Prudencia le hacía siempre honor al nombre. Desde que comenzó a
trabajar para Doña Inocencia a la tierna edad de dieciséis años, fueron oír, ver y callar tareas prioritarias sobre limpiar, lavar o planchar,
que era por lo que le pagaban.
Doña Ino era una mujer de clase media-alta con más delirio de
grandeza del debido, todo hay que decirlo, pero no se le adivinaban
sentimientos innobles.
Vivía Prudencia en el
hogar de los señores y dormía en una cama plegable, encajonada en un dormitorio
donde para abrir el armario había que sacar la silla al pasillo. Esto, dentro
de un piso céntrico de casi trescientos metros cuadrados, con dos comedores que
no recordaba Pruden haber visto pisar a nadie más que a sí misma, para quitar
el polvo que se acumulaba en silencio. En esa casa nunca hubo niños, y tampoco tuvo jamás valor de
preguntar por qué no bendijo Dios con ellos a un matrimonio tan bien avenido.
Aun inmersa en semejante régimen de vida, se consideraba
afortunada. Solamente salía los sábados por la tarde a misa de seis, y los
domingos todo el día a casa de su hermana, donde vivía también su anciano
padre. El salario que recibía parecía muy alto para una persona que no tendría,
quizá, oportunidad de gastarlo jamás. Pruden no tuvo nunca tiempo para
enamorarse y casarse, pues todo era trabajar o cuidar a su padre. Su hermana
pequeña, sin embargo, encontró a un buen hombre con quien prendó en amores
antes de que decidiera ponerse a servir, y casó muy joven, quedándose todos a
vivir en la casa familiar.
Por las tardes, mientras Prudencia planchaba o cosía, conectaba
un viejo aparato de radio y escuchaba “Lucecita”, una novela que le hacía sentir
protagonista de ficciones amorosas trágicas y con finales felices los viernes
que los lunes volvían a truncarse por alguna traición, engaño o malentendido
entre los personajes. Emocionarse con las secuencias románticas de la
radionovela, fue lo más parecido al amor que Pruden pudo conocer. Por increíble
que parezca, le llenaban aquellas historias increíbles de pasiones dolientes.
Para ella, la ensoñación era como el amor, pero sin cuerpos.
Cuando su jefe murió, se convirtió en el mudo paño de lágrimas
que la viuda necesitaba, ya que, pese a que ésta siempre presumía de amistades
de alta alcurnia y primas que la querían mucho, a la hora de la verdad, no
estuvieron presentes todos esos años más que lo justo para aparentar afecto en
los eventos familiares o sociales, y las exequias por su esposo fueron fiel
muestra de ello, ya que nadie duró en el velatorio o el entierro más de diez
minutos, salvo ella y su fiel Pruden.
Sin saber cómo brindarle consuelo a aquella mujer que, aunque
siempre mantuviera las distancias, nunca la trató mal, durante los primeros
días se limitó a rozar su hombro cuando se venía abajo, y le decía “No llore
usted, señora Ino, tenga usted entereza, serénese”, en la esperanza de suavizar
su duelo dentro de la medida que su confianza le permitía.
Doña Inocencia tardó pocos meses en comenzar a dar algunas
muestras de demencia. Tenía despistes cada vez mayores, alguno de los cuales,
sobre todo en la cocina, pudo acabar en accidente, de no ser por la oportuna
intervención de Prudencia, que no quería que a su patrona le sucediera nada
malo. Ya tenía una edad propensa a un final natural; nadie deseaba, pues, uno
trágico o inmerecido. Cuanto más tiempo pasaba, más convencida estaba de que la
“señora Ino”, con aquellas lagunas temporales de memoria no debía ya quedarse
sola ni un momento.
El día que Inocencia felicitó a Pruden por su sesenta y cinco
cumpleaños y le ofreció un digno retiro
laboral, fue el más infeliz de su vida. Tanto fue así, que le preguntó
directamente a su jefa si era obligatorio jubilarse. Su señora, conmovida, le
propuso continuar, pero en otro régimen de trabajo consistente solo en dormir
en la casa (en una habitación más grande, quizá uno de esos comedores que nunca
se usaron), para que ella no estuviera sola por las noches, y por el día se
encargaría ya de contratar a otra persona para las tareas del hogar. Sería su
albedrío quien decidiera si quería pasar más tiempo con ella en calidad de
acompañante voluntaria. Pese a los años que habían pasado juntas, a Ino le
costaba pronunciar la palabra “amistad” para referirse a Prudencia, aunque
tenía muy claro que su cariño por ella
era muy superior al que tuvo jamás por amiga alguna.
Y así, Prudencia marchaba cada mañana a cuidar de su padre,
liberando unas horas a su hermana de tan digna tarea, y tras la sobremesa
volvía al piso donde llevaba durmiendo ya medio siglo, para hacer compañía y
atender a Ino, que se iba apagando como un pajarito anciano. Durante los
últimos dos años que permaneció a su lado, la cuidó como a una madre, que no
como a una jefa. Inocencia, en momentos de lucidez que cada vez eran menos
frecuentes, compartió confidencias y anécdotas de juventud con su empleada, a
quien un día confesó que envidiaba a sus padres por haber sido ellos, y no ella
y su difunto marido quienes trajeran al mundo a una mujer tan buena.
Solamente Pruden y su hermana organizaron el entierro de
Inocencia, que previsora y viendo cada vez más cerca el reencuentro con su
esposo, había dispuesto una remanente en
un sobre para tal fin. Con lo que sobró, compraron coronas de flores y
encargaron misas y novenas; no quisieron pensar ni un instante en la idea de
quedarse con un dinero al que no consideraban tener derecho.
Durante las primeras semanas, Pruden se sintió huérfana. El
padre, que volvía a tener en casa a su hija mayor después de tantos años, no
entendía tanto pesar y congoja, ni recordaba que cuando falleciera su esposa la
niña se afligiera tanto. Sintiendo culpa cuando le oía quejarse, ella le pedía
comprensión y le prometía medir las emociones. La hermana, solidaria con su
pena, le recordaba a él que, a fin de cuentas, con su madre vivió diez años, y
con Inocencia más de cincuenta. Había de comprender que se hubiera creado un
vínculo maternofilial, por fuerza. Eso no tenía por qué desmerecer, jamás, el recuerdo de su madre.
Un día recibió Pruden la visita de un abogado, que la citó para una reunión con algunos familiares de la
difunta señora Ino. En un taxi llegó hasta la dirección que le indicaron en el
día del requerimiento, y allá se topó con la colección de primas y sobrinos de
su jefa que en vida no se dignaron a hacer una sola visita a su pariente,
sabiendo que estaba delicada, viuda y sola, y sin embargo no habrían faltado a
esa cita ni aunque les fuera la vida en ello.
Cuando se leyó la orden de tal citación, se quedó a cuadros. La
fallecida había dispuesto, poco antes de fallecer y en un momento de plenas
facultades, legar a su empleada el piso, como gesto merecido a alguien que
había vivido medio siglo allí, según rezaba la carta que el abogado leyera en
alto para todos. No podía, continuaba Inocencia diciendo en el escrito, desde
el amargo día de su viudedad, considerar a Prudencia sino como una hija. Había
dejado también zanjado con e abogado el tema de impuestos y notaría, para que
Pruden no tuviera sino que disfrutar de su jubilación en la que ya sería,
oficialmente, su casa.
Los parientes miraron a Prudencia de manera despectiva. Al
extenderle el letrado la escritura de propiedad, no pudo evitar soltar una
lágrima de recuerdo. Lamentó muchas cosas en su mente; celebró otras tantas, y
dando gracias al abogado se despidió de todos, sin ser correspondida más que
por éste, y que le entregó las llaves del que, a fin de cuentas, casi siempre
había sido su hogar.
Y allí se llevó a su padre, al que cuidó hasta que también
pasara a la otra vida, permitiendo así que su hermana descansara y disfrutara
con su marido, hijos y nietos, de una digna madurez.