Dicen que cuando uno se halla en sus últimos instantes, por su
cabeza discurre toda la vida como si de un filme se tratara. No temía morirse
precisamente, pero le sucedió algo similar. Mientras su casi ex se esforzaba en
escoger palabrería sutil para no hacerle más daño, Elsa se teletransportó a
tiernos tiempos de tiernos besos, tiernas miradas, tiernos gestos y tiernas
caricias. No encontró en la película ninguna secuencia desagradable, ni
discusiones, ni decepciones; silencios,
todo lo más. No se arrepentía, ni sentía sensación de abandono, si eso es lo que
temía él, y tuvo que morderse la lengua para no sentenciar el monólogo, aunque
sabía que, dejándole hablar, podría
calmar su tensión. Oscar lo estaba pasando verdaderamente mal para explicarle
que ya no la amaba, ni se sentía amado.
Disimuló cierta compasión
por él. En todas las grandes decisiones de aquella relación, había tomado él la
iniciativa. No sabía si esa determinación se debía a un residuo de su retrógrada
educación, o sencillamente su ego le
empujaba a tener siempre la última palabra, la definitiva. Un ego suave, nada
molesto, soportable durante todo el
tiempo que estuvieron juntos. Un ego por costumbre, una costumbre a extinguir a
partir de aquél día.
-Creo que ha quedado claro, ¿verdad? , concluyó él.
-Por descontado. Quiero darte las gracias por todo.
-¿Y no vas a decirme nada más?
-¿Es necesario?
Él sonrió, e hizo un último esfuerzo, ya no por hablar, sino por
impedir que las lágrimas asomaran a sus ojos. No tuvo éxito y lloró. Un final
es un final; una despedida es una despedida.
-Se veía venir. No te sientas mal.
-¿Estas enfadada?
-Nunca podría enfadarme contigo. Eres un hombre maravilloso, y
te deseo lo mejor.
Lo abrazó con la misma ternura que lo había hecho siempre.
Aunque desde meses atrás aquello estaba anunciado, no pensó jamás que
fuera tan sencillo, sin traumas, sin reproches, sin gritos.
-Te llamaré de vez en cuando, para saber si estás bien.
Oscar asintió con la cabeza, no le quedaban
palabras. Con un gesto le indicó
que debía marcharse, y se subió al coche. Con un último adiós indeciso de su
mano, arrancó el motor y marchó.
Elsa miró durante unos segundos al que un instante antes fuera
el hombre de su vida mientras se alejaba, como si no quisiera perderse un solo
minuto de aquella historia que, no por acabar fríamente, había sido menos
intensa y satisfactoria. Cuando lo perdió de vista tras la curva de la avenida,
se giró para entrar en la casa. Suspiró, aliviada pero triste. Una lágrima
afloró a sus ojos.
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