-Tú eres la niña nueva, ¿verdad?
-Sí.
-¿Me puedo sentar contigo?
-Sí.
-¿Cómo te llamas?
-María.
-Hola, María. Yo me llamo Benedicte, ¿lo ves
aquí, escrito?, pero se pronuncia “Benedict”.
-¡No le haga caso, señorita! ¡Se llama
Benedicta!
En ese instante aprendí lo que era “tener a
alguien atravesado”, aunque mi tierno cerebro de cinco años apenas diera de sí
para poder comprender tamaña mala leche. Aquella monja con mostacho y papada
doble consiguió, nada más comenzar el curso y sin esfuerzo alguno, despertar en
mí férreos instintos criminales, pese a mi edad. Recorría lentamente el pasillo
del autobús escolar como un empecinado carcelero, en la obcecada búsqueda de
una niña mal ubicada en su asiento, de un uniforme mal puesto, o de cualquier
delito similar, para poder descargar su ira de frustrada madre, bien con un
grito, como el que acababa de propinar a mi recién estrenada amiga, bien con un
sonoro palmetazo en la testuz de la pobre víctima que eligiere para ello.
Las monjitas que yo había conocido hasta
entonces, en el jardín de infancia, eran dulces, blanditas, sonrientes y
juguetonas. Me regañaban con mimo, igual que mi mamá, consiguiendo, en mi
limitada conciencia, admisión de culpa y disposición a mejorar. Las echaba de
menos.
-Ya no me acuerdo de cómo te llamas.
-Puedes llamarme Bene. Si quieres nos
sentamos juntas todos los días.
-Bueno.
Así conocí a mi primera amiga. Como ella era
mayor que yo, tres años exactamente, solamente coincidíamos en el autobús que
nos llevaba al colegio por la mañana, y de vuelta a casa por la tarde. Veinte
minutos de trayecto, muy poco tiempo, mas lleno de buenos ratos. Benedicte
hablaba por los codos, era paciente con mi parvulario vocabulario, y me permitía
preguntarle sin límite. Ella también se interesaba por saber.
-¿Quién te lleva a la parada?
- Jelu.
-Y, ¿quién es Jelu?
-La chacha
-Eso ya lo sé. Lleva uniforme de chacha.
-Pues ¡no me preguntes!
Jelu era la asistenta de mis tíos abuelos.
Trabajaba en casa en régimen interno. Después de fallecer mis padres, dos meses
antes, recuerdo que fue la primera persona que me durmió en sus brazos. La tía
Geno nunca lo hizo. Jelu sabía que mi existencia había dado un vuelco fatal,
era consciente del galimatías afectivo que se me habría formado en la cabeza,
sin saber quién adoptaría en adelante en mi vida los roles de papá y mamá, sin
entender por qué ellos ya no podían estar conmigo, ni por qué mi hermanito
estaba lejos, ni qué habría hecho yo, a mis cinco años, para terminar viviendo
con dos ancianos de setenta años sin hijos ni nietos, absolutos desconocidos
hasta entonces para mi. Desde el primer momento, aquella chica de no más de
veinte años, redondita, rechonchita y graciosamente acnéica, puso empeño y cariño
en lograr que tan grave carencia me afectara lo menos posible.
Jelu siempre tenía prisa, me llevaba de la
mano prácticamente arrastras, y no dejaba de quejarse durante el trayecto de la
parada de autobús a casa.
-Vamos, qué niña, que no llego, que tengo
plancha, hay que ver, ¿eh? ¡Lo pequeña que eres, y cómo te pesa el culo ya!
Pero ¿Quieres andar más rápido? ¡Jesús, Jesús!
El portal de la casa me daba miedo. Era
siniestro; todo mármol amarillento y madera vieja. El ascensor bien podría
haber sido extraído de una novela de terror. Se veían las poleas, los cables,
la grasa negra y espesa que los cubría. Uno subía encerrado entre rejas, viendo
los muros y los pisos pasar. Me suscitaba pánico, irremediablemente. Si a eso
le añadimos que el tío Paco me amenazaba con meterme ahí cada vez que me
portara mal, más terrorífico aún se me antojaba.
Verde botella. ¿Quién podría tener la retorcida
ocurrencia de sumir a una niña de cinco años en un universo color verde
botella? Solamente a mis tíos, sin duda, y a las monjas como la del mostacho.
Un niño debería crecer entre tonalidades parchís y pastel. Tendría que estar
prohibido mostrarle más colores. En mi caso, casi lo consideraba un castigo: Mi
uniforme de colegio era verde botella, la tapicería del sofá y las faldas de la
mesa camilla, en casa, también, y, por supuesto, el feísimo revestimiento de
los asientos del autobús escolar. Mi tía Geno tejía eternamente un jersey verde
botella, envuelta ella misma en una toquilla verde botella. Los marcos de los
cuadros de la casa estaban malpintados de verde botella, y las barandillas de
la escalera del colegio, no iban a ser menos, compitiendo, además, en
desconchones con los marcos. Mi abrigo, para más castigo, era verde botella,
así como el estampado de la colcha de mi cama, mi gorro de punto, y la batería
de hierro esmaltado de la cocina, cómo no, también llena de feos desconchones.
Después de la jornada escolar pasaba la
tarde con Jelu, hasta mi hora de cenar. Mientras ella planchaba, lavaba la ropa
(a mano, agachada sobre la bañera), o fregaba el suelo (arrodillada, con
barreño y estropajo), yo me sentaba a su lado, o bailaba por el pasillo al son
de las canciones que ella me enseñaba, o de las que yo traía aprendidas del
colegio, de las que mi compañera de canto sacaba su peculiar versión, más
folclórica y menos infantil. En casa de mis tíos estaban prohibidas las
lavadoras, las fregonas y las muñecas. Suerte tenía yo de contar, al menos, con
un cuaderno donde pintarrajear con un lápiz color verde botella que Jelu me
afilaba a cuchillo, y que nunca parecía tener final, y, cómo no, con el extenso
repertorio musical de mi chacha, que abarcaba desde canciones de Fórmula V y
Karina, hasta coplas y jotas aragonesas. Todo ello hizo que, los tres años que
residí allí, quizá no fueran todo lo dulces que serían seguramente para
cualquier otra niña, pero sí resultaron medianamente llevaderos. Y, seguramente,
- ya se encargaba ella de que lo tuviera en cuenta, - habría niñas en otros
hogares que a lo peor no tendrían, ni un cuaderno como el mío, ni las canciones
de Jelu.
Cuando ella terminaba sus tareas, venía lo
mejor. Yo esperaba ese momento cada tarde con impaciencia. Desde el instante
que le comunicaba a mi tía que se retiraba, entonando un protocolario “si no
necesita usted algo más”, Jelu era ya mía. Jugábamos, cantábamos y bailábamos,
metidas ambas en una habitación donde apenas cabía una cama plegable y un
armario, espacio suficiente aquél para ser feliz, para disfrutar de mi singular
infancia de juguetes prohibidos “porque manchan”- palabras de la tía Geno -, y
con terreno suficiente para terminar sudando a veces, harta de brincar y reír
junto a Jelu, junto a mi Jelu.
Aconteció la llegada de la primera Navidad
en casa de mis tíos. Vacaciones, un horror. No podría disfrutar en dos semanas
de la compañía de Benedicte, compañía que ya no se reducía sólo a los trayectos
de la ruta escolar. Me buscaba en los recreos por el patio del colegio, y
jugaba conmigo y mis compañeras, sin complejo alguno por sacarnos una cabeza de
alta a todas nosotras. Una supuesta prima de la monja del mostacho, también
monja y carcelera vocacional, de vez en cuando irrumpía en nuestros juegos para
sacar de un tirón de ellos a mi amiga, a fin de ubicarla junto a las alumnas de
su curso, recordándonos una y otra vez, cuando nos despedíamos de ella mientras
se la llevaba de la mano, que se llamaba Benedicta, y no Benedicte.
Benedicte era francesa de nacimiento y
madrileña de adopción. Su padre, belga; su madre, de Cáceres. Jamás pude saber
cómo diantres acabaría ella en ese colegio, y sus padres en Madrid, pero habría
estado bien enterarme alguna vez de por qué, también, la vida de mi amiga, pudo
haber dado curiosamente tantas vueltas.
En Nochebuena y Navidad no percibí ambiente
festivo alguno en casa, a excepción de que mis tíos rezaban más, y seguían
todos los oficios religiosos posibles por televisión. Jelu se había marchado tres
días a su pueblo, de modo que llené mi tiempo pintando sobre boletos de
quiniela, porque mi cuaderno decidió, cansado, que ya no tenía más páginas a mi
disposición, pidiendo ser retirado a una estantería para disfrutar de una
merecida jubilación.
Los Reyes Magos de mis tíos me trajeron un
lote de libros de cuentos y un cuaderno nuevo de tapas duras (color verde
botella). Yo sabía leer perfectamente desde los cuatro años; mi padre se
empeñaba ya entonces en convertirme en la empollona que nunca fui después, y se
adelantó a la enseñanza escolar en un par de cursos, logrando que me
familiarizara con el cuaderno caligráfico desde muy temprana edad. Pero Jelu
también había dejado la noche de Reyes un zapato mío en su ventana, y cuando
abrí su regalo, juraría que el mismo niño Jesús se me personó allí mismo, tal
fue mis sorpresa al descubrir una guitarra de madera, para niños, pequeñita,
pero guitarra, toda, toda, para mí. Prodecí a inspeccionar el instrumento bajo
la inquisidora mirada de soslayo de mi tía Geno hacia Jelu, que no entendía a
santo de qué su asistenta había desobedecido la tajante orden de no introducir
juguetes en la casa, “porque manchan”. Jelu sonreía mirándome mientras yo le
sacaba los primeros acordes a mi regalo, mas previendo que se fraguaba una
bronca de su jefa, me disuadió de continuar mi desafinado concierto más de diez
minutos en la salita de estar, invitándome con dulzura a seguir en su
habitación. Allí, en nuestro refugio, pude dar rienda suelta durante todo el
día de Reyes a mi nula vocación musical, en la que ni el niño Jesús allí
presente me ayudaba, tan penosamente debía estarlo haciendo. Quizá consideró
que era mejor que el ruido camuflara la reprimenda que Jelu finalmente se llevó
por haberme regalado tan ruidoso invento.
Mi tío Paco nunca intervenía entre jefa y
asistenta, si acaso cuando decidían subirle el salario, que no eran tampoco
muchas las veces. En realidad nunca intervenía en nada; en esa casa ni pinchaba
ni cortaba. Era un ente sin sustancia alguna, insulso e inexpresivo, que se
ocupaba exclusivamente de estar sentado y callado ante el televisor, asintiendo
a todo aquello que se le preguntara, hipnotizado de modo crónico por la
aplastante y continua manipulación psicológica de su esposa, que le daba
órdenes a cada momento como si de un robot se tratara. Cada vez que mi tío se
movía del sofá era por imperativo de la tía Geno. Sólo lo hacía por iniciativa
propia cuando iba al baño, y en ocasiones lo he llegado a dudar. Cuando se
necesitaba una voz grave que me metiera el miedo en el cuerpo, se encargaba
también él de increparme, decretado previamente por mi tía, aunque todo su
alarde de autoridad se reducía a amenazarme con encerrarme en el ascensor, a
sabiendas de que yo obedecería de inmediato.
Esa noche a Jelu le costó despegarme de mi
guitarra. Estuvimos una larga hora tras la cena repasando nuestras canciones, y
antes de que Fórmula V o Karina nos interpusieran una denuncia, optó por
quitarme mi adorado juguete a la fuerza para ponerme el pijama de flores color
verde botella, sabiendo, no sin cierto pesar, que me haría llorar. Mi llanto
debió ser el desencadenante final para que mi tía Geno tomara cartas en el
asunto, y envió a mi tío a la habitación, que, enfundado en un horrible
esquijama de rayas verde botella, se personó allí, como sonámbulo, sin decir ni
media, y arrancó mi regalo de las manos de mi chacha, llevándoselo de allí, sin
más. Mi rabieta alcanzó confines de soprano, y Jelu intentó de todas las
maneras posibles que me calmara. Me abrazó, me cantó, me bailó, cogió los
cuentos a la desesperada, enseñándome dibujos y dibujando ella misma malamente
en mi cuaderno nuevo, luchando por entretenerme como fuera. Finalmente, mi
berrinche y mi sueño creciente le ayudaron a conseguirlo, y el niño Jesús, casi
seguro, colaboró también, que había terminado hasta el gorro de mí, y tenía,
supongo, ganas de irse a descansar.
Al día siguiente, al despertar, vi mi
guitarra junto a la cabecera de mi cama, apoyada en una silla. Me incorporé y
la cogí con ahínco, dispuesta a brindar a mis familiares y a Jelu otro día de
martirio musical, segura estaba de que, aquella vez, contaría con su venia. Si
no fuera así, no tendría sentido que me la hubieran devuelto. Mas cuando me
puse en situación, me encontré con que mi juguete… no sonaba. Alguien había
sustituido las cuerdas por hebras de lana de colores, alguna de ellas, para más
desgracia, verde botella, y con ello se había conseguido, de modo concluyente,
devolver el silencio a la ya de por sí silenciosa vivienda.
Me negué a desayunar. Jelu se desesperaba,
triste por verme así, resignada por la inquisidora decisión de su jefa. Dejó de
lado, incluso, algunas labores de diario, jugándose otra reprimenda en aras de
conseguir que yo comiera, y sobre todo, de que volviera a sonreír. Si por mí
fuera, me habría dejado morir de inanición, tan hundida estaba. No entendía, no
aceptaba, no asimilaba, no quería más cuentos, ni más canciones, ni más bailes,
ni más nada. Solo quería rascar mi guitarra, extraerle su estridente sonido y
disfrutar, como cualquier otro niño, de mi día después de la venida de los
Reyes Magos.
Finalmente, la compasión por mi chacha, a la
que veía más disgustada que yo, si era posible estarlo, me obligó a comer de
mala gana, entre lágrimas y moqueando, resignada a un castigo que escapaba a mi
comprensión, indignada por la privación de haber podido gozar de mi único
juguete. Pasé la mañana embebida en mis cuentos. He de admitir que eran
bonitos, o me lo parecieron. No todo estaba perdido, tenía una novedad a la que
asirme. Pero deseaba volver al colegio, jugar con Benedicte y mis amigas,
permitir que me contaran qué les habían traído los Reyes a ellas, en el
desesperado consuelo, al menos, de que a ellas les hubiera ido mejor que a mí.
Jelu trabajó en silencio, ignoro si por su
propia pesadumbre, o en solidaridad con la mía. Por la tarde durmió conmigo la
siesta, después de recoger la cocina. En esa semana de fiestas, mi tía le
desposeía de algunas labores. No se lavaba ropa ni se planchaba a diario, lo
que mi chacha agradeció, porque así podía dedicarme más tiempo, aunque no le
fuera posible marcharse al pueblo con su familia, con la que ya había estado en
Nochebuena y Navidad. Paseábamos de vez en cuando por el parque de El Retiro,
me compraba chucherías (las justas, puesto que mi trasero ya apuntaba maneras
de ser lo que hoy en día es), me llevaba a ver, a la Plaza Mayor, los adornos
navideños que en casa brillaban por su ausencia, y me hacía sentir, por primera
vez, que se puede tener más de una mamá.
Ya entrada la tarde me despertó un sonido
extraño. Abrí los ojitos y me topé con Jelu maniobrando de forma peculiar con
la guitarra, que se perdía, sumisa y literalmente, entre sus rechonchitos
brazos.
-Mira como suena, ¿lo oyes?
Había tensado las hebras de lana casi hasta
el punto de romperlas. Estuvo entreteniéndose en enrollarlas de dos en dos,
extrayendo más material del verde botella costurero de la tía Geno, de modo y
manera que habían engrosado, y así, se habían reforzado.
Desde luego no consiguió que sonara como
antes, pero puedo jurar que de aquél invento surgían notas, rudas, bastas y
apagadas, pero surgían.
Dedicamos aquella tarde y las venideras,
durante meses, a emular al hermano fracasado de Paco de Lucía. Fórmula V y
Karina se sumaron solidariamente a la causa, a través de nuestros pulmones. Mis
tíos parecieron sucumbir a la realidad de que no se puede tener un niño en casa
sin ruidos, y cuando mi compañera de dueto y yo nos entusiasmábamos demasiado,
terminaban haciendo la vista gorda.
Solamente el cansancio natural de una niña
que crece y que busca nuevos entretenimientos, hizo que mi guitarra terminara descansando,
agradecida y con la honrilla personal del trabajo cumplido, junto a mis
pintorrejeados cuadernos, en la estantería sobre la que fui construyendo,
semana a semana, la historia de aquellos peculiares años de mi vida.