La noche cayó mucho antes de lo previsto.
El viento de otoño azotaba violentamente todo aquello que en las calles se
encontrara. Nubes cargadas cubrían el cielo a velocidad de vértigo.
El payaso de peluche, sentado sobre el
descalzador, observaba asustado tras el cristal de la ventana, y no se atrevía
a moverse de su ubicación. Casi pegado a ésta, en la avenida, había un árbol de
ramas desnudas, que se agitaba de modo colérico. Pareciera que de un momento a
otro saldría volando por los aires.
El trenecito de colores, inquieto, silbó. A
él le gustaba ese violento vaticinio de tormenta. Inició la marcha de modo
progresivo. Pensó que aquella noche podría pasarlo bien, si animaba a sus
compañeros. Se situó bajo el descalzador, y, asomando la máquina por debajo, le
dijo al payaso:
-¿Subes?
Y el peluche se subió a horcajadas sobre el
tren, que comenzó a pasear por la habitación, silbando de vez en cuando,
despertando a los juguetes que ya se habían quedado dormidos.
El pequeño helicóptero, que no alcanzaba el
tamaño de un zapato, puso en marcha sus aspas y despegó. Voló por el techo del
cuarto, alegre, siguiendo desde arriba al trenecito.
El yoyó, contagiado, dio un salto y,
extendiendo su cordel, se enganchó a la lámpara para empezar a columpiarse. El
helicóptero, a fin de no enredarse con él, abrió su campo de vuelo.
El balón hizo lo propio, y comenzó a botar
a un lado y a otro del tren, haciendo reír al payaso. A veces se escondía bajo
la cama para aparecer saltando por el lado opuesto, sorprendiendo al vehículo,
que, frenando bruscamente para no arrollarlo, volvía de nuevo a acelerar, esta
vez con más ímpetu y alegría.
Súbitamente, la ventana se abrió de par en
par. En un arrebato huracanado y rabioso, las ramas del árbol entraron en el
dormitorio, y palpando muebles, suelos y paredes, fueron agarrando todo juguete
que hallaran a su paso, para llevárselos, secuestrados, hacia la tormenta. Ni
el payaso, ni el trenecito, ni el helicóptero, el balón o el yo-yó, pudieron
hacer nada contra la furia de aquél monstruo leñoso que les arrastraba consigo.
-¡Papá!
Se encendió la luz, y el escenario cambió
repentinamente. Los juguetes descansaban en su correcta ubicación, aunque podía
escucharse aún el viento a través de la ventana, que permanecía cerrada,
protegiendo al niño del árbol amenazador que tras ella se sacudía, y aislando
la vivienda de los rayos y truenos que comenzaban a hacer acto de presencia,
justo antes que la lluvia.
-¿Qué pasa?
-Tengo miedo, papá. No puedo dormir con la
tormenta.
-No te preocupes, chiquitín; papá se
quedará aquí contigo hasta que te duermas…