En mi
pueblo no eran los padres, en realidad, quienes le escogían el nombre a los
recién nacidos no hace mucho tiempo.
El
arte de motejar (en el buen y mal sentido) es algo autóctono de cada población
y barrio, y se ha desarrollado desde hace siglos con el mismo mimo y dedicación
que la más delicada alfarería regional. Los apodos adquieren, de este modo,
denominación de origen, y ¡Mucho cuidado con borrarlos de los anales de su
historia!
Consistía,
por lo general, en idear un nombre (bien el bautismal o un diminutivo) y un
sobrenombre que colapsara al apellido. Total, en los pueblos pequeños,
diversidad de apellido había poca, pues los censos se constituían con cuatro
familias. Este sobrenombre se asociaba al oficio o a alguna característica
intrínseca al individuo.
Contábamos,
así, con ilustres vecinos como Paco “El Fonta”, Julián “El Pesca”, Paqui “La
Lanas” y Beltrán “El Tuercas”, habilidoso mecánico este último, que lo mismo
cambiaba una junta de culata que reparaba un transistor o atendía un parto si
no llegaba a tiempo la matrona.
En
ocasiones el apodo se aplicaba a pares, como era el caso de Jesús “El Yesca” y
Juan “El Astillas”, cuñados entre sí, que cuando repartían combustible por las
casas para el invierno pasaban a llamarse, sencillamente “Los Carboneros”.
Si
algún lugareño tenía el infortunio de cargar con una discapacidad, se le añadía
el mote al lastre, aunque se llevaba con humor y mucha dignidad. Así teníamos a
Benita “La Manca” y a Gaspar “El Ruedas”, a quien, en un desinteresado gesto
colectivo, se le compró una silla mecanizada último modelo con cargo a los
presupuestos municipales. Ahora se dedica a saltarse hasta las normas de
tráfico que no están en los escritos, y ha pasado a apodarse “El Multas”.
Susana
era (y es) “La Maestra”, aunque su nombre real es “Susan”, de impronunciable
apellido escocés y natural de Boston (ahí es nada), que durante unas vacaciones
se enamoró del pueblo y de “El Chino”, actual veterinario de la localidad y de
quien hablaré más adelante para aclarar la excentricidad que acabo de decir.
Susana
reemplazó al anterior profesor, Don Alberto “El Faraón”, que ya tenía ganas de
jubilarse y se veía cumpliendo los ochenta sin relevo. De él se decía que había
jugado a los naipes con Julio César. Entre nosotros: Para mí que solo era un
rumor. Susana consiguió que los niños aprendieran inglés antes que castellano;
cosa que, salvo que desde entonces volaban más zapatillas en sus hogares, no
era ninguna desventaja.
“El
Chino”, su marido, era un personaje peculiar que llegó al pueblo durante las
mismas vacaciones que ella, y allá se quedaron ambos. Tenía un físico
característico que le hacía honor al sobrenombre, pues del nombre real, lo
prometo, nunca supimos nada. Padecía una especie de semialopecia que le cubría
la zona fronto-lateral de la cabeza y se extendía hacia atrás hasta la nuca,
donde de repente le salía un mechón de pelo grueso, negro, liso y largo que
llevaba siempre anudado en una coleta. Si a ello le sumamos sus ojos pequeños,
nada más hay que objetar al apodo, que llevaba con orgullo y así se presentaba
él mismo a los desconocidos. Se ganaba el pan, ya lo comenté, como veterinario,
que todo hay que decirlo, cayó en el lugar como agua de mayo del mismo modo que
La Maestra.
Gumersindo
era deshollinador, pregonero y alguacil, pero no tenía sobrenombre. Habría
sido, probablemente, más largo que el apellido de Susana. Así que se quedó con
“El Gúmer” desde niño y ya no se lo quitó en la vida. Vivía solo en el cerro,
aislado del pueblo, donde con sus manos y sin ayuda se construyó una coqueta
vivienda. Cada mañana bajaba a hacer sus compras y de paso limpiaba alguna que
otra chimenea. Los vecinos demandantes solo tenían este momento para solicitar
su servicio, pues por no tener, no tenía en su casa ni línea telefónica. “¿Para
qué? – decía- Si me pasa algo, doy una voz”. Y es que Gúmer tenía unas cuerdas
vocales prodigiosas, curtidas a base de bandos municipales que leía y entonaba
en cada esquina de la localidad cuando el alcalde se lo requería, con un arte y
brío que ya hubiera querido Antonio Molina para sí en sus años mozos.
Había
un misterio que rodeaba (y todavía rodea) al apodo de Ginés “El Pollas”. No sé
si se debía el mote a que tenía una granja de aves y conejos con la que
comerciaba al por mayor y al detall, o a que tenía hijos con dos mujeres
distintas, (esposa y amante respectivamente), y para más intriga, amigas entre
sí.
Atreviéndome
un domingo de fiesta patronal a preguntarle a la consentidora por la razón de
tan extraña amistad, me dijo sin ningún complejo que a su edad lo único que le
apetecía en la cama era quitarse al marido de encima, y su amiga le ayudaba
desinteresadamente con la labor. Todos los niños estaban bien alimentados y
vestidos, y crecían como hermanos. Ginés era cariñoso con ellas y con los
pequeños, y trabajaba como un poseso para que no les faltara lo necesario y
algún capricho tampoco; sus familias eran sagradas para él. No sería yo quien
les juzgara; ni siquiera lo hacía Don Vicente, el párroco, que no tuvo nunca
argumento de dónde tirar para ello, y optó por delegarle ese tipo de
rompecabezas a Dios para más adelante en el otro barrio, y hacer la vista gorda
en éste. Ya se encargaba, (que no era poco), de agradecer a Ginés las buenas
dádivas que le entregaba los domingos. Este empleaba el eficaz método de darle
a cada niño y a su amante un billete de cinco para que se lo hicieran llegar al
padre al acercarse al altar a comulgar, con lo que tampoco se veía Don Vicente
“con autoridad” de negar la comunión a los nacidos en pecado, y todos
perdonados.
He
querido cerrar este boceto de ensayo hablando más prolijamente de la familia de
Antonia “La Cicatera”, cuyo sobrenombre he de admitir que era injusto e
insolente, pues obedecía a una tacañería que algunos malintencionados le
echaban en cara. Y digo “algunos” porque la mayoría de los paisanos la
adorábamos. Y es que, cuando se tienen diecisiete hijos no queda otra que ser
tacaño, o mejor dicho, no queda otra que mirar mucho los precios, los gastos y
las necesidades, y que sacar dos monedas de una en lo posible, y en eso Antonia
era, sin duda, la mejor. En su favor he de confesar que, cuando iba de niño yo
a su casa para jugar con sus hijos, nunca me faltó un gigantesco bocadillo para
merendar y ella me trató con el mismo cariño que a los suyos.
Su
marido, Blas “El Brocas”, no sacaba tanto dinero de la carpintería como Ginés
de los pollos. Practicaba, en consecuencia, el pluriempleo. Ejercía también de
enterrador municipal y de bedel en la escuela. Me he preguntado más de una vez
de dónde sacarían tiempo para hacer niños. Antonia, a su vez, arañaba otro
sobresueldo como ama de cría en una época donde hubo especial demanda. Se puso
de moda entonces que las madres no amamantaran a los bebés y optaran por caras
leches liofilizadas de farmacia para no deformarse el pecho ante el auge del
bikini, y nuestra “Cicatera” supo aprovechar el tirón. Llegó un momento en que
no hacía distinción entre lactantes propios y ajenos, y cuando falleció, ya
anciana, se reservaron en la parroquia tres filas de bancos para todos, pues a
todos ellos consideró siempre hijos de su seno. Tuve la suerte de ocupar uno de
aquellos asientos. Mi recuerdo sentido para tan desinteresada (que no cicatera)
mujer.
Al
hijo mayor de la Cicatera le llamaban “El Pichi”, cosa que no ha de extrañar al
respetable lector, puesto que en la mayoría de las aldeas pequeñas hay un
“Pichi”, un “Chino” y un “Cojo”.
En el
pueblo que me vio nacer, para qué lo voy a ocultar: “El cojo” era yo.
Manolo
“El Pichi”, además de poseer la chulería que se le supone, era extremadamente
pulcro, único cliente lugareño de una excelsa camisería de la capital.
Resistiéndose al paso de los años, teñía su cabello con un mejunje a base de
brea, que jamás entendí cómo no le terminó abrasando la cabeza. Lo curioso era
que algo le echaba al mejunje para que no oliera nada, y de la piel del Pichi
solo emanaban vapores de caro perfume. Regentaba el único restaurante del
pueblo, que estaba decorado a modo rústico con innegable gusto, pero él jamás
entraba a la cocina. Una serie de salitas reservadas y una selecta bodega le
garantizaban clientes de cierta alcurnia que hasta allí se desplazaban en busca
de buen yantar, de mejor beber y vaya usted a saber de qué otros vicios
añadidos e inconfesables. El restaurante era tan discreto como su propietario,
que se limitaba a recibir a los comensales y pasear por las mesas interesándose
por la comodidad de éstos. A los lugareños les hacía precio, lo que hay que
agradecer, e incluso contaba con unos menús más económicos pensando en obreros
y labriegos, no por ello menos deliciosos.
Hermanas
de él eran “las monjas”, dos gemelas que crecieron como una sola, y cuya
obsesión por parecer auténticos clones las llevó a tomar los hábitos a un
tiempo. Juntas se dedican, aún, a la vida contemplativa, dentro de un convento
de clausura que se halla en una cercana población.
Por
distintos y distantes que fueran los hijos de Antonia, gozaban, incluso ya
siendo adultos, de un arraigo familiar sólido y admirable que diríase aprendido
de un clan de lémures, llevando sus integrantes una autosuficiencia sin
presiones, pero pendientes de sus padres en sincronizado y constante cuidado.
Tanto era así, que cuando a uno de los hermanos se le “atravesaba” un pago
inesperado insalvable (un recibo alto, una lavadora rota que hubiera que
cambiar, una ortodoncia urgente), se convocaba a todos, monjas incluidas, a
reunirse en el antiguo comedor de la casa de los padres para solventar el
problema. Desdoblaba el hijo mayor una bolsa negra de terciopelo que allí se
guardaba para tal menester, y explicando el problema y cuantía que le quitaba
el sueño a cualquiera de ellos, se sentaba y comenzaba a pasar la bolsa por
debajo de la mesa, de hermano a hermano (a excepción del afectado, claro) hasta
que diera una primera vuelta. Regresando a su mano, se volcaba el contenido
sobre la mesa. Si se había alcanzado la cantidad precisa, se entregaba todo al
doliente; si no, se daba una segunda vuelta de bolsa por debajo, o las que
hicieran falta hasta conseguir resolver el asunto. Ni que decir tiene, que
jamás permitieron los hijos a sus padres participar en las colectas.
No me
gusta hablar de envidias, y mucho menos aún reconocerlas, pero admito que me
habría gustado gozar de tanto respeto, consideración y fraternidad en mi propia
familia, contando como cuenta con muchos menos miembros.
Y
hasta aquí una pequeña historia de una tradición, la de los apodos rurales que,
para bien o para mal, confieren a los lugares identidad y carácter, y
transmiten de generación en generación la sana curiosidad por saber de
personajes cuyas existencias, quizá, podían haber pasado a la historia sin pena
ni gloria, de no haber sido impregnadas con la sabrosa salsa de un sobrenombre.