Si no fuera por las ganas que tenía de conocer a Damián, no me
habría levantado de la cama. El día pintaba gris, qué malaje, sabiendo que
llevaba yo más de un mes esperando nuestro encuentro.
Entusiasmada, había tirado la casa por la ventana semanas antes,
adquiriendo un modelito interior de encaje a precio de traje de novia, para una jornada de amor que
prometía ser inolvidable, y, seré honesta, ¡vaya que lo fue! Una no podía
presentarse a un evento de tal clase con
su atuendo habitual de sostén de cuello
alto y refajo opresor. No procedía.
Cuando me vi ante el espejo de la tienda con aquellos milagrosos
y canallas aros elevando lo inelevable, me sentí la mujer más sensual del
mundo, pese a que tuve casi que pelearme con la vendedora para que me
suministrara tres tallas más de sujetador que de braguita, ya que mi anatomía
había decidido, años atrás, optar por una asimetría propia de un globo aerostático.
Entiendo que no le hizo gracia que le desbaratara dos conjuntos. Mis lolas
habían acampado a sus anchas sobre mis costillas después del segundo embarazo,
sin entender que lo coherente era volver atrás y quedarse en un tamaño, cuanto
menos, razonable. Imaginé que a Damián, como buen hombre de campo, le gustarían
las mujeres pechugonas, como las vacas berrendas que tan rica leche decía que
le producían y de las que tan bien me hablaba, de manera que opté por dejar los
complejos en casa y adquirir aquél intento abultado de Victoria’s Secret que tan bien me sentaba.
Quería arrasar.
Conocí a mi pretendiente por internet, en un chat colectivo que
en principio se organizó para hablar
sobre colecciones, y que terminó siendo una reunión de porteras cotorras y
futboleros aficionados, me incluyo. Aun
así, todos teníamos ganas de hacer
amistades, triste vida, y de ese grupo brotó más de una pareja que hoy se
podría denominar sólida. Eso me animó a
lanzarme cuando mi galanteador me comentó que le atraía. Cierto es que, en no
pocas ocasiones, nos quedábamos solos de madrugada en el chat, su conversación
me resultaba harto agradable y se me pasaban volando las horas hablando con él
de todo y de nada. En un principio, que yo fuera una taquígrafa prejubilada y
él un ganadero solitario, se revelaba como un serio inconveniente, pero Damián
le aportaba una chispa a mi vida que ningún otro hombre de mi entorno conseguía
acertar, y pensé que, salvo el problema de la distancia, y ni eso, todo tendría
importancia baladí si el amor vencía.
Llegado el momento de intercambiar fotografías, me sorprendió
que Dami tenía el atractivo rústico de Robert Redford, sí, sí, se le daba un
aire. Me envió un par de imágenes escaneadas, una con pelo negro y denso, de
quince años de solera, pero con una inteligente sonrisa que le hacía
socarronamente atractivo, y una foto carnet reciente, canoso ya, en la que
perdía la sonrisa, mas no la inteligencia, ni la socarronería. Quedará ñoño
admitirlo, pero me dio tiempo a enamorarme de aquellas estampas como una
adolescente se enamora de un cantante de moda. Me lo imaginaba susurrando a las
vacas como Redford a los caballos, con extremeño acento. Honestamente, el
extremeño de Damián me parecía más romántico que el inglés de Redford. Además,
tenía al teléfono una voz profunda y masculina, lo que alimentó mis fantasías
hasta límites que a mí misma me asombraron.
Tuve no pocas ocasiones de poder
conocerlo en persona, si hubiera ido a su cacereño pueblo en la Sierra
del Losar, pues yo ya no trabajaba. Él, por su parte, podía también haber
venido a verme a Madrid; siendo su propio jefe, nadie se lo impediría. Pero
pospusimos la idea, llevados, convencida
estoy, por la prudente intención de conocer nuestras almas antes que nuestros
cuerpos. En eso coincidíamos ambos, con la certeza de que igual estábamos hechos el
uno para el otro. Nos confesamos
clásicos para el tema de los sentimientos, y aquello me tranquilizaba.
Damián no era un buscón.
Tenía dos años menos que yo, que a estas edades ya ni se nota.
Era viudo, y desde que perdiera a su amada esposa hacía dos años, no había vuelto
a intimar con otra mujer, debido también a que su negocio ganadero le ocupaba
casi todo el tiempo, y cuando terminaba la jornada, lo que menos le apetecía
era marchar a la ciudad en busca de ligues. El tiempo se le iba resbalando de
las manos, como a mí, desde que se me fuera mi Pepe.
En el chat, nadie disimulaba si se sentía atraído por alguien,
no teníamos edad ni ganas de ocultar nada, y Herminia, (que coleccionaba huchas
de cerdito), se convirtió - ya que era testigo diario de nuestro virtual
romance-, en mi mayor confidente. A ella le participé mis nervios cuando, por
fin, mi enamorado se decidió a venir. Le conté a mi amiga que iba a por todas,
una pasaba ya de protocolos y recatos, y le había pedido a Damián que se dejara
de reservar hoteles y se viniera a casa. En el peor de los desenlaces, mi
vivienda contaba con habitaciones vacías y podría ubicarlo en una de ellas.
A quien no le pareció tan maravilloso -y eso sí me preocupaba –
fue a mi hija Lourdes. Temía que le estuviera abriendo la puerta, ya no
solamente de mi vida, sino de mi hogar, a un psicópata, sin yo saberlo. Lejos
de crisparme, agradecí su intranquilidad. Era buena hija. Aun así, me deseó
suerte y se alegró de verme ilusionada. Le conté también que me había comprado
un conjunto sexy, cosa que le hizo mucha gracia.
Le consulté poco más tarde a mi amiga si tendría posibilidad de
realizar alguna dieta rápida que permitiera a mis fofas y flacas piernas
adquirir un poco de carnosidad antes de la cita. Herminia era aficionada, con
cierto éxito en su propia persona, a todo tipo de martirios, tratamientos
adelgazantes y hierbajos milagrosos. También los coleccionaba. Me recomendó que
comiera frutos secos todos los días y que no renunciara a la leche entera,
aquella que yo había olvidado ya coger
de las estanterías del súper hacía años. Así hice durante dos semanas; me
atiborré de castañas, avellanas y anacardos, leche de la que deja blanco el
vaso y quesos grasos, pero no logré sino subir dos tallas más de sujetador. El
sostén que tan estupendo lucía en el probador de la tienda, había encogido
escandalosamente, y mis lorzas luchaban por escapar de las costuras. Fragüé en
mi mente la idea de llenar el dormitorio de velas, para que esa mágica noche no
se me viera mucho. Herminia, volcada en mi causa, se quedaba sola dándome
aliento: “No te apures, mujer, con lo que debe ganar ese hombre, te pagará una reducción de
tetas, seguro”.
Llegó el anhelado día y, como comento al principio de este
tocho, amenazaba tormenta. Pese a ello, me enfundé en mi mejor traje chaqueta
años setenta (el único que me valía) y lo conjunté con un abrigo de lana color
caca de mono que apestaba a naftalina, pero con el que me veía guapa. Rescaté
también del altillo un gorro de pelo que me hacía parecer un soldado ruso
travestido… elegante. Un paraguas me sacaría del apuro de mojarlo, caso de empezar a
llover.
Damián me había advertido que llevaría puesta una chaqueta de pana
marrón. Entre la multitud de la estación, nadie vestía, seguro, una chaqueta
como aquella. Podíamos, él y yo, haber presidido una convención sobre historia
antigua de la vestimenta. De todos modos, me gustó descubrir que era más alto y
delgado de lo que yo pensaba.
Fue reconocerme, y acelerar. Esperé la formal cordialidad de dos
besos en la mejilla; todo lo más, de un romántico y frágil ósculo, como los de
las películas de cine mudo. Para mi sorpresa, mi galán desenfundó del bolsillo de la chaqueta una mano cuyo
tamaño envidiaría el Yeti, y la plantó sobre mi culo con la sutileza de un
gorila. Antes de que tuviera tiempo de recordarle los cuernos de su padre,
abrió las fauces y me engulló la cara entera. Toda mi boca se llenó de hombre,
y mi romántica escena cayó al piso desplomada. Logré separarme antes de morir
asfixiada, y le empujé con ambas manos, a fin de recobrar oxígeno y poder
también mirarlo de cerca. Era incapaz de pronunciar palabra. Recé a todos los
mártires del santoral esperando que no nos hubiera visto nadie. Pero los
domingos libraban también los santos. En toda mi década de menopausia me llevé
un sofoco como el de aquél momento. Para colmo de males, el rostro de Damián no
se me parecía ni de lejos al que tenía en mi memoria. Hubiera jurado que
durante el viaje le había crecido la mandíbula de modo alarmante, y que los
finos labios que en sus fotos yo viera antes, habían sido rellenados con algún
sobrante de bótox de Angelina Jolines. La cara acromegálica que de Cáceres me traía,
se me asemejaba más a la de Shrek que a la de Robert Redford, lo juro. Por
suerte, no había perdido su galantería.
- Qué ganas tenía de verte ya, amor mío. En persona eres mucho
más bonita.
Me abrazó y me besó de nuevo, si se le podía llamar beso a aquél
banquete. Sin saber cómo actuar, esperé resignada a que terminara con el
arrebato. Algo debió notar cuando, mirándome a los ojos, decidió frenarse y me
ofreció una bolsa de plástico que llevaba atada al asa de la maleta. Era buen
momento para intentar tranquilizarlo:
- ¿Qué es?- sonreí.
- Es para ti.
Me asomé dentro y,
curiosa, abrí un poco el paquete de papel de aluminio que había en su interior.
Un olor nauseabundo a sangre y vísceras inundó la estación, la calle, el barrio
y la ciudad entera. Cerré inmediatamente, sin llegar a averiguar lo que había,
esperando que no cundiera el pánico entre la multitud. Ya habíamos llamado
bastante la atención.
-Pero… ¿Qué has traído, hombre de Dios?
- Es un conejo, de casa. Para que te hagas un arrocito.
Flores, juro que esperaba flores, o bombones, o ambas cosas;
pero un conejo, francamente, no. De todas maneras, quise agradecer el detalle.
-Y ¿lo has matado tú?
-Claro, mujer. Ya te he dicho que es de casa.- me agarró la
barbilla con suavidad- Pero, tranquila, que no ha sufrido nada. Ya sé cuánto te
importan a ti los animalillos. Además, te lo he destripado, para que no tengas
que pasar el trago.
El trago ya lo estaba pasando desde hacía rato. Echándole valor,
abrí otra vez la bolsa y destapé un poco más el envoltorio, para verlo. El
conejo venía entero y abierto en canal, pero sin desollar. Jesús Bendito. Lo
rocé con los dedos, con precaución, no resultara al final ser una rata; ya no
descartaba nada. El pelo estaba suave al tacto, pero el bicho tenía menos
carnes que mis piernas, que ya es decir; era todo piel y huesos. No estaba yo
muy convencida de que hubiera fallecido de golpe; por su estado físico y su
olor, bien pudiera haber muerto de
gastroenteritis.
- ¿Me lo llevas tú? Tengo el coche en el estacionamiento.
- ¡Claro! ¡Faltaría más!
Hizo un nudo a la bolsa (menos mal) y me ofreció su robusto
brazo para que me agarrara. Durante los metros que recorrimos hasta el parking,
me miró repetidas veces con amor, en silencio. He de confesar que, pese a que
su sonrisa necesitaba unos brackets con
urgencia, hallé en aquél rostro una ternura que no terminaba de disgustarme.
Ya abierto el maletero, busqué un hueco para albergar la bolsa, recóndito, no fuera
que el olor del conejo invadiera el coche.
Había encargado mesa en un restaurante algo costoso; un día es
un día. Le dije que invitaría yo, ya que él se había molestado en emprender el
viaje. Aunque me costó que aceptara, finalmente llegamos a ese acuerdo.
El camarero nos miró con cara de pocos amigos, no sé si por la
hora que era ya, más de merienda que de almuerzo, o porque esperaba verme
acompañada de un yuppie con gabardina. Saludando de escueto modo, nos entregó
sendas cartas para que escogiéramos menú. Damián se entretuvo tanto rato
leyendo, que opté por adelantarme antes de que al esmoquinado hombre se le
inflaran las narices y acabara por
traernos emplatadas las sobras de anteriores comensales.
- Yo quiero una crema suave de brócoli al parmentier, y un
medallón alegre de ciervo braseado con espuma de frambuesa. (Toma ya finura).
- …
- ¿Damián?
- ¿No tienen un cocido madrileño, o algo así? Es por probar algo
de la tierra.
El camarero se quedó parado, incrédulo.
- ¿No encuentra usted nada en la carta que le agrade?
- Verá, hace frío y vengo de viaje. Me apetecería algún puchero calentito.
- Disculpe, entonces. Permítame consultar en cocina.
Nos quitó las cartas con bastante mala leche, y a mitad de
camino se giró de nuevo.
- ¿Quieren beber algo, mientras tanto?
- Sí, - contestó raudo mi acompañante, sin dejarme abrir la
boca. Me cogió la mano. Vino con gaseosa, ¿eh, cariño?
- Lo que tú digas,- acepté, por la salud emocional del camarero.
Durante la espera, hablamos de los compañeros de chat y nos
preguntamos qué estarían pensando, sabiendo que por fin estábamos juntos. Deseé
por lo más sagrado que mi leal Herminia no pudiera leerme el pensamiento.
- Podemos ofrecerle una fabada, señor. Pero tardaremos un poco; es
prestada del mesón de al lado. Lamentamos no tener incluida ese tipo de
cocina en nuestro menú.
- …
- A menos que prefieran ustedes irse al mesón de al lado, claro
-remató con retintín vengativo, mientras abría la botella de vino, sin mirarnos
siquiera. No me fijé en la etiqueta, igual la venganza incluía servirnos la
botella más cara.- Si considera marcharse, lo entenderemos. Nada más lejos que
forzar a un cliente a consumir a disgusto.
No habíamos empezado a comer, y ya se me había atragantado hasta
el restaurante. Callada, dejé que Damián decidiera.
- ¡Una fabada! ¡Estupendo, me encanta! No se preocupe,
esperaremos a que la traiga. Igual en el mesón de al lado ya están cerrando el
comedor.
Un primer vistazo a mi crema de brócoli, comparándola con la
fabada de mi pretendiente, me hizo arrepentirme de no haber pedido yo lo mismo
que él. En un cuenco donde no cabría más que un café cortado, flotaba un objeto
anaranjado sobre algo que se asemejaba a la bilis de la niña de El Exorcista.
Moví aquella cosa con la punta de la cuchara, deseando que no estuviera viva.
Resultó ser una pinza de centollo. A saber qué habría sido del animal, si a mi
mesa llegó solamente una pinza. La saqué con delicadeza y la deposité sobre el platillo
que había debajo. No hallé tenaza alguna para marisco sobre el mantel; estaba claro
que el centollo había sido descuartizado solamente para adornar. Ni siquiera se
le dio la digna oportunidad de pertenecer a una cadena alimenticia.
La fabada de Damián, aún hirviendo, olía a gloria. Me moría de
envidia mientras él se relamía de gusto, cucharada va, cucharada viene, sin
quemarse. Debía tener la lengua de madera. El tamaño del plato era colosal; dado el
volumen de las raciones habituales de aquél lugar, sin duda se la habían
servido en una ensaladera. Esperé a que se comiera la mitad. Tardaba lo suyo, pues no dejaba de
hablar. Reía, carraspeaba, masticaba, tragaba, bebía; todo ello mientras me permitía contemplar
parte de su digestión. Y luego dicen que los hombres no pueden hacer dos cosas
a la vez. La espaciosidad de su boca se acercaba a la del túnel de Guadarrama. Solamente
se detuvo para tener otro alarde de cortesía:
Pero… ¿No comes, mi vida? ¿No te gusta la cremita?
- Sí… pero…
Alargó la mano y alcanzó la pata de centollo, sin complejos.
- ¡Te dejas lo mejor!
Ni corto, ni perezoso, la puso bajo la servilleta, y le atizó tal codazo que, de no estar la pata
ahí, habría partido la mesa en dos.
El rostro del camarero lo decía todo. Apoyado sobre la barra,
suplicaba porque le llegara la hora de marcharse. Estuve por contarle que los
santos libraban en domingo, pero no quise darle más disgustos.
Saqué valor de donde pude y me tomé la crema de dos cucharadas.
De súbito, mi boca sufrió una inesperada deflagración. No recuerdo si me
levanté de la silla voluntariamente, o salí eyectada.
- ¡Cariño! ¡Qué te pasa!
El camarero acudió en mi ayuda.
- ¡Señora! ¿Se encuentra bien?
- Aaaaahhhh…
- Discúlpeme, se lo ruego. Olvidé decirle que la crema de
brócoli lleva un poco de tabasco.
Toda la compasión que había sentido anteriormente por aquél hombre,
se esfumó. Si la crema suave era eso, miedo me daba pensar en qué consistiría
la alegría del ciervo que venía después. Reprimiéndome, le pedí, por favor, que
me trajera el segundo plato. Damián, con ojos de “como te pille fuera, terminas
como el conejo”, le instó a retirarse, y siguió comiendo fabada, no se le fuera
a enfriar.
El plato llegó. Lo que ignoro es si el ciervo no se habría ido
de rositas, porque yo no veía nada que pareciera carne. Junto a lo que sí era,
indudablemente, espuma, había unas hebras parduzcas. Me atreví a pinchar un
poco y llevarme el tenedor a la boca. Sí, tenía sabor a caza, pero volví a
sospechar que bien pudieran ser las sobras de otro, porque de medallón, aquello,
no tenía ni la forma. Tanteé la rosada espuma con el cuchillo, por estrenarlo.
Se desvaneció. Vamos, que la espuma se desinfló como un globo. Damián me miraba
con cara de pena. El camarero se metió en la cocina, temiendo que me diera un brote psicótico acabara
persiguiéndolo cuchillo en mano. En mi plato, con suavidad, aterrizó una
cucharada de judías junto a un trocito de chorizo.
- Come, cielo mío. Está muy buena. Anda, come.
Me lo habría comido a él, en ese instante. Se me olvidó toda su
rudeza. Ante mí, por primera vez en esas accidentadas horas, pude reconocer al
hombre que, desde la distancia, me hacía sentir tantas veces como una reina.
Sin pensar más, no solamente me comí las judías; le eché caradura, total, qué
más daba ya, el espectáculo estaba servido de antemano, y me traje unas
porciones más con el tenedor. Él me sonrió y me sirvió, sin complejos, tres
cucharadas más. Entre risas, nos comimos juntos aquella fabada deliciosa. Oré
de nuevo, esperando que hubiera algún santo de guardia, para que mi tracto
digestivo no me traicionara esa tarde con una acumulación de gas imprevista. El camarero, viendo que habíamos recuperado la
calma, se acercó para ofrecernos un postre.
El plátano frito al helado de Pedro Ximénez sí era digno de
valer lo que pagué por ambos menús. Damián pidió café solo, sin azúcar. Arguyó
que no le gustaban los postres dulces y que había venido durante todo el viaje
comiendo fruta. El camarero nos despidió en la puerta, con bastantes ganas.
Tuvo, sin embargo, unas palabras de cortesía para mí; nobleza obliga.
- Un placer, señora. Esperamos que vuelva a contar con nosotros.
- Gracias, estaba todo buenísimo.
- ... y que venga
acompañada por alguien con mejor paladar y mejores modales.
Dios mío. Solamente nos faltaba aquello. Agarré a Damián de la camisa,
para que la tensión no fuera a mayores, en vano. Sujetándolo de la pajarita con
sus manos de Yeti, le dedicó el eructo de su vida a centímetro y medio de su
nariz. Quise morirme. En aquél apestoso
regüeldo iban englobados los efluvios de la fabada con su chorizo, y me temo
que los del desayuno y la cena de la víspera. El perfumado empleado, una vez
recuperó el control de su pajarita y de su vida, se mantuvo erguido, mirando al
suelo con engreimiento y soberbia. Tiré de mi agraviado compañero con empeño, a fin de abandonar de una
vez el restaurante.
Tras ayudarme a ponerme de nuevo el abrigo y el peludo gorro,
Damián me propuso un paseo por el Parque del Retiro. Me pareció bien; estaba
muy cerca de allí, y necesitábamos una dosis de romanticismo que borrara de
nuestras mentes lo antes acontecido. A fin de cuentas, y acabara como acabara
el encuentro, a cada instante me encontraba más a gusto en su compañía, aunque
no consiguiera ser del todo el hombre que me había imaginado. Dejamos mi abrigo
y su chaqueta en el coche. La climatología, finalmente, fue generosa con
nosotros, permitiendo que el astro rey se asomara tímidamente para regalarnos
algo de calorcito, aunque negras nubes se obcecaran en impedírselo. Tímido pero
decidido, mi invitado me agarró de la mano como haría un mozalbete, y admito
que me ruboricé. Mis mejillas terminaron de estallar de bochorno cuando me
propinó después un par de palmetadas juguetonas en las nalgas. No sé qué
tendría yo ese día, que atraía las miradas cuando más quería evitarlas, y un
anciano que se encontraba sentado en un banco aprovechando el sol que a ratos
salía, soltó una estridente carcajada.
En una tregua, hablamos. Mi compañero se atrevió a abordar la
cuestión emocional. Me reconoció tener
ganas, ya desde tiempo atrás, de poder decirme que su vida había cambiado desde que dio conmigo en el chat. No
solamente por compartir la afición de la filatelia, que ya era bonito, sino
porque yo había introducido, según él, un poco de alegría en su existencia,
existencia que se limitaba a trabajar, dormir y comer, desde que se quedara
solo. Siempre he pensado que solamente un viudo puede comprender a otro, y su
franqueza me agradaba de verdad. Me sentía tan a gusto como cuando chateábamos
por las noches, a veces hasta la madrugada.
Paseamos durante un buen trecho, de camino al estanque, ora en
silencio, ora charlando o riéndonos con sus ocurrencias, que no eran pocas, ni
delicadas. Siempre me he preguntado por qué a las mujeres nos gustan los
hombres que nos hacen reír, aunque a veces pequen de bestias. Damián era
experto en ello, pero también disfrutaba de su parodia, se reía consigo y de sí;
tenía algo de monologuista, algo de cómico, y algo de mimo. No me habría
sorprendido que el show del conejo y el de
la fabada formaran parte de un guión humorístico escrito a propósito para mi
deleite, pese a la vergüenza que me hizo pasar. Gustaba de hacer imitaciones
que duraban segundos, pero eran hilarantes y divertidas. Emulaba a políticos,
a presentadores, a deportistas, actores
y artistas, y lo hacía en mitad del parque, sabiéndose contemplado. De vez en cuando
me miraba de modo entrañable, para asegurarse de que disfrutaba con todo ello.
Por momentos, deseaba que lo dejara, yo no estoy acostumbrada a que la gente me
mire, pero en mi íntimo contento no quería. Yo también, como él, necesitaba reír
después de mucho tiempo. Reír a carcajadas, sin recato, sin miramientos ni
pudor.
Me arrastró con suavidad hasta un sembrado de césped. Pensé en
la estrechura de mi falda. Todo fuera que saliera la costura por los aires.
Pero a mí también me apetecía. Sentándome
con cuidado, evitaría el accidente. Como no podía ser de otra manera, se tiró
en plancha boca arriba sobre la hierba y
me derribó sobre él. La costura posterior de mi falda no pudo con tanta
efusividad y reventó por todas sus puntadas, dejando a la vista los encajes de
mi braga nueva, quién iba a decirlo, y en su sensual traslucidez, mis escurridas protuberancias
nalgares. Quise averiguar, mientras mi caníbal adonis me devoraba otra vez,
quién habría sido el afortunado, en esta ocasión, de presenciar mi ridículo,
porque seguro que me había visto alguien. No era ningún anciano, ni ningún camarero:
Fue una pandilla de púberes, chicos y
chicas, los que, planeando subir mi culo a las redes sociales en cuanto tuvieran
un minuto, disparaban los flashes de sus móviles sobre mi trasero. Peleé como
una fiera por soltarme de mi pulpo. Pero Damián, entregado en cuerpo y alma al
cometido de hacerme pasar el día más agobiante de mi vida, confundió mi
angustia con un imaginario frenesí, y se
me agarraba más fuerte todavía. Mirando tras mi cabeza, vio a los chavales y se
incorporó, mientras yo trataba de recuperar algún retal de mi malograda falda
que me permitiera cubrir la retaguardia expuesta. Aquellos adolescentes no
tenían intención alguna de detener la fiesta.
Sonó un trueno. Se conoce que algún santo me hacía el favor de
desencadenar por fin la tormenta, y di gracias por ello, aunque tuviera el
paraguas en el coche y la falda rota. Pero no. ¡Cómo iba a ser un trueno! ¡Era
un pedo! Partiéndose de risa, mi galán contemplaba a unos desconcertados chicos
a los que había borrado la risa de golpe.
No era broma: Damián se había peído como un bisonte. Y se pitorreaba. Uno de ellos se lo tomó mal, y
se nos acercó de malas maneras, retando
a mi Dami a partirse con él la cara. Por fortuna, sus amigos lo frenaron, y
decidieron marcharse.
Aquello, lejos ya de parecerme divertido, me provocó la reacción contraria; yo ya no me encontraba
cómoda. Poco o nada estaba saliendo como hubiera querido. Desazonada, rompí a llorar.
-Se me ha roto la falda, Damián. Por favor, quiero irme a casa.
-Perdóname – se disculpó- apesadumbrado. Entiendes por qué no he
vuelto a tener pareja, ¿verdad? A veces me paso mucho.
Me ayudó a levantarme y me giró sabiamente la falda para que el
descosido quedara en un lateral. Me agarró de la cintura y, cariñoso y callado,
me acompañó hasta el parking, y se
empeñó en pagar. Me daba cierta lástima. Él pensaba que teníamos ya la
confianza suficiente para aguantarnos todo tipo de bromas y afrontar con
descaro y humor toda clase de situaciones por absurdas o violentas que fueran,
y yo le estaba decepcionando sobremanera. Tanto, como él a mí. Con medio siglo
cumplido, más cerca ya de los sesenta que de los cincuenta, pensé que éramos
demasiado mayores para según qué espectáculos, y que todo tenía un límite.
Comenzaba a caer la noche y me propuso buscar un hotel para
quedarse allí. Le dije que tenía habitaciones vacías en casa, y que me gustaría
que viniera, ya que se lo había ofrecido. Durante el trayecto, se permitió encender
la radio y sintonizó un programa de jazz que nos obsequió con un poco de paz
para el camino.
Llegando a casa, le dejé en el salón y le pedí permiso para
retirarme al dormitorio y ponerme una bata. Él me lo pidió a mí para abrir la maleta
sobre un sofá y sacar un pijama. Antes de hacerlo, metí la bolsa con el conejo
en la nevera, donde debía estar desde hacía horas. Ya me enfrentaría otro día
al trance de tener que abrirla de nuevo.
- Si quieres, preparo una cena rápida.
- Me he quedado muy lleno con la fabada, pero si quieres… no es
mala idea, y así nos relajamos un poco – me sonrió, no sin cierto apuro
todavía.
Yo también estaba empachada, con el agravante de que él había
liberado presiones post-fabada en mitad
del Parque del Retiro, pero yo aún no.
No cerré del todo la puerta del dormitorio, tenía la confianza y
certeza de que, después de lo ocurrido, Damián había abandonado ya la idea de
seducirme. A través de la apertura, lo miré. Estaba desnudo, y con cuidado
buscaba su pijama en los rincones de su maleta. No sabría explicarlo, pero en
ese instante lo deseé como lo había deseado en mis fantasías. Pasando de ponerme la bata, salí de la habitación y me
acerqué hasta él. Mi conjunto de encaje cobró vida ante sus ojos, y su mirada me habló, esta
vez muy en serio, de sentimientos sinceros y nobles.
- Si quieres, no preparo nada.
Con la delicadeza que siempre esperé de él, me abarcó entre sus
brazos de Yeti para besarme como los ángeles. Tal fue la fuerza de su abrazo, que la fabada me acabó traicionando.