martes, 12 de abril de 2022

La higuera

 Una sobremesa cualquiera de verano, allá por finales de los setenta, doña Chon dormitaba su siesta a boca abierta en una enorme butaca de mimbre pintada de rojo bermellón.

La enorme higuera del jardín la separaba del Sol y mecía sus ramas sobre ella, abanicándola suavemente. En el regazo de la anciana, un transistor de larguísima antena (que entonces era el último grito en tecnología), retransmitía  la cabecera musical de la radionovela de moda, “Lucecita”, de la que doña Chon, al igual que la mayoría de la población femenina, jamás se perdía un solo capítulo. La melodía  tenía el cometido de despertarla de su sueño para que así fuera, y entonces ávida de melodrama subía el transistor para apoyarlo en su cuello y enterarse mejor.

Cerca de ella, sentada sobre suelo de azulejo cerámico antiguo, su nieta Irene pintarrajeaba con ceras de colores en grandes hojas de la misma higuera que  Anatolia,  la empleada doméstica e interna, se ocupaba de escoger previamente y lavar a conciencia para eliminar la capa pegajosa que las cubría. A la pequeña le encantaba dibujar ahí, y hojas había a miles en el árbol; no habrían de faltarle.

En compensación, doña Chon le permitía sentarse en una silla de enea (igualmente pintada de rojo) también bajo la higuera a escuchar el culebrón radiofónico durante la hora que duraba. Desde ese momento y hasta el final del capítulo, se olvidaban las jerarquías laborales y entraban ambas en un estado diríase que de profunda amargura y aflicción, embebidas por las múltiples traiciones, amores y desamores de los protagonistas. De vez en cuando comentaban sobre el devenir del guion, como si aquellas vicisitudes les sucedieran de verdad a seres cercanos. La higuera parecía agitar sus ramas más rápido en los momentos álgidos del drama, quien sabe si con la intención de aliviarles a ambas sendos sofocos emocionales con calmantes golpes de aire.

Irene se levantaba para enseñarles sus dibujos, acercándose ora a su abuela, ora a su niñera.

-Mira, Toli, una casita.

-¡Oh, qué bien pinta mi niña! ¿Qué son esas manchas, cielo mío?

-Vacas.

-¿Aquí hay vacas? Aquí solo hay ovejas, cariño.

-Es una casa de Asturias, Toli. Como la del tío Jesús. ¿No ves cuánta hierba hay?

-¡Irenita! – Le recriminaba su abuela, sonriendo -- ¡Deja a Anatolia que escuche la novela, anda! ¡Ay, esta pequeña, no para, eh?

-No se preocupe, señora Chon. A mí me encanta que la niña me enseñe sus dibujitos.

Irene se sentaba de nuevo sobre el suelo para continuar con sus obras de arte. Y así, cada tarde en la sobremesa, las tres se embarcaban en tan agradables rutinas, protegidas de un sol abrasador por la gran higuera del jardín.

 

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