminada y amplia, de pasillos largos, ascensor con espejo, un mostrador para conserje y unas jardineras, y otra secundaria más cercana a mi puerta, por la que normalmente sólo accedían los operarios de la compañía de electricidad para leer los contadores, o los transportistas de gasoil para llenar el tanque. La puerta de ese acceso era pequeña, de aluminio galvanizado, con una barra de apertura para casos de emergencia. En más de una ocasión pensé que cualquier espabilado podría abrirla cualquier día desde fuera con un abrelatas, esconderse en el interior y darle un susto a alguien sin peligro de ser descubierto, porque desde que despidieron al portero era una zona desierta y casi nunca transitada, salvo por los operarios anteriormente citados. Ahí no había ascensor, sino montacargas, aunque sólo se diferenciaba del primero en el nombre  y la ausencia de espejo. Agarré  mi carro de compra y bajé por la escalera.
Girando en el último descansillo y antes de llegar a la planta baja, advertí que bajo el último escalón había una tabla de aproximadamente treinta por treinta centímetros, estratégicamente colocada sobre el suelo para cubrir a saber qué. Pensé que se habría roto posiblemente alguna baldosa y alguien la habría puesto ahí a la espera de que el problema pudiera ser subsanado. Mientras descendía por los escalones con el carro colgado del antebrazo, revolví mi bolso para asegurarme de que había cogido todo lo necesario: El monedero, el móvil, la documentación y el paraguas plegado en su funda.

Tan plana e inofensiva me pareció la tabla, que no se me pasó por la cabeza rodearla, y, planté el pie sobre ella sin sospechar, ni por asomo, lo que me depararía después.

La madera cedió, crujió y se partió como una galleta. Debajo de ella, no solamente no había baldosa, tampoco había, literalmente, suelo, y mi pie se hundió hasta el tobillo, con zapatilla incluida, para ser engullido por completo, atrapado entre trozos de tabla astillada y, entre dos tuberías rígidas de metal. Quedé malsentada sobre el primer escalón, dolorida. Respiré profundamente durante unos minutos, a fin de mantener la calma, hacerme al dolor, intentar evaluar daños y ubicar todas mis cosas.

El carro había quedado caído de lado frente a mí, junto a la puerta de emergencia. Un primer vistazo, y supe que no podría alcanzarlo de ningún modo. Mi bolso quedó tirado también, abierto, y algo más cerca que el carro, pero demasiado lejos para poder agarrarlo estirando el brazo.
De manera que me centré en mi pie atrapado. Sujeté los trozos de tabla para tirar de ellos, pero estaban encajados de manera que no podría retirarlos sin lesionarme la extremidad seriamente; sería un riesgo insistir. Además, bajo la madera  había clavos con los que mis dedos se rasparon y terminaron sangrando, no de manera copiosa, pero sí lo justo para plantearme que en un rato tendría que ir a vacunarme a un centro médico, cuando lograra salir de allí, claro está. Tiré de las astillas, mas la mano se me resbalaba. La madera era muy dura, la tabla, gruesa, y las esquirlas, traidoramente lacerantes. Opté por no hacerme más daño.
Sonó el teléfono móvil desde las profundidades del bolso. Con toda seguridad sería mi amiga Reme, que más que amiga, era una agregada a la que en ocasiones tenía que esquivar en pro de mi bienestar emocional, aunque admito que me daba compañía. Recordé que la tarde anterior quedó en llamarme para venir a casa aquella mañana, y yo olvidé advertirle de mi ausencia.
Una vez enmudeció King África (politono descargado por mi hijo en un arrebato de amor), esperé a ver si saltaba el contestador, pero no estaba activado, idea también de mi hijo, claro. Con rabia, tiré todo lo que pude de mi pierna, asiéndola incluso con ambos brazos por debajo del muslo, pero solamente conseguí caer hacia atrás y clavarme un escalón en los riñones. En esta postura me quedé, mirando al techo, un buen rato; no sé si esperando que se produjera el milagro de que ese día tocara leer los contadores en el edificio, no sé si intentando creer lo que me estaba pasando, porque aquello comenzaba a cobrar tintes de pesadilla.
Llegó el momento-incredulidad:


-Esto no me está ocurriendo; debe ser un mal sueño.

El pie me dolía cada vez más; algo serio me había hecho, seguro. Temí que el tobillo se hinchara y entonces ya fuera imposible sacarlo de ahí. Tenía que pensar algo, pero me permití, (débil que es una), romper a llorar y autocompadecerme un poco, qué más daba, nadie me veía, sólo lo haría un poquito para quedarme a gusto. Instintivamente cogí con la mano sana mi bufanda para secarme las lágrimas.

¡La bufanda!
¡Claro!, la bufanda me ayudaría. Pero  sola no me serviría para alcanzar el bolso; tenía que buscar algo que hiciera peso  para poderla lanzar. La descolgué de mi cuello, y el tejido se enganchó en la cruz de Caravaca que acostumbro a llevar siempre. Con cuidado de no estropear la prenda, maniobré con los dedos. Me fijé en la cruz. En la base tenía dos ángeles. Nunca antes me había percatado de ese detalle.

-Caray,- pensé-. Este Cristo lleva refuerzos, a ver si hubiera suerte…

Concluí que la cruz era demasiado pequeña para utilizarla de pesa, y seguí buscando en mí misma y a mi alrededor algo que me pudiera servir. En el empeño, mi pulsera chocó contra uno de los barrotes de la barandilla. “Bien, aquí está”. Era ancha, rígida, pesada, hortera a rabiar, pero sería mi salvación, o eso pensaba. La extraje de mi mano, y la anudé en la bufanda, al extremo. El teléfono comenzó a sonar nuevamente, y lo ignoré, qué remedio quedaba. Ensayé en el aire un par de lanzamientos  y apunté directamente al bolso. Como era de esperar, no lo enganché; mi invento no era lo más apropiado para pescar bolsos. Aun así, me obstiné, proyectando la pulsera una y otra vez con el otro extremo de la bufanda firmemente agarrado, con la fe de que quizá así podría mover el bolso de alguna manera, y acercarlo hacia mí.

Nada.
Me rendí, fatigada, y me tumbé de nuevo sobre la escalera. Cerré los ojos y recé, aferrándome a mi cruz con la zurda. Permanecí así poco más de diez minutos. De no ser por el dolor creciente de mi pie, podría terminar quedándome dormida incluso con los escalones clavados en mi espalda.
Miré al techo. Se me antojó una sombra de extraño contorno. Busqué alrededor para adivinar qué era lo que sombreaba el paramento: Era un aplique luminoso de pared, pero estaba demasiado alto; no llegaría a él ni utilizando la bufanda.
Bajo él había un cuadro colgado que mostraba una amarillenta reproducción de un desnudo a carboncillo. El cuadro era plano; tampoco me serviría. O sí…

¡La moldura!
La moldura podría hacer la vez de gancho si pudiera alcanzarla. Llevada por un impulso e ignorando mi dolencia, arrojé la pulsera enganchada con la bufanda, a fin de golpear el cuadro hasta conseguir descolgarlo. Me costó una decena de intentos, pero no sólo pude con el cuadro, también con la escarpia y una buena ración de yeso que cayeron a plomo sobre mí. Suerte que me cubrí la cabeza con los brazos a tiempo de no ser lastimada.
Cogí el cuadro, y lo contemplé, esperando que él me diera la idea de cómo romper el marco. Pero era mudo, de forma que eché otro vistazo alrededor, buscando remedio en otro lado. Pared… escalones, barandilla…

¡La barandilla!
El tope del pasamanos, ¡¡claro!!!. Ahí está, prominente y sólido. Pareciera haberse fabricado expresamente para aquél  contratiempo. Sin pensar en el peligro de ser herida por los cristales, qué más daba ya, asesté al cuadro la mayor paliza de su vida contra el tope, y logré, en apenas un minuto, tener la moldura limpia entre las manos.
Con el mismo extremo de la barandilla, hice palanca y la partí en dos. “Perfecto”,- celebré-, “dos ganchos en escuadra a mi disposición”.
Ambas mitades eran iguales. Liberé la pulsera del nudo de la bufanda y la até con fuerza alrededor de uno de los extremos del marco partido. Ya tenía mi arpón, si podía llamarse así, y lo arrojé contra el bolso, esperando engancharlo por las asas.

Ni por ésas.
Algo fallaba. Lo arrojaba una y otra vez, pero el nada práctico ángulo en “L” y el tamaño de las maderas, de casi medio metro de largo cada una, hacían imposible la maniobra. Me desesperé de nuevo y rompí a llorar otra vez, rendida, reclinando la cabeza sobre los brazos, apoyando éstos sobre las rodillas.
Mi móvil sonó por vez tercera. Reme ya me tenía frita. Aun sabiendo que no me escucharía, no pude por menos que gritar.
-¡Por Dios cállate ya, pedazo de mema! ¡Vas a acabar con la batería! ¡Eres estúpida! ¡Si eres más estúpida, no naces!

Debió asustarse el dispositivo, porque se hizo el silencio.

Mi bolso parecía lamentarse de no poder colaborar. Allí, abierto y algo malherido a causa de los golpes, quiso hablarme, o eso creí figuradamente:

-Mira, aquí lo tienes, no te rindas ahora. ¿No lo ves?
-¿Qué puñeta es lo que tengo que ver?- le increpé como si pudiera entenderme.
-El paraguas…

¡Dios mío, tengo que alcanzarlo!
El marco no me valía, estaba claro. Pero si conseguía terminar de sacar el paraguas que asomaba del bolso, con toda probabilidad podría cogerlo. Hurgué de nuevo en mi improvisado almacén. La pulsera recobraría su papel protagonista. Deshice el nudo que aseguraba la bufanda a la moldura, y volví a atarla a la pulsera. Llevada por una fuerza renovada, me dispuse a proyectarla mil veces de nuevo sobre el bolso, en esta ocasión con la intención de extraer el paraguas del interior.


Me cansaba.
Sudaba, y mi respiración acusaba el esfuerzo. Utilicé la bufanda de nuevo para secarme el rostro.
No más rendición. No más claudicación a una suerte nada esperanzadora. Instintivamente me agarraba a la cruz, pidiendo la ayuda de Cristo y sus ángeles, y de nuevo me abalancé todo lo que mi anatomía me permitió, sobre mi objetivo, golpeándolo con saña y tozudez.
Finalmente fue posible. En mi último impulso, el paraguas quedó prendido a la pulsera.

Me detuve.
No podía ser. Semejante prodigio de la puntería no podía haberme ocurrido a mí. Tomé aire y descansé por un par de minutos. No era momento de dejarme llevar por la angustia. Tendría que empezar a tirar de la bufanda con precisión quirúrgica para que no se desenganchara y no estropear el trabajo.

En otro par de minutos estaba desmontando el paraguas. Las varillas, finas y flexibles, se convertirían en las mejores ganzúas del mundo. Doblé una a modo de garfio, no sin herirme la mano de nuevo, la até a la bufanda, apartando antes la pulsera, claro está, y me lancé a la nueva gesta de intentar atrapar las asas del bolso.
Tres intentos fueron suficientes. Mi bolso quedó casado a la varilla del paraguas como si lo hubiera estado esperando todo el tiempo, diría incluso que aferrándose a ella como quien se aferra a un salvavidas. Poco a poco llegó hasta mi mano como un perrillo hambriento, arrastrándose por el suelo y ofreciéndome, vencido, su interior, para que encontrara en él mi móvil, y pudiera salir, por fin, de aquella trampa.
Incapaz de marcar el número de urgencias; mis dedos, ensangrentados y sudorosos, resbalaban al intentar pulsar las teclas. Sentí que estaba a punto de desfallecer. Paré por un instante y me tumbé sobre la escalera. El frío y puntiagudo  escalón donde apoyaba mi cabeza se me antojó la mejor de las almohadas.

Di gracias.
Gracias a mi cruz, a los ángeles, a mí misma, y no recuerdo bien si a la bufanda, al cuadro, al paraguas, a la pulsera y, finalmente, al bolso.
Di gracias a todo.

-Emergencias, dígame.

Suspiré, y acaricié los ángeles de mi cruz de Caravaca.

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