No me acostumbro a la caballerosidad. Mejor dicho, se me olvida, y casi clavé
mi rabadilla en el suelo cuando Gerard Wilson apartó la silla para que me
acomodara, del mismo modo que estuve a
punto de abrazar a un camarero medio minuto antes, al intentar abrir la puerta del
local sin saber que mi gentil acompañante se me había adelantado.
Gerard tenía
aspecto de héroe de cómic; no sabría decir si su cuerpo era demasiado grande, o
su cabeza demasiado pequeña, pero me recordaba lejanamente a uno de ellos, vaya usted a saber, que yo de héroes no entiendo. Igual era que
los estadounidenses eran todos gigantes, no solamente en los filmes.
No me pregunten qué
diantres hacía yo cenando con él, cuando acababa de conocerlo. La ceremonia de presentación del último libro de mi amiga Berta había
sido soporífera, aunque fue estrechar la mano de Wilson, y
ya supe que el día terminaría de otro modo.
La cena resultó deliciosa, pero sus inmensos ojos azules me impedían concentrarme y deleitarme en los
bocados como debiera. Ahora mismo no recordaría si el segundo plato constó
de carne o pescado; me es lo mismo.
Como si lo hubiera
planeado, me propuso ir a bailar. A bailar… a un tablao flamenco. El gigante
de americana de espiga con faldilla no dejaba de sorprenderme. Mezclaba su
yankee inglés con un español chicano que le quedaba verdaderamente gracioso. Y
para gracia y soltura, la que demostró en el tablao, haciéndome marcar por
sevillanas, bulerías y otras delicias cañíes, que jamás antes hubiera
logrado nadie. Perdí la compostura como nunca, y junto a Wilson, el sentido del
ridículo y del recato. Gerard no tenía el más básico concepto de danza; y aquello fue lo que, finalmente, me sedujo hasta terminar, Dios
me perdone, durmiendo con él en un lujoso hotel… o lo que nos pidiera el cuerpo que no tengo intención de relatar aquí.
Mi celular quiso
estropearme la madrugada despertándome de modo estridente. Mi primer
pensamiento tiraba de mí hacia la loca víspera: “Me encantan los hombres que
no saben bailar”. Mas el hombre que no sabía bailar se hallaba ausente. Ni una
nota, ni una prenda, ni su olor. Sí encontré a Berta aporreando mi móvil.
-¿Dónde estás?
-En un hotel, ¿cómo es que
llamas a estas horas?
-¡Ya sé que estás en un
hotel! ¡Wilson y yo llevamos esperándote más de una hora! ¡Son las siete de la
tarde!
-¿Wilson? ¿Las siete?
-Claro, Gerard Wilson, mi
editor. ¿No estabas loca por conocerlo? ¡Estamos en la presentación!
-¿En el pabellón?
-¿Dónde vamos a estar?
¿Qué te pasa? ¡Cualquiera diría que te fuiste anoche de juerga!
Sin saber aún si estaba
dormida o despierta, me vestí a toda velocidad, llamé a un taxi y,
maquillándome a tientas por el camino, me presenté donde habría jurado que ya estuve antes.
-¡Qué cara me traes! Mira,
te presento a Gerard Wilson. ¿A que es mucho más alto que en las fotos? Él
también se moría por conocerte a ti, ¿verdad, Gerard?
-Verdad, señorrrrittta, un
plassser. Me han hablado muyyyy bbbien de ustet.
-Yo también tenía ganas,
me encantan los hombres que no saben bailar.
-¿Perrrrdón?
como siempre un gusto leerte María
ResponderEliminarUn placer tenerte de nuevo aquí, Marta. Un abrazo, amiga
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