Enma sabía que Juan no la amaba, ni la amó nunca. Albergaba, sin
embargo, la esperanza de que aprendiera. Y en ese esperar insistente, precisaba
creer que su carencia de sentimientos sólo era ignorancia.
“No sabe amar; nunca le enseñaron”, se decía.
Tampoco le importaba en exceso, pues ella se amaba menos aún, y
también lo sabía. Su dependencia afectiva era tal que, sin esa ciega fe en que
alguna vez sería correspondida, no se veía capaz de afrontar la vida. La
soledad era un enemigo demasiado grande. Y la soledad entraba por la puerta
cada vez que él salía, empujándolo hacia el rellano del ascensor, derribándola
después sobre la cama y haciéndola llorar.
En ocasiones, evitaba sucumbir en el llanto inmediatamente y se
acercaba hasta la ventana para verlo marchar. Juan era reconocible desde el
séptimo piso entre mil viandantes. Sus andares, propios en ese momento de quien
huye tras un polvo memorable, y la prisa por distanciarse de un barrio donde no
quería ser visto, delataban inequívocamente su presencia en la avenida. Diríase
que se encaminara a tomar un tren por los pelos, y ella era consciente de que
en ese instante ya la había olvidado, sin pesar alguno, hasta otro día en que
la precisara otra vez. Él no se pararía a evocar olores de hembra en su ropa,
como ella hacía, buscando fetiches aromas en su bata de seda mientras lo veía
alejarse.
Enma se sentía como esa emisora con la que todo el mundo se
queda a pasar el rato cuando no encuentra otra mejor. Él sabía que ella estaba
siempre ahí, en el dial, esperando que la escogiera nuevamente y se quedara
unas horas. Porque Enma era eso, un entretenimiento para sus horas vacías. En
ocasiones, él mismo se ocupaba de recordárselo sin ningún complejo: “Si además
te quisiera, esto sería la hostia”. Ella, lejos de sentirse ninguneada,
agradecía el mazazo de la honestidad extrema. Si alguna vez se acabara su
aventura, celebraría que, al menos, no la mintiera. Solamente eso daría sentido
a tanto sufrimiento por amor.
Cuando él desaparecía entre muros de hormigón grafiteados para
descender hacia el parking, era que tomaba conciencia de su papel de amante sin
amar. Los encuentros de pasión de Enma y Juan siempre acababan en llanto.
Rendida, se abandonaba y recreaba en él. Gustaba de alimentarlo
con un CD de empalagosas baladas que siempre tenía metido en el reproductor a
tal efecto. En un inglés perfecto, canturreaba las estrofas más dramáticas para
refocilarse en la realidad que no admitía. Y entonces sus ojos disparaban
lágrimas hasta dolerle los lacrimales, haciéndola gozar durante largos minutos
de ese padecer morboso y masoquista que el abandono trae consigo.
Con los ojos y mejillas excoriados hasta la quemazón, se dejaba
vencer por el sueño, no sin antes permitirse sentir una extraña victoria, una
rara satisfacción por haber podido estar
con él, por haber sido suya una vez más, por haber alcanzado otra vez la cima
en el cerro de la conquista, por fácil que fuera el ascenso, que lo era, claro:
Para su amado era, ante todo, una mujer fácil. Se alentaba pensando que él
también se sentiría solo, con seguridad. Si no fuera así, no la demandaría
desde hacía tanto. Y Morfeo, resignado, se la llevaba en brazos, con la sonrisa
dibujada en su irritada carita.
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