sábado, 19 de marzo de 2016

Melchor está enfermito (Cuento de Navidad)

Félix se encaminó, como llevaba haciendo cada seis de enero desde años atrás, hacia la sede de la Asociación de Apoyo Familiar del Transportista. Era ésta una entidad de amparo  formada por autónomos del transporte en general, desde la que, con una modesta cuota, podía brindarse ayuda económica adicional  a los huérfanos y viudos o viudas de trabajadores del gremio, caso de no contar éstos  con apoyo suficiente de las administraciones para afrontar las necesidades básicas de la vida. El día de Reyes, se repartían regalos a los niños, presentes generosamente donados por los socios. Félix, cuya fuerte complexión  era idónea para el rol que iba a interpretar, consideraba que representar al Mago Melchor un día al año era un privilegio, y le generaba una satisfacción enorme, tanto más cuando, en esta ocasión, contaría con la presencia en el evento de una niña especial para él: su sobrina Eva. El hermano de Félix, taxista, había fallecido en accidente meses después de haber sido padre, dejando a su esposa  inmersa en una pena hasta hoy no superada, la cual hubo de aceptar trabajos mal pagados y temporales, debido a la crisis, a fin de poder complementar la pequeña pensión estatal que le había quedado, aunque con la ayuda de su cuñado, ni a ella ni a la pequeña les faltaría de nada. 

Evita ya tenía la edad mínima requerida para asistir a la entrega de regalos de la Asociación, cuatro añitos, y su grandullón tío se preocuparía de camuflarse lo bastante para que ella no lo reconociera. Así creería, como los demás niños, que era el propio Melchor quien le hacía  entrega de los suyos.  

Acomodados sobre sillones de oficina tuneados como tronos, les esperaba a los tres una mañana muy atareada repartiendo ilusión. Pese a que sus dos compañeros (que interpretarían sendos  roles de Gaspar y Baltasar) le sugirieron que fuera uno de ellos y no él quien sentara a su regazo a la querubina, por evitar todo peligro de delación, él insistió en conseguir esa foto soñada que, años después, enseñaría  a su sobrina como tierno recuerdo. “Baltasar”, además, era un Watusi de dos metros de alto, negro de verdad, el único socio de color que había en la Asociación, por lo que ya, peinando canas, llevaba décadas representando allí al africano mago. Félix, en su amor de tío, le dijo que podría asustar a su pequeña si se acercaba mucho, porque ella nunca había visto, seguramente, un gigante tan oscuro. Suerte que el compañero sabía aceptar bromas de este tipo, y se lo tomaron ambos con humor. 

Una vez sentadita sobre las piernas de quien ignoraba que era su tío, la primera mirada de Eva fue para las atrayentes barbas doradas de Gaspar, lo que supuso un alivio para Félix, pensando en lo acertado de su disfraz, aunque sintió ciertos celos por el compañero que, fastidiando un poco y a modo de guasa cómplice entre colegas, guiñó un ojo a la pequeña. Fue entonces que ésta decidió mirar a Melchor, que comenzó a hacerle preguntas, en aras de no perder esta vez su atención. 

“¿Así que, te llamas Eva? Un nombre precioso, el de la primera mujer. ¿Lo sabías? ¿Has venido con tu mamá? ¿Está entre el público? Señálamela, que la salude.” 

Y la niña señaló sin dudar, aunque muda todavía, a la mujer que en ese momento se deshacía de ternura mirando la estampa. Félix aprovechó el momento para carraspear. Había estado ensayando una voz propia de un fraile franciscano en día de ofrenda, suave, melosa, casi de falsete, para no descubrirse ante la pequeña.
  
“¿Y has sido buena, Eva? ¿Te has portado bien con mamá? ¿Eres ya una niña muyyyyy mayor?” 

A medida que la cría iba asintiendo a todo con la cabecita, él iba adquiriendo seguridad, logrando, no sólo engañarla,  sino crecerse en su propia interpretación hasta creérsela. Estaba tan entusiasmado como ella, y la cámara de su cuñada fue plasmando la secuencia con total fidelidad, hasta que… 

Eva rompió a llorar, sin ton ni son, abriendo la boca con tal envergadura, que pareciera desquijararse allí mismo. Félix, tan sorprendido como acobardado, agarró a la pequeña y la abrazó, suplicándole con su falsa voz que no llorara, y preguntándole, sin poder apenas disimular la angustia, qué le ocurría. Ella le rodeó el cuello, en una reacción contraria a la esperada en un niño defraudado, con el sentimiento y la razón en conflicto, y consiguió emitir un sonoro lamento.
  
“¡Tu no erez e rey  Melchó, tú erez el tío Feliiiiiiiiii!!!” 

El caracterizado sintió que el corazón se le disparaba. Con fallos ya más que sustanciales en el timbre de fraile franciscano, cuestionó  a su sobrina porqué pensaba eso, negando por activa y por pasiva tamaña ocurrencia.
  
“¡Loz pieeeeeez! ¡¡Ezoz zon loz piez del tío, tú erez mi tío, tu no erez e rey Melchóooo!!!” 

Anonadado, se miró los pies.

“Acabáramos”…
  
Nuestro  Melchor de pega había olvidado cambiarse el calzado, y lucía, bajo la túnica, las viejas botas de campero con tacón cubano que calzaba todos los inviernos desde años antes de que Eva naciera, por lo que ella se conocía al dedillo hasta las grietas,  y estaba familiarizada con todas las peculiaridades que unas botas usadas del número 43 pertenecientes a un tío  pudieran tener. 

Sin saber qué hacer, hizo un gesto a su cuñada, porque la pequeña no cesaba en el llanto, y había empezado a empujar al impostor para emprender la huida.

“¡¡Maaaaama…maaaama… maaama, que me ha engañadoooo!! ¡¡Yo ya no tero a tío, no le tero nadaaaa!!¡¡Yo tero contigo mamiiiiii!!!" 

La madre, casi tirando la cámara de fotos, corrió en auxilio de la pobre criatura, y de paso, del pobre cuñado,  cuyos ojos se tornaron vidriosos, no pudiendo optar por más solución que rendirse y desatar el dulce vínculo que hasta ese instante le había unido a su dulce sobrinita.
  
“Lo siento. Créeme que lo siento, con las prisas olvidé… lo siento de veras. Luego te veo en casa, yo le llevaré los regalos”, se lamentó, ya con su propia y profunda voz. 

“Gaspar” y “Baltasar”, lo miraban confusos, pidiéndole con la mirada que continuara como fuera, ya que había más niños a los que atender. 

-No tienes culpa de nada, no te fustigues así, le comentó su compañero “Gaspar” en la trastienda, mientras guardaban cuidadosamente los disfraces en las cajas que los habrían de albergar en el almacén de la sede un año más.

-Soy un desastre de tío y de rey mago, y no tengo remedio. 

-Vamos, Félix,- intervino “Baltasar”, tu sobrina es muy pequeña aún, y en cuanto llegues a casa con los regalos y los abra, se le habrá olvidado todo.

No fue así. Eva no quería regalos, ni tío, ni perdones, ni reyes magos, ni comer, ni nada. Aislada en su infantil habitación, juraba infantil venganza:

“¡Na ma da la gana zalir, y na ma da la gana loz juguetez!¡Me voy a quedar aquí para ziempre, hala!” 

Hundido definitivamente, el fracasado clon del  rey Melchor se sentó ante el televisor, silencioso y resignado, dando por terminado lo que debía haber sido un día memorable para los tres.
  
Sonó el teléfono. Era su compañero “Gaspar” interesándose por la pequeña. Félix agradeció el gesto y le deseó una feliz tarde de reyes en compañía de los suyos. Tras beberse a pequeños sorbos un caldo caliente que le acercó su cuñada con la noticia de que Eva se había quedado dormida del puro esfuerzo de llorar, sintió que también se le cerraban los ojos, y se dejó mecer en brazos de Morfeo. Demasiadas emociones, las de aquella mañana. Nadie quiso comer.
  
Un timbrazo le despertó a media tarde. Su cuñada salió de la habitación de la niña con cara somnolienta. Se miraron ambos, preguntándose quién podría ser, puesto que a nadie esperaban. 

La mamá de Eva entreabrió la puerta, y gritó:
  
“¡Pero, qué es esto!” 

El tío Félix se levantó sobresaltado y terminó de abrir la puerta, para mirar. 

“Buenas tardes, creo que ya me conocen, soy Melchor, mago de Oriente”. 

Eva, como accionada por un resorte, saltó de la cama y salió de su cuarto, con la misma cara de sorpresa que adoptaron su madre y su tío. Ninguno tenía el valor de hablar, ni de moverse.

“Tú debes ser Félix, ¿verdad? Y usted, su cuñada. Un placer”. 

Se dejaron estrechar la mano, sin poder salir del asombro, aunque Félix adivinó que su compañero, el que le hubo telefoneado alguna hora antes, quiso echarle una mano que valía oro. Le sonrió. Eso era un amigo, sí, señor.

-¿Qué se le ofrece… Majestad? (Titubeó, sabiendo presente a la niña). 

-He venido a darte las gracias por haberme suplido esta mañana con los niños. Con estos fríos, he agarrado un catarro monumental y he pasado una noche horrible. Fue un detalle que te ofrecieras a vestirte como yo y salir a escena. De no ser por ti, mis compañeros habrían tenido el doble de trabajo.

-¡Ez que mi tio Feli é muyyyyyyy bueno! ¿Zabez? 

Evita se enganchó a la capa del “rey Melchor”, risueña, como si no hubiera llorado nunca,   mirando de nuevo a los pies del mago, no fuera que la timaran de nuevo. 

-¡Hola, Eva! ¿Me invitas a entrar? ¡He venido a abrir los regalos contigo! 

-¡Zí, paza!, -exclamó, tirando de su túnica hacia el interior. 

- A tu compañero hay que dedicarle una fiesta.- Murmuró la mamá al oído de Félix, que permanecía de pie, junto al umbral de la puerta, dudando si aquello terminaba de ser real.
  
Como si hubieran pasado media vida juntos abriendo paquetes, la pequeña y el mago se tiraron al suelo y, rompiendo papel por aquí, y papel por allá, una sonrisa definitiva fue asomando a la boquita de la chiquilla, que acabó saltando entusiasmada junto a Melchor, junto a su madre y junto a su tío, al que definitivamente perdonó, orgullosa del favor que éste le había hecho nada menos que a un rey, esa misma mañana.
  
-¿Ya no eztáz enfermito?,- le preguntó, colocando su manita sobre la frente del barbudo “Melchor”. Éste, estaba segura, sí era el de verdad.
  
-Para nada, pequeña. Tú me has terminado de curar con este recibimiento. Y tu tío ha sido muy bueno conmigo, sustituyéndome para que pudiera recuperarme. ¿Estaba guapo disfrazado de mí? 

-Noooo… eztaba muy feo, y lleva laz botaz muyyyy  zuziaaaaz… 

Félix recordó el guiño que su compañero había dedicado a la criatura esa misma mañana. Le gustaba aquella complicidad entre ambos, y egoístamente admitió para sus adentros que le había venido bien que surgiera. 

A la tarde siguiente, volvió a la Asociación con una botellita de licor cuidadosamente envuelta, que entregó a su leal compañero nada más llegar.
  
-¿Y esto?

-Por el detalle que tuviste conmigo. Lo mereces.

-Pero hombre, qué menos que una llamada. Me había quedado preocupado por la niña.

-Si,  claro, una llamada. Y después… lo del rey... ¿Eh?- Sonrió.

-¿Qué rey? 

Agradeciéndole de nuevo el obsequio, le dio dos afectuosas palmaditas en la espalda y se dirigió al salón de juntas, donde casi un centenar de socios esperaban ante una breve merienda, deseosos de narrarse unos a otros las alegrías de los pequeños que acudieron allá, en la mañana de Reyes Magos.

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