Llovía moderadamente durante el trayecto a la
playa, pero no busqué refugio.
Era una forma inconsciente (o no), de rebelarme
al recuerdo de aquellas carreras que, empapados, echábamos a lo largo de la
avenida bajo los aguaceros de Noviembre, rompiendo charcos hasta cobijarnos en
algún sombrío portal que nos permitiera reír en intimidad y comernos a
besos, temblorosos por la humedad, temblorosos por la pasión, temblorosos por
el instante.
Ya no había avenida, ni charcos, ni cornisa. La
arena compacta se dejaba aplastar y cedía bajo mis pies un día más, paso a
paso, en silenciosa conmiseración hacia mi persona, solidarizándose con mi
tristeza. Las gaviotas me miraban molestas. No les gustaba mi intromisión persistente, aunque jamás pretendí interrumpir con mis visitas su pesquera labor.
Me senté, como cada mañana desde hacía dos años,
y dejé que las olas punteras subieran por mis piernas, acariciándome, como dándome consuelo. No me
encogí, no sentía frío. Por helada que estuviera el agua, mi alma más lo estaba en ausencia de tu calor. Mi frío no era el frío del mar. Mi frío era un frío
estremecedor, un frío de quirófano, metálico, con olor a muerte. Y mi frío no
variaba con el paso de los años y las estaciones. Cuanto más tiempo vivía sin
tu regreso, se tornaba más lacerante y atroz, matándome de
resignación y acatamiento ante la realidad de mi vacío.
Quería acabar; quería morir; apenas me quedaba aliento. Mas la idea de que algún día el sol pudiera
alzarse trazando la silueta de tu barco, me espoleaba, me forzaba y
conminaba a continuar respirando. Y Dios sabía, segura estoy, que no
abandonaría mi empeño hasta que no volviera a correr junto a ti por la avenida,
bajo la lluvia de Noviembre, para reír y devorarte de nuevo en aquél sombrío
portal.
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