El Mercury de Wilhelm
Transcurría el año 1950. Mis sospechas se habían confirmado desde el
mismo Enero: Llegaríamos al medio siglo, y no habría logrado convencer a mi
padre para que me comprara el precioso Mercury color crema que Wilhelm, nuestro
vecino, había puesto a la venta ya en el 49, pues había decidido, octogenario y
cansado, finiquitar su vida de conductor. En un principio debió pensar que se
desharía pronto de él. “A lo sumo, quince días”, le comentó a mi padre, sin
darse cuenta de durante esas dos semanas y las cuatro siguientes, la mayoría de
las familias de la localidad y aledañas estarían disfrutando sus vacaciones
estivales en poblaciones costeras, y a su vuelta, priorizarían presupuestos
donde no entraba la idea, seguramente, de adquirir vehículo alguno, (colegios,
despensa), y menos aún si éste necesitaba una buena inversión de puesta a
punto. Los que no tuvieran que priorizar nada y ambicionaran un Mercury,
optarían por una nueva versión con caja semiautomática que ya se encontraba en
el mercado; toda una tentación para los amantes del modelo. Wilhelm, para más
autoperjuicio, se negaba a reparar los arañazos y cambiar neumáticos gastados,
delegando dichos gastos sin ningún pudor a los potenciales adquirentes que,
tras visitarlo, huían despavoridos ante el coste final que se les avecinaría,
caso de aceptar la oferta.
A mí no me habría importado hacerme cargo de los arreglos, si mi padre
hubiera cumplido su promesa de conseguirme aquél capricho rodante que mis
sueños protagonizaba. Me dio su palabra de comprarme un utilitario de segunda
mano si yo finalizaba mis estudios de graduación. Y yo cumplí, los terminé, aun
repitiendo dos cursos; pero acabé y con unas calificaciones medianamente
aceptables. Para él, ya no servía; haberme pagado dos años extra terminaba con
cualquier acuerdo previo de gratificación. Arguyó que los 800 dólares empleados
en mi rectificación escolar superaban con creces el presupuesto del premio, y
pese a que le dí un tiempo para que se recuperara del enfado, se mantuvo en su
decisión, hasta hoy.
Mucho me temo que entraremos en el 53 y, aunque consiga un empleo,
Wilhelm no querrá rebajar su oferta a ras de la devaluación real de su ya
polvoriento Ford. Lo tengo complicado.
Cuando paso por delante de su casa, me parece oír crujir a ambos,
anciano y automóvil, y ambos me miran detenidamente, callados y cabizbajos: El
vecino, esperando que me decida de una vez, a sabiendas de que no va a hallar
más compradores, y aferrándose a la única posibilidad de sacar provecho al
coche que tanto le costó de nuevo. Y éste, con la resignación de quien es
consciente de haber podido disfrutar de una vida más útil e intensa, como se
supone que corresponde a un Mercury del 42, nada más y nada menos, y deseando
no acabar sus días en quién sabe qué sombrío desguace.
El baile
Transcurría el año 1950.
Reme se contempló en el espejo, adoptando, coqueta, poses de modelo. Con
el vestido a cuadros vichy amarillo y blanco que su mamá había hecho para ella,
se sentía como tal.
-Es precioso. ¡Me encanta!
-Irrisorio, ridículo. No comprendo cómo se le puede llamar “presencia” a
eso.
Su padre observaba la portada del diario local con total desaprobación:
“Hoy, a las diez de la noche, gran baile de los quintos en nuestro Salón de
Espectáculos Municipal, que contará, entre otras actuaciones estelares, con la
presencia de Jorge Sepúlveda y su orquesta”.
Me refiero al vestido, papá. Jorge es, sencillamente (entrelazó los
dedos, mirando hacia el cielo), ¡monísimo!
Su madre la asió por la cintura, iniciando un breve chotis sobre la
baldosa de terrazo.
¡Monísima, monísima, monísima!!, -entonó, entusiasmada con el contento
de su hija. – Ay, Reme, cuando Alfredo se te arrime así y te prenda de la
cintura cuando cante ese chotis, ¡qué emoción!
-¡Mamá!, -se soltó, sonrojada. ¡A mí me gustan más sus boleros. Los
canta taaaaannn bien… ¡lo adoro!...”Mirando al mar soñé… que estabas junto a
mí…”
-Pues yo sigo viéndolo esperpéntico, un mamarracho, como ése tal Alfredo
del que te has colgado; tal para cual. Hija mía, naciste sin gusto. Me pregunto
a quién te parecerás.
-A su madre, sin duda, suspiró su esposa. – Solo que la hija escogió
mejor-, apuntilló mientras le estiraba los bajos del nuevo vestido bajo el
ceñido cinturón, para darle una caída elegante a la falda de media capa.- No
hagas caso a tu padre. Sepúlveda canta como un ángel.
-Un ángel caído, sin duda.- Sentenció él, dejando el periódico sobre la
mesa. Poniéndose de pie, se acercó hasta la ventana, y se encendió una pipa.
Maruja se abrió paso al salón empujando sin querer a la madre, aunque
disimulando muy mal su malestar. Su hermana, al verla todavía ataviada con
bata, quiso apurarle prisa.
-¿No piensas quitarte las coletas en la vida, Maru? ¡Alfredo está al
llegar!
-No,- contestó cabizbaja, dejándose caer sobre el sofá.
-Reme, -explicó su mamá con tristeza,-
Maru no irá al baile. Papá considera que aún es demasiado niña para ir.
-¿Niña? ¡Tiene quince años!. Papá, podías haberlo dicho antes de que
mamá se confeccionara dos vestidos, ¿no crees?
-Da igual, - se adelantó la pequeña. Mañana hay más baile, puedes
ponerte mi vestido si quieres. Seguro que te queda tan bonito como éste.
-Papá, ¡No puedes hacerle esto a Maru! No tiene por qué ocurrirle nada
malo. Viene con Alfredo y conmigo y no nos separaremos de su lado.
El padre se decidió a contestar:
-¿Y tú crees que yo me iba a quedar tranquilo dejando a toda mi prole en
manos de ése medio hombre?
-No insistas, hermana, -La defendió Maruja-, No te enfrentes a papá por
esto. Yo te lo agradezco; estaré bien, de veras. Además, estaréis más a gusto
solos. ¡Como cualquier parejita!
Papá, Alfredo es muy buen chico y muy estudioso. No es un medio hombre.
-Cierto, es cuarto y mitad; evidentemente.
La madre, en silencio, disuadió con una mueca a Reme de defenderse,
mientras le desenrollaba los rulos y le cepillaba el pelo recién ondulado. La
chica, entre tirones, intentaba pintarse los labios de carmín ante el espejo.
Una vez acicalada, se contempló otra vez de cuerpo entero, no sin mirar
compasiva a su pequeña hermanita, que la tranquilizó:
-Estas divina, como siempre. ¿Verdad, mamá? ¡Parece una actriz de cine!
La madre confirmó la satisfacción de Maru depositando un cariñoso beso
en la mejilla de su princesa, que no tardó en responder:
-Tú lo haces posible, madre. Eres nuestro modelo. Y coses tan bien… ¡y
te adoro! –exclamó, abrazándola con tanta fuerza, que tuvo que recolocarse el
peinado.
Su padre, cómo no, interrumpió el amoroso momento:
-Por ahí viene el cuarto de hombre a buscarte. Hay que reconocer que
tiene un buen coche, que ya es algo. Hija, marcháis los dos, ¡a ver cuántos
volvéis!
Reme frunció el ceño ante la indirecta malintencionada del hombre de la
casa. Su madre, disuadiéndola de nuevo de contestar, le alcanzó un pequeño
bolso blanco que conjuntaba con el vestido y unas merceditas de medio tacón que
su princesa llevaría al baile.
-Ni caso, hija. Papá te habla como si él nunca hubiera sido joven. Está
rancio ya,- se reía. – Yo me quedaré con tu hermana, y le daré un poco de
ánimo. Le voy a sugerirle que preparemos unos bizcochos para desayunar mañana.
-¡Bizcochos! ¡Uf, creo que volveré pronto!
-Pásalo bien, hermana,- se despidió Maru, girando la cabeza sin
levantarse del sofá.- Y por mí no te preocupes, ya creceré.
Reme arrojó un beso a su congénere, desde la misma puerta, que su madre
abrió, ajustándole el vestido por última vez.
-No tardaré mucho, papá. No
quiero que esteis preocupados.
Bajó la escalera de dos en dos, y prácticamente de un salto se subió en
el descapotable de su novio. Éste, sabedor de que su futuro suegro estaría
observando, saludó con la mano mirando hacia arriba y sonriendo con cierta
sorna, pero no quiso tener, cautelosamente, más cariñoso gesto de saludo hacia
su novia que un leve toque en la mejilla con los dedos. Durante el baile, ya le
cantaría Sepúlveda en su nombre aquello de “¡Guapa, guapa, guapa!, mientras él,
seguro que intentaría arrimarse a su amada, en el más apretado de los chotis.
Mecatrónica
Transcurría el año 1950. Si yo hubiera sabido entonces que sesenta años
más tarde contaríamos con un centro de planchado a vapor en cada hogar, no
habría dudado aquél día en procrastinar. Las sábanas de algodón se me acumulaban
en el cesto. Las sábanas, las camisas de mi padre, las enaguas de abuela, y
tres vestidos míos, para ser exactos, sin contar con un revuelto de ropa
interior inclasificable.
Ocuparme con dieciséis años de las labores del hogar, no me fue
sencillo, máxime cuando mi sueño de estudiar enfermería se iba viendo truncado
a marchas forzadas. No tendría tiempo para dedicarle las horas precisas.
Con el súbito fallecimiento de mamá, abuela envejeció veinte años de
golpe. A tal punto llegó a desmejorar por su pena, que se veía imposibilitada
totalmente para ayudarme. No sería yo quien le forzara a ello.
Humedeciendo y enrollando las prendas para su mejor planchado, me
pregunté: “¿Inventarán un día una plancha que haga el remojado previo?”. Me
gustaba pensar en un hipotético futuro, en los adelantos tecnológicos con que
la vida aún me tendría que sorprender. Soñaba con automóviles que estacionaban
solos, sin necesidad de dejarse los brazos en el volante, con trayectos donde
no hubiera que abrir las ventanillas para soportar el calor o el frío en los
viajes. Imaginaba trenes que corrían como balas. Diseñaba en mi mente robots de
cocina que evitarían lo más engorroso de ésta, como cortar, amasar, picar. Y
máquinas que lavarían platos y cazuelas, que aspirarían el polvo del suelo y
los muebles, refrigeradores que surtirían al instante de agua fresca o hielo.
Habría, -pensé para mí-, pequeños aparatos que exprimirían jugo a cualquier
fruta, abrirían latas de conserva, lustrarían zapatos y limpiarían cristales.
¿Y el cine? Mi padre me llevó hace poco. ¡Qué grandioso, parecía que
estábamos inmersos en el filme! A la salida, le dije: “¿Sabes, papá? Algún día
veremos cine en casa. ¡Al tiempo!”
¿Enfermera? De ninguna manera. Ahora sé que habría sido una buena
ingeniera mecatrónica, solo que entonces aún no se había inventado la
profesión. “Una buena excusa”, pensé, mientras veía, ayer mismo, la ropita de
mis nietos dando vueltas en la secadora, y el flan cuajando en el microondas.
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