miércoles, 10 de enero de 2018

Juguetes

La noche cayó mucho antes de lo previsto. El viento de otoño azotaba violentamente todo aquello que en las calles se encontrara. Nubes cargadas cubrían el cielo a velocidad de vértigo.
El payaso de peluche, sentado sobre el descalzador, observaba asustado tras el cristal de la ventana, y no se atrevía a moverse de su ubicación. Casi pegado a ésta, en la avenida, había un árbol de ramas desnudas, que se agitaba de modo colérico. Pareciera que de un momento a otro saldría volando por los aires.
El trenecito de colores, inquieto, silbó. A él le gustaba ese violento vaticinio de tormenta. Inició la marcha de modo progresivo. Pensó que aquella noche podría pasarlo bien, si animaba a sus compañeros. Se situó bajo el descalzador, y, asomando la máquina por debajo, le dijo al payaso:
-¿Subes?
Y el peluche se subió a horcajadas sobre el tren, que comenzó a pasear por la habitación, silbando de vez en cuando, despertando a los juguetes que ya se habían quedado dormidos.
El pequeño helicóptero, que no alcanzaba el tamaño de un zapato, puso en marcha sus aspas y despegó. Voló por el techo del cuarto, alegre, siguiendo desde arriba al trenecito.
El yoyó, contagiado, dio un salto y, extendiendo su cordel, se enganchó a la lámpara para empezar a columpiarse. El helicóptero, a fin de no enredarse con él, abrió su campo de vuelo.
El balón hizo lo propio, y comenzó a botar a un lado y a otro del tren, haciendo reír al payaso. A veces se escondía bajo la cama para aparecer saltando por el lado opuesto, sorprendiendo al vehículo, que, frenando bruscamente para no arrollarlo, volvía de nuevo a acelerar, esta vez con más ímpetu y alegría.
Súbitamente, la ventana se abrió de par en par. En un arrebato huracanado y rabioso, las ramas del árbol entraron en el dormitorio, y palpando muebles, suelos y paredes, fueron agarrando todo juguete que hallaran a su paso, para llevárselos, secuestrados, hacia la tormenta. Ni el payaso, ni el trenecito, ni el helicóptero, el balón o el yo-yó, pudieron hacer nada contra la furia de aquél monstruo leñoso que les arrastraba consigo.
-¡Papá!
Se encendió la luz, y el escenario cambió repentinamente. Los juguetes descansaban en su correcta ubicación, aunque podía escucharse aún el viento a través de la ventana, que permanecía cerrada, protegiendo al niño del árbol amenazador que tras ella se sacudía, y aislando la vivienda de los rayos y truenos que comenzaban a hacer acto de presencia, justo antes que la lluvia.
-¿Qué pasa?
-Tengo miedo, papá. No puedo dormir con la tormenta.

-No te preocupes, chiquitín; papá se quedará aquí contigo hasta que te duermas…

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