“It’s the most wonderful time of the year…”
La varonil y
aterciopelada voz de Andy Williams me recordó por megafonía, nada más apearme
del tren en el aeropuerto de Stansted, que ya estábamos casi en Navidad.
Nochebuena a la una de la tarde, en realidad. Tenía hasta la noche para llegar
a Madrid. No sería, en teoría, un viaje largo, aunque quizá incómodo. Mi justa economía solamente me
permitía volar, y no sin cierto esfuerzo, en líneas de bajo coste. Si no
hubieran sido las fechas que eran, quizá me habría ahorrado el pasaje. Total,
todos los días hablaba con mis padres, y de vez en cuando encendíamos la webcam
para vernos. En cómputo general, los
veía más a menudo que antes de irme a Leeds, aunque fuera por medio de una
pantalla.
Por fortuna,
pude tomarme la jornada libre; allá el
día de Nochebuena no era festivo, y mis jefes habrían agradecido que cuidara de
sus alocados niños mientras ellos ultimaban preparativos familiares. Se
comportaron conmigo.
Después de
casi cuatro horas en tren para llegar a la capital, estaba cansada. Supuse que
la tarde, aun viajando, sería diferente; nunca he tenido problema en quedarme
dormida en los aviones. De Barajas a la casa de mis padres intentaría conseguir
un taxi. O éso planeaba.
“Rockin’ around the crhistmas tree… at the christmas party hop…”
La estación
ferroviaria estaba algo alejada de la
entrada de la terminal. Contenta, sin embargo, porque pronto vería a mi
familia, iba entonando, a la par que los altavoces, antiguas canciones de
navidad. Llevaba los pies congelados. No me había puesto el calzado adecuado
para la nieve, y me resbalaba a cada paso sobre la acera. Como contaba con
sobrado tiempo, me senté en un banco para calentármelos un poco con los
guantes, y de paso, sacar algo de mi
bolsa de mano, y comer.
La manzana emitió
un hueco sonido cuando le propiné el primer mordisco. La saboreé con los ojos
cerrados; me encantaba la fruta de Leeds, siempre sabía como recién tomada del
árbol.
Algo me rozó
la pierna y miré hacia abajo. Era un perro. De tamaño mediano, desaliñado y
extremadamente delgado, parecía abandonado. Tiritaba de frío y levantaba el
hocico hacia mi manzana, hambriento. Su pelaje era gris, o blanco sucio, aunque
su barba era canosa del todo. Me recordaba a algún anciano conocido; sólo le
faltaban unas lentes y una pipa para ser casi un clon. Sin pensar si le
gustaría la fruta, mordí un pedazo y se lo acerqué. El tampoco pensó y lo
agarró con suavidad, para tragárselo sin mascar apenas. Me dio lástima. Busqué
en la bolsa y hallé un paquete de patatas chips sin abrir. Lo rasgué y lo
deposité abierto sobre el suelo. No le duró ni dos minutos. Mientras el
famélico animal terminaba de lamer el envoltorio, me levanté y me encaminé a la
terminal. Ni siquiera el ruido de mi trolley le asustó, tan concentrado estaba en
la digna tarea de sobrevivir. Lo dejé ahí, deseándole una vida mejor para 2015,
y lamentando, en mi fuero interno, que no fuera el día más apropiado para
llevarlo conmigo. Quise pensar que esa tarde se toparía con muchos otros
viajeros compasivos.
“You better watch out…you better not cry… you better
not pout… I'm telling you why… Santa Claus is coming to town…”
Me perdí dos
veces por un pasillo, pasando tres, inexplicablemente, por la misma tienda de
souvenirs, antes de aparecer por el vestíbulo de facturación de Stansted. Sin
mirar los paneles, extraje el billete y la documentación para entregárselos a
una supermaquillada azafata, que se encargaría a partir de ese momento,
supuestamente, también, de que mi ruidosa maleta desapareciera por siniestras
cuevas hacia la bodega del avión que me trasladaría hasta Madrid. Mas no fue
así.
Miró los
papeles, dándoles la vuelta una y otra vez, como si nunca hubiera visto un
billete de ese tipo. Con un gesto entre cansado y misericorde, y un escueto
“sorry”, señaló tras de mí con el dedo.
Al girarme, me topé con los paneles olvidados. A la izquierda, números y letras
correspondientes a decenas de vuelos. En el centro, los destinos. A la derecha
y junto a cada vuelo, repetida mil veces, una sola palabra: “Cancelled”.
Le pregunté,
en mi aún arcaico inglés, por cuánto tiempo. Me dijo que no sabía, que estaban
todos los vuelos cancelados hasta que las condiciones climatológicas
permitieran la reanudación, que había niebla, nieve, ventisca y otras
barbaridades hostiles con la profesión aérea, que hablara con mi compañía
expendedora, y que de momento no podía entregarme tarjeta de embarque alguna, y
mucho menos aún librarme de la maleta. Me sonó todo aquello a discurso
ensayado, de modo que preferí no preguntar nada más.
“Come, adore on bended knee… Christ the Lord… the
newborn King... Gloooo…
ooo… oooria… in excelsis Deeeeo…”
Los asientos
del aeropuerto comenzaban a llenarse de desahuciados pasajeros (como yo), con
sus equipajes, mochilas, cajas de regalo
de colores y tamaños diversos, y abrigos. Pareciera que Santa Claus hubiera
delegado la tarea en aquellos pobres mortales. Me acomodé en uno cercano a las
vidrieras que daban a la calle; al menos podría entretenerme mirando el tráfico
rodado y las luces de Navidad. Si en dos horas no se reanudaban los vuelos, no
me quedaría más remedio que llamar a mis padres y contarles. Sé que les daría
el disgusto del año a 24 de Diciembre. Después de aquello y a la hora que era,
seguro que tampoco encontraría billete disponible para el día siguiente, ya
Navidad. Y, la verdad, luchar por ello y, de lograr el imposible, llegar a
España y estar allá solamente unas horas, tampoco me apetecía. Para mi no había
vacaciones de invierno, y el día 27 tendría que estar a las siete de la mañana
puntual en mi puesto de trabajo. No podía arriesgarme a un despido; bastante
tener que salir del país para poder ganarme el pan, aunque fuera como au-pair.
“Holy infant… so tender and mild… sleep in heavenly
peace… sleep in heavenly peace…”
Me quedé dormida con el abrigo como almohada.
Demasiado dormida. Pero “alguien” me despertó con un ladrido. Mirando al
cristal, me topé, tras un círculo empañado, con una nariz que me resultaba
familiar. Una vez evaporado el vaho, reconocí el barbudo hocico del perro que,
horas antes, había terminado con mi almuerzo. Sentí una alegría extraña.
Sonreí, y el can, que a buen seguro sabía lo que era una sonrisa humana,
comenzó a arañar el vidrio con la pata, gimiendo y moviendo la cola de
contento. Me incorporé y, sin ponerme el abrigo, salí a su encuentro, no sin
antes tomar de la barra de un bar, sin mirar el precio y dejando una moneda, un
suculento sandwich de pollo para mi nuevo amigo, que se ocupó de hacerlo
desaparecer en cuestión de segundos. Sentada en el suelo, sobre el abrigo como
aislante sobre la nieve, juraría que la
Navidad comenzó a tener para mí un sentido
hasta entonces nunca conocido. El perro, satisfecho tras la merienda, se
tumbó a mi lado y colocó su despeinada cabecita sobre mis piernas para quedarse
dormido de inmediato, tal fuera que llevara semanas sin hacerlo, preso del
hambre. Desde ahí podía leer los paneles del primer vestíbulo. Los vuelos
seguían cancelados. Eran las cinco de la tarde, y ya había caído la noche.
Abrí la tapa
del celular.
“Madre. Lo
viste, ¿verdad?. Lo siento mucho, mamá. Sí, estoy en el aeropuerto, pero ya se
ha hecho de noche… No, mamá, no va a poder ser. No encontraría billete para
mañana. ¿El dinero? No creo que me lo devuelvan, mamá, pero he intentado ir a
verte, y es lo que importa… Voy a ver si
estoy a tiempo de tomar un tren de vuelta, que por suerte sí funcionan. Lo
siento, mamá, lo siento. Feliz Navidad, mamá, os quiero. Un abrazo para los
dos. En cuanto llegue, prometo que me conecto con vosotros”.
“Ticket to Leeds, please. Yes, Sir, the dog is coming
with me, of course; HE is MY dog.”
One hour? OK, I’ll wait, thank you”…
Una hora de
espera y casi cuatro de viaje hasta abrir la puerta de mi modesto apartamento.
Antes de Navidad tenía que encontrar un nombre para mi perro. “En casa,- le
dije-, todos tenemos nombre, incluso tú”. Llegaríamos tarde, muy tarde, pero al
otro día nadie le libraría de un buen baño caliente y, quién sabe… “¿te gusta
el roast-beef? Creo que tengo un buen trozo en el congelador”
“Let it snow… let it snow… let it snow…!!”
¿“Snow”? ¡Me
parece un buen nombre!
Irisada