Bien
podía haber titulado esta aventura “El milagro de volver a casa un domingo
cualquiera después de ir a comer con los abuelos”, pero preferí aplicar
concisión y no revelar mucho contenido.
Visitar
a mis abuelos, además de un deleite, era la excusa perfecta para ver a mi primo
Esteban, por quien bebía los vientos. Él era de esos primos de los que una se
enamora a los quince sin éxito porque a él le gustan las de veinte, más en
coherencia con su edad. Si se les aplicaba, además, los agravantes de
“delgadas, deportistas y estudiosas”, me convertía yo en la perfecta candidata
imposible. En mi honrilla personal llevo, de todos modos, la certeza de que
Esteban me quería muchísimo y siempre me trató con mucha dulzura.
El
domingo parecía salir redondo, pues mi tía me atiborró a gazpacho, empanadillas
y arroz con leche, mis abuelos me comieron a besos y me dieron cien pesetas a
escondidas, y mi primo se ofreció a traerme a casa en su auto a media tarde,
pues tenía que volver también al colegio mayor donde se alojaba y le quedaba de
paso, ahorrándome así casi una hora de tren. El trayecto, de unos veinte
kilómetros, se me antojaba harto tentador en mi ideario romántico y estaba
segura de que me pondría tontita y ruborosa, disfrutando yo sola la aventura,
claro, pues él nunca me miró con ojos tiernos. Un Dyan 6 polvoriento y viejo le
esperaba en un garaje más polvoriento todavía. Cuando él abrió la puerta de
conductor, abrí yo la de pasajero, me acomodé en el asiento y cerré, con tan
mala suerte que me quedé con el asa en la mano. Esperando la peor de las
regañinas, obtuve compasión a cambio.
-
No te preocupes, primita. Ese tirador suele dar mucha guerra. Déjalo en el
asiento de atrás y ya lo arreglaré otro día.
Me
pidió que esperara unos minutos, pues tenía que volver a por algo que debía
llevarle a un compañero de la facultad.
A
solas con el coche, pensé que sería buena idea encender la radio durante la
espera. Giré la rueda de encendido y de modo súbito comenzaron a sonar “Los 40
Principales” a todo volumen, convirtiendo el garaje en una improvisada
discoteca. Asustada, giré la rueda hacia el otro lado, mas el volumen no
bajaba. Toqué todos los botones que tenía al alcance y solamente mi primo, por
el eficaz método de abrir la puerta y atizarle un puñetazo al radiocasete,
consiguió callarlo.
-
Perdona, primita. – se disculpó de nuevo-, no te dije que la radio está un poco
cascada.
Dejó
sobre el suelo, detrás de su asiento, un bulto cubierto con lo que parecía un
trozo de sábana. Se sentó al volante y, tirando de una especie de gancho (el
coche carecía de llave de arranque), puso el motor en marcha. El vehículo tosió
dos o tres veces antes de encenderse y, de súbito, unos gritos ensordecedores
me eyectaron literalmente del respaldo.
-
¿Te has asustado, primita? Es una cotorra. Se la llevo a un compañero. El
vecino de abajo quería deshacerse de ella y les hago a ambos el favor.
Durante
los primeros diez kilómetros me tocó soportar la indignación del animal, que se
obcecaba en silenciar lo que prometía ser una grata conversación entre primos.
Se originó una competición entre los tres, incapaces de oírnos entre tanto
griterío, a ver quién dominaba un registro de voz más agudo y estridente. Por
suerte, la cotorra se acabó rindiendo al talento lírico humano y se quedó
dormida.
El
coche llevaba la velocidad crucero propia de… un viejo Dyan 6 de tercera mano.
Se le subían los caracoles por las ruedas. Cuando nos adelantó una Vespa, mi
corazón decidió que ya no sentía lo mismo por Esteban. Para más bochorno, él
manejaba el volante con un codo apoyado en la ventanilla y saludaba sonriendo a
todo vehículo que nos aventajara, aunque ellos le respondieran a bocinazos (y
algún insulto que otro), por lento y cachazudo.
El
aire que entraba al habitáculo era sofocante, pero cerrar significaría terminar
con el oxígeno en minutos. Tanto era así, que comenzó a oler a plástico
quemado. Miré a mi primo y lo vi soplando enérgicamente sobre el salpicadero,
pues salía humo (y algún fogonazo) de las varillas de luces. Agarró un trapo de
la guantera y se lió a golpes con él tras el volante hasta que sofocó el
incendio. Creí morir y no me atrevía a preguntar siquiera. Quedaban apenas
cinco kilómetros para llegar a casa, y no sería por falta de ganas de pedirle
que detuviera el coche en el arcén para terminar caminando el trecho que me
quedara.
-
“Tranquila, primita. A veces se recalienta un poco”
Aquellos
veinte kilómetros estaban resultando los veinte kilómetros más largos de mi existencia.
La cotorra se despertó, seguramente por el olor a quemado que apestaba en el
interior del auto, y comenzó de nuevo a protestar. Lo raro fue que no se
hubiera muerto por tantas emociones juntas. Me pregunté qué más sorpresas me
reservaría el viaje.
Cuando
nos detuvimos, por fin, en la puerta de mi domicilio, llegó la respuesta.
Como
mi puerta no tenía asa, Esteban se bajó para abrirla desde fuera, pero no lo
hizo. Imposible. No hubo manera. Los tirones, golpes y fatigas de mi primo por
desencajarla no hicieron sino agravar el problema, pues en la lucha se
desprendió el espejo retrovisor, que quedó colgando boca abajo como un
murciélago. Mi primo le guardó un minuto de silencio y me pidió que bajara la
ventanilla, supongo que para hacerme salir por ella, pero me quedé también con
la manivela en la mano.
Tomé
aire profundamente, intentando aplacar una inminente crisis de nervios.
-
“No te apures, primita. Te voy a indicar cómo salir por mi puerta.”
Lo
miré, claudicada al fracaso, esperando instrucciones o el desenlace final, no
sé. Yo solo quería salir como fuera de aquél carruaje del terror y abrazar a mi
madre en cuanto saliera del ascensor.
-
“Apóyate en los brazos, primita, alza la cadera y pasa por encima de la palanca
de cambio. Después déjate caer en mi asiento, con cuidado de no hacerte daño
con el volante y…”
Jamás
pensé, cuando suspendía en el colegio la asignatura gimnástica, que alguna vez
me iría a ver en semejante tesitura. Si lo llego a saber, le habría puesto más
interés, sin duda.
La
palanca de cambio se convirtió en un a modo de utensilio de tormento
inquisitorial que dio lo peor de sí bajo mi falda. Solo mi ropa interior pudo
salvarme de un cruel quebrantamiento de mi púber dignidad. Esteban, sospechando
que ahí debajo podía estar sucediendo algo muy grave, apartó la vista de mis
piernas, que cada vez estaban más visibles y temblorosas. Logré, no sin
sudores, librarme parcialmente de aquella palanca violadora y criminal,
dejándome caer sobre el asiento del conductor y huyendo como si no hubiera un
mañana. Olvidé, como es de suponer, esquivar el volante, que se me clavó en la
riñonada con la maestría de un cepo para caribúes.
En
mi brusco giro hacia mi flanco dolorido, mi falda terminó por desgarrarse,
enganchada todavía a la palanca asesina que, por fortuna, decidió soltarme ya
del todo, entre otras cosas porque ya no le quedaba tejido al que aferrarse.
La
cotorra, asustada por todo lo que estaba presenciando de oídas, se quedó
sospechosamente callada. Mi primo abrió su puerta y me halló cobijada en el
suelo, prácticamente sentada sobre los pedales, con la falda desgarrada hasta
las ingles y suplicando por mi vida.
-
“Primita… primita… perdóname, primita. Ya estás en casa, ya hemos llegado. Qué
mal me siento, qué mal…”
Creo
que en ese instante volví a enamorarme otra vez. Con una mano grande y poderosa
tiró de mí, sacándome por fin del coche, y me cubrió las caderas con su
chaqueta para acompañarme enseguida al ascensor.
La
portera salió a saludar (cómo no) y nos miró de un modo pernicioso. Con lo que
estaba viendo, tendría material suficiente para su cotilleo semanal. Pero eso
ya sería otra historia.