Siempre me gustó dibujar corazones sobre el vidrio empañado. Y
siempre anotaba, dentro de ellos, un “I love you”. A nadie en particular iba
dedicado, pero me gustaba hacerlo. Si algo falta en el mundo, es amor. Me
gustaba, también, observar la avenida desde la gran ventana de cristal
traslúcido, sabiendo que desde fuera nadie me vería ataviada con traje de baño y zapatillas.
Miré el termómetro: Dos grados Celsius en el exterior;
veintitrés centígrados en el interior del recinto.
Me senté al borde de la piscina y algo llamó mi atención a pocos
metros de mí, sobre el suelo. Un libro. Alguien lo había olvidado allí. Le
pregunté a la única persona que había allí conmigo, un hombre maduro y de
envidiable físico, que me dio una negativa respuesta (molesto quizá por mi
interrupción, sin sonreírme siquiera, lo que restó el noventa por ciento a su
encanto), y siguió calentando músculo.
Observé la portada: Un título largo y la imagen de una orquesta
de cámara sin músicos, pero preparada, parecía, para comenzar a interpretar una
majestuosa sinfonía. Y el autor, un eminente psiquiatra conocido y admirado por
su trayectoria, y por apariciones frecuentes en medios audiovisuales.
No miré más, el libro no era mío. Me incorporé y busqué a uno de
los vigilantes para entregárselo. Me lo agradeció y continué con mi baño
dominical durante una hora, para marcharme a casa después.
Al regresar el domingo siguiente, el libro me fue devuelto por
el mismo vigilante, que arguyó no haber
recibido noticias de su dueño en toda la semana. Esa misma tarde yo partiría en
tren hacia el norte, era víspera de Nochebuena y celebraría las navidades con
unos parientes lejanos con los que, encantada, ya lo llevaba haciendo desde
unos años atrás; navidades que me servían
para reencontrarme con ellos y no hacer pereza por verlos, puesto que
los quería mucho, solo que la distancia y las ocupaciones me ponían difícil
visitarles con más frecuencia.
Estupendo. Recuperar el libro me evitaría tener que comprar
lectura para el trayecto y además, lo admito, me había picado la curiosidad.
El viaje no pudo resultar ser más ameno. Me emborraché de
ternura y emociones con aquella novela. Me enamoró perdidamente; rebosaba
sensibilidad, anécdotas de vida maravillosas, cordura, experiencia, enseñanza.
Disfruté como pocas veces lo había hecho leyendo, y me prometí que, a la
vuelta, ese libro ocuparía un lugar preferente entre mis novelas escogidas,
aquellas que terminan ubicadas oportunamente en un estante especial, a
sabiendas de que serán releídas alguna vez.
Llegué a la estación cuando aún me faltaban tres capítulos para
concluirlo. No importaba; esa misma noche lo acabaría en la soledad de la
habitación de invitados.
… o eso creí. Una vez terminado el protocolo de abrazos y
halagos de cinco o seis familiares que me fueron a recibir al andén, dejé que
se ocuparan de mi equipaje y de súbito vi cómo, después de despedirse con un
toque de silbato, mi tren iniciaba la marcha de nuevo… con mi libro dentro.
Lo había olvidado sobre el asiento. Al darme cuenta se me
encogió el estómago intentando digerir un amargo cóctel de rabia e impotencia.
De haber tenido tiempo, habría plasmado un corazón sobre el
cristal empañado de mi vagón con un “I love you” dedicado a él.
La alegría y la euforia de mi familia causaron que superara el
trago, pero sólo temporalmente. En la soledad de mi habitación de invitados me
encontré casi perdida sin mi novela. No pude terminar de emborracharme de
ternura y emociones; ya no me embargarían la sensibilidad, las anécdotas de
vida maravillosas, la cordura, la experiencia, y la enseñanza de sus páginas.
Ya no pude saber qué deliciosas vivencias me habrían deparado en los últimos
capítulos de su fluída prosa.
Al día siguiente, cena de Nochebuena. Visité junto a mis
parientes lugares adornados por Navidad para deleite de los que pisáramos las
calles. No comenté nada sobre mi novela tan hallada como perdida, y, pasando
ante una librería, pensé preguntar si la podrían tener allí por un casual, pero
no quise entretener con mis caprichos a mi familia; ya buscaría cuando volviera
a mi localidad.
Disfruté de la cena como cada año, rodeada de cariño y
exquisitos manjares, riendo, cantando, y destilando buenos deseos para aquellos
que, cada año, abrían las puertas de su hogar para mí y me aceptaban como a una
hija o hermana más, aun siendo una simple sobrina para algunos y una prima para
otros.
Llegó, como era costumbre, el instante de abrir regalos. Yo
acostumbraba a llevarles un presente colectivo: una cesta navideña llena de
productos de mi tierra que sabía que ellos degustaban especialmente, nada
baratos, por cierto. Pero no es caro aquello que se ve que alguien disfruta.
Ante mí dispusieron varios paquetitos, y procedí a descubrirlos nerviosamente
entre silencios y miradas cómplices, pues siempre supieron acertar con mis
gustos.
Y esta vez afinaron también: En un paquete, un disco compacto de
música celta, concentrado deleite en formato digital. En otro, una enorme
pañoleta con motivos indie que me vino al pelo, pues no había llegado lo
bastante preparada para las terribles heladas que me recibieron. Y abriendo el
tercer envoltorio, hallé un libro. Un libro de título largo, y la imagen de una
orquesta de cámara sin músicos, pero preparada, parecía, para comenzar a
interpretar una majestuosa sinfonía…
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