Una sobremesa cualquiera de verano, allá por finales de los setenta, doña Chon dormitaba su siesta a boca abierta en una enorme butaca de mimbre pintada de rojo bermellón.
La
enorme higuera del jardín la separaba del Sol y mecía sus ramas sobre ella,
abanicándola suavemente. En el regazo de la anciana, un transistor de
larguísima antena (que entonces era el último grito en tecnología),
retransmitía la cabecera musical de la radionovela
de moda, “Lucecita”, de la que doña Chon, al igual que la mayoría de la
población femenina, jamás se perdía un solo capítulo. La melodía tenía el cometido de despertarla de su sueño
para que así fuera, y entonces ávida de melodrama subía el transistor para
apoyarlo en su cuello y enterarse mejor.
Cerca
de ella, sentada sobre suelo de azulejo cerámico antiguo, su nieta Irene pintarrajeaba
con ceras de colores en grandes hojas de la misma higuera que Anatolia,
la empleada doméstica e interna, se ocupaba de escoger previamente y
lavar a conciencia para eliminar la capa pegajosa que las cubría. A la pequeña
le encantaba dibujar ahí, y hojas había a miles en el árbol; no habrían de
faltarle.
En
compensación, doña Chon le permitía sentarse en una silla de enea (igualmente
pintada de rojo) también bajo la higuera a escuchar el culebrón radiofónico
durante la hora que duraba. Desde ese momento y hasta el final del capítulo, se
olvidaban las jerarquías laborales y entraban ambas en un estado diríase que de
profunda amargura y aflicción, embebidas por las múltiples traiciones, amores y
desamores de los protagonistas. De vez en cuando comentaban sobre el devenir
del guion, como si aquellas vicisitudes les sucedieran de verdad a seres
cercanos. La higuera parecía agitar sus ramas más rápido en los momentos
álgidos del drama, quien sabe si con la intención de aliviarles a ambas sendos
sofocos emocionales con calmantes golpes de aire.
Irene
se levantaba para enseñarles sus dibujos, acercándose ora a su abuela, ora a su
niñera.
-Mira,
Toli, una casita.
-¡Oh,
qué bien pinta mi niña! ¿Qué son esas manchas, cielo mío?
-Vacas.
-¿Aquí
hay vacas? Aquí solo hay ovejas, cariño.
-Es
una casa de Asturias, Toli. Como la del tío Jesús. ¿No ves cuánta hierba hay?
-¡Irenita!
– Le recriminaba su abuela, sonriendo -- ¡Deja a Anatolia que escuche la
novela, anda! ¡Ay, esta pequeña, no para, eh?
-No se
preocupe, señora Chon. A mí me encanta que la niña me enseñe sus dibujitos.
Irene
se sentaba de nuevo sobre el suelo para continuar con sus obras de arte. Y así,
cada tarde en la sobremesa, las tres se embarcaban en tan agradables rutinas,
protegidas de un sol abrasador por la gran higuera del jardín.
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