Félix se encaminó, como llevaba haciendo cada seis de enero desde años
atrás, hacia la sede de la Asociación de Apoyo Familiar del Transportista. Era
ésta una entidad de amparo formada por autónomos del transporte en
general, desde la que, con una modesta cuota, podía brindarse ayuda económica
adicional a los huérfanos y viudos o viudas de trabajadores del
gremio, caso de no contar éstos con apoyo suficiente de las
administraciones para afrontar las necesidades básicas de la vida. El día de
Reyes, se repartían regalos a los niños, presentes generosamente donados por
los socios. Félix, cuya fuerte complexión era idónea para el rol que
iba a interpretar, consideraba que representar al Mago Melchor un día al año
era un privilegio, y le generaba una satisfacción enorme, tanto más cuando, en
esta ocasión, contaría con la presencia en el evento de una niña especial para
él: su sobrina Eva. El hermano de Félix, taxista, había fallecido en accidente
meses después de haber sido padre, dejando a su esposa inmersa en una
pena hasta hoy no superada, la cual hubo de aceptar trabajos mal pagados y
temporales, debido a la crisis, a fin de poder complementar la pequeña pensión
estatal que le había quedado, aunque con la ayuda de su cuñado, ni a ella ni a
la pequeña les faltaría de nada.
Evita ya tenía la edad mínima requerida para asistir a la entrega de
regalos de la Asociación, cuatro añitos, y su grandullón tío se preocuparía de
camuflarse lo bastante para que ella no lo reconociera. Así creería, como los
demás niños, que era el propio Melchor quien le hacía entrega de los
suyos.
Acomodados sobre sillones de oficina tuneados como tronos, les esperaba a
los tres una mañana muy atareada repartiendo ilusión. Pese a que sus dos
compañeros (que interpretarían sendos roles de Gaspar y Baltasar) le
sugirieron que fuera uno de ellos y no él quien sentara a su regazo a la
querubina, por evitar todo peligro de delación, él insistió en conseguir esa
foto soñada que, años después, enseñaría a su sobrina como tierno recuerdo.
“Baltasar”, además, era un Watusi de dos metros de alto, negro de verdad, el
único socio de color que había en la Asociación, por lo que ya, peinando canas,
llevaba décadas representando allí al africano mago. Félix, en su amor de tío,
le dijo que podría asustar a su pequeña si se acercaba mucho, porque ella nunca
había visto, seguramente, un gigante tan oscuro. Suerte que el compañero sabía
aceptar bromas de este tipo, y se lo tomaron ambos con humor.
Una vez sentadita sobre las piernas de quien ignoraba que era su tío, la
primera mirada de Eva fue para las atrayentes barbas doradas de Gaspar, lo que
supuso un alivio para Félix, pensando en lo acertado de su disfraz, aunque
sintió ciertos celos por el compañero que, fastidiando un poco y a modo de guasa
cómplice entre colegas, guiñó un ojo a la pequeña. Fue entonces que ésta
decidió mirar a Melchor, que comenzó a hacerle preguntas, en aras de no perder
esta vez su atención.
“¿Así que, te llamas Eva? Un nombre precioso, el de la primera mujer. ¿Lo
sabías? ¿Has venido con tu mamá? ¿Está entre el público? Señálamela, que la
salude.”
Y la niña señaló sin dudar, aunque muda todavía, a la mujer que en ese
momento se deshacía de ternura mirando la estampa. Félix aprovechó el momento
para carraspear. Había estado ensayando una voz propia de un fraile franciscano
en día de ofrenda, suave, melosa, casi de falsete, para no descubrirse ante la
pequeña.
“¿Y has sido buena, Eva? ¿Te has portado bien con mamá? ¿Eres ya una niña
muyyyyy mayor?”
A medida que la cría iba asintiendo a todo con la cabecita, él iba
adquiriendo seguridad, logrando, no sólo engañarla, sino crecerse en su
propia interpretación hasta creérsela. Estaba tan entusiasmado como ella, y la
cámara de su cuñada fue plasmando la secuencia con total fidelidad, hasta
que…
Eva rompió a llorar, sin ton ni son, abriendo la boca con tal envergadura,
que pareciera desquijararse allí mismo. Félix, tan sorprendido como acobardado,
agarró a la pequeña y la abrazó, suplicándole con su falsa voz que no llorara,
y preguntándole, sin poder apenas disimular la angustia, qué le ocurría. Ella
le rodeó el cuello, en una reacción contraria a la esperada en un niño
defraudado, con el sentimiento y la razón en conflicto, y consiguió emitir un
sonoro lamento.
“¡Tu no erez e rey Melchó, tú erez el tío Feliiiiiiiiii!!!”
El caracterizado sintió que el corazón se le disparaba. Con fallos ya más
que sustanciales en el timbre de fraile franciscano, cuestionó a su
sobrina porqué pensaba eso, negando por activa y por pasiva tamaña ocurrencia.
“¡Loz pieeeeeez! ¡¡Ezoz zon loz piez del tío, tú erez mi tío, tu no erez e
rey Melchóooo!!!”
Anonadado, se miró los pies.
“Acabáramos”…
Nuestro Melchor de pega había olvidado cambiarse el calzado, y
lucía, bajo la túnica, las viejas botas de campero con tacón cubano que calzaba
todos los inviernos desde años antes de que Eva naciera, por lo que ella se
conocía al dedillo hasta las grietas, y estaba familiarizada con
todas las peculiaridades que unas botas usadas del número 43 pertenecientes a
un tío pudieran tener.
Sin saber qué hacer, hizo un gesto a su cuñada, porque la pequeña no cesaba
en el llanto, y había empezado a empujar al impostor para emprender la huida.
“¡¡Maaaaama…maaaama… maaama, que me ha engañadoooo!! ¡¡Yo ya no tero a tío,
no le tero nadaaaa!!¡¡Yo tero contigo mamiiiiii!!!"
La madre, casi tirando la cámara de fotos, corrió en auxilio de la pobre
criatura, y de paso, del pobre cuñado, cuyos ojos se tornaron
vidriosos, no pudiendo optar por más solución que rendirse y desatar el dulce
vínculo que hasta ese instante le había unido a su dulce sobrinita.
“Lo siento. Créeme que lo siento, con las prisas olvidé… lo siento de
veras. Luego te veo en casa, yo le llevaré los regalos”, se lamentó, ya con su
propia y profunda voz.
“Gaspar” y “Baltasar”, lo miraban confusos, pidiéndole con la mirada que
continuara como fuera, ya que había más niños a los que atender.
-No tienes culpa de nada, no te fustigues así, le comentó su compañero
“Gaspar” en la trastienda, mientras guardaban cuidadosamente los disfraces en
las cajas que los habrían de albergar en el almacén de la sede un año más.
-Soy un desastre de tío y de rey mago, y no tengo remedio.
-Vamos, Félix,- intervino “Baltasar”, tu sobrina es muy pequeña aún, y en
cuanto llegues a casa con los regalos y los abra, se le habrá olvidado todo.
No fue así. Eva no quería regalos, ni tío, ni perdones, ni reyes magos, ni
comer, ni nada. Aislada en su infantil habitación, juraba infantil venganza:
“¡Na ma da la gana zalir, y na ma da la gana loz juguetez!¡Me voy a quedar
aquí para ziempre, hala!”
Hundido definitivamente, el fracasado clon del rey Melchor se
sentó ante el televisor, silencioso y resignado, dando por terminado lo que
debía haber sido un día memorable para los tres.
Sonó el teléfono. Era su compañero “Gaspar” interesándose por la pequeña.
Félix agradeció el gesto y le deseó una feliz tarde de reyes en compañía de los
suyos. Tras beberse a pequeños sorbos un caldo caliente que le acercó su cuñada
con la noticia de que Eva se había quedado dormida del puro esfuerzo de llorar,
sintió que también se le cerraban los ojos, y se dejó mecer en brazos de
Morfeo. Demasiadas emociones, las de aquella mañana. Nadie quiso comer.
Un timbrazo le despertó a media tarde. Su cuñada salió de la habitación de
la niña con cara somnolienta. Se miraron ambos, preguntándose quién podría ser,
puesto que a nadie esperaban.
La mamá de Eva entreabrió la puerta, y gritó:
“¡Pero, qué es esto!”
El tío Félix se levantó sobresaltado y terminó de abrir la puerta, para
mirar.
“Buenas tardes, creo que ya me conocen, soy Melchor, mago de
Oriente”.
Eva, como accionada por un resorte, saltó de la cama y salió de su cuarto,
con la misma cara de sorpresa que adoptaron su madre y su tío. Ninguno tenía el
valor de hablar, ni de moverse.
“Tú debes ser Félix, ¿verdad? Y usted, su cuñada. Un placer”.
Se dejaron estrechar la mano, sin poder salir del asombro, aunque Félix
adivinó que su compañero, el que le hubo telefoneado alguna hora antes, quiso
echarle una mano que valía oro. Le sonrió. Eso era un amigo, sí, señor.
-¿Qué se le ofrece… Majestad? (Titubeó, sabiendo presente a la niña).
-He venido a darte las gracias por haberme suplido esta mañana con los
niños. Con estos fríos, he agarrado un catarro monumental y he pasado una noche
horrible. Fue un detalle que te ofrecieras a vestirte como yo y salir a escena.
De no ser por ti, mis compañeros habrían tenido el doble de trabajo.
-¡Ez que mi tio Feli é muyyyyyyy bueno! ¿Zabez?
Evita se enganchó a la capa del “rey Melchor”, risueña, como si no hubiera
llorado nunca, mirando de nuevo a los pies del mago, no fuera que
la timaran de nuevo.
-¡Hola, Eva! ¿Me invitas a entrar? ¡He venido a abrir los regalos
contigo!
-¡Zí, paza!, -exclamó, tirando de su túnica hacia el interior.
- A tu compañero hay que dedicarle una fiesta.- Murmuró la mamá al oído de
Félix, que permanecía de pie, junto al umbral de la puerta, dudando si aquello
terminaba de ser real.
Como si hubieran pasado media vida juntos abriendo paquetes, la pequeña y
el mago se tiraron al suelo y, rompiendo papel por aquí, y papel por allá, una
sonrisa definitiva fue asomando a la boquita de la chiquilla, que acabó
saltando entusiasmada junto a Melchor, junto a su madre y junto a su tío, al
que definitivamente perdonó, orgullosa del favor que éste le había hecho nada
menos que a un rey, esa misma mañana.
-¿Ya no eztáz enfermito?,- le preguntó, colocando su manita sobre la frente
del barbudo “Melchor”. Éste, estaba segura, sí era el de verdad.
-Para nada, pequeña. Tú me has terminado de curar con este recibimiento. Y
tu tío ha sido muy bueno conmigo, sustituyéndome para que pudiera recuperarme.
¿Estaba guapo disfrazado de mí?
-Noooo… eztaba muy feo, y lleva laz botaz muyyyy zuziaaaaz…
Félix recordó el guiño que su compañero había dedicado a la criatura esa
misma mañana. Le gustaba aquella complicidad entre ambos, y egoístamente
admitió para sus adentros que le había venido bien que surgiera.
A la tarde siguiente, volvió a la Asociación con una botellita de licor
cuidadosamente envuelta, que entregó a su leal compañero nada más llegar.
-¿Y esto?
-Por el detalle que tuviste conmigo. Lo mereces.
-Pero hombre, qué menos que una llamada. Me había quedado preocupado por la
niña.
-Si, claro, una llamada. Y después… lo del rey... ¿Eh?- Sonrió.
-¿Qué rey?
Agradeciéndole de nuevo el obsequio, le dio dos afectuosas palmaditas en la
espalda y se dirigió al salón de juntas, donde casi un centenar de socios
esperaban ante una breve merienda, deseosos de narrarse unos a otros las
alegrías de los pequeños que acudieron allá, en la mañana de Reyes Magos.