Se despertó con un grito comparable al de
un diplodocus en celo. Encendí la luz; su rostro sudaba.
-Has tenido una pesadilla, tranquilízate,
cariño.
-Perdóname, cielo, Te asusté, ¿verdad?
-Nada nuevo bajo el Sol, amor.
Mi esposo siempre había dormido como un
eurodiputado en el Congreso, hasta hace aproximadamente un mes, coincidiendo
con unos exámenes médicos que le quitaron el sueño más por la tardanza que por los resultados,
ya que éstos aún estaban por saberse. Asintomático, las últimas analíticas
revelaban un cierto caos sanguíneo que convenía estudiar más a fondo, en busca
de posibles dolencias escondidas.Yo le repetía, cuando lo veía alicaído, que no
debía preocuparse, que eran altibajos de la edad.
A nuestros años, la salud no es ya música
sin arpegios, y aunque él aparentaba tranquilidad absoluta, le conozco
demasiado bien para saber cuándo no puede quitarse algo de la mente. Antes no
era así.
Afrontaba las incertidumbres cual si
certezas fueran, siempre optimista y seguro de que los desenlaces negativos
sólo existían en las telenovelas. Tal era su positivismo, que no había
contratiempo, por dramático que fuera, del que no extrajera broma o chiste. De
índole bruto por naturaleza, a veces resolvía los problemas a la brava, sin
mirar las consecuencias, riéndose como una hiena borracha si le salía bien,
aunque el triunfo le costara romperse una pierna o abrirse la cabeza. Ya
quisiera el monstruo de Frankenstein tamaña
colección de cicatrices para sí. Recuerdo una ocasión, siendo novios y
realizando él su servicio militar obligatorio, en la que nos habían invitado a
un concierto que no quería perderse, pero un sargento con úlcera crónica (no
tenía otra explicación su mal talante), le quiso fastidiar el evento, obligándolo
a quedarse en el cuartel. A mi amado, no se le ocurrió otra cosa, para salirse
con la suya, que atarse los cordones de las botas al borde de la litera, y
dejarse caer de cabeza al suelo, para acabar pidiendo ayuda y así lo llevaran a
enfermería a coser la ceja, dejándolo salir a casa hasta estar curado de la
herida. Acudió al concierto con la testa vendada, pero se divirtió como no está
en los escritos. Lo malo era que sus osadías y descabelladas ideas me enfadaban
al principio, pero después me hacían reír, por lo que nunca supe hallar modo de
que se corrigiera… ni ganas para que lo hiciera.
Mas fue comenzar a brotarle canas, y éstas
crecían de manera directamente proporcional a unos miedos nunca antes
existentes en su cabeza, mientras que los míos parecían desvanecerse según me
iba viendo una arruga más en el espejo.
El paso del tiempo nos cambia, qué duda
cabe. Cuando lo conocí, él era todo valentía, y yo toda turbación y recelo. Me
habían enseñado que los muchachos eran una especie de monstruos de los que
había que desconfiar siempre, pues nunca
pretendían nada bueno. Sin embargo, mi muchacho supo llevarme al amor por el
camino más corto, con grandes dosis de jovialidad y transparentes miradas, de
tal modo que yo, cuando llegaba cada sábado, galopaba en busca de ellas como
caballo alazán, entusiasmada y sin temor a nada, porque supe siempre que no me
separaría nunca de él.
El compromiso llegó como llega una mañana
de otoño, sin sobresaltos pero con dulzura. Todo el mundo daba ya por hecho que
mi amor y yo formábamos un bloque indisoluble de sentimiento, y nuestro enlace
no supuso más que un puro trámite con el que contentar a nuestras madres,
celosas de nuestro decoro y temerosas de Dios. Nosotros nos sentimos ya casados desde siempre.
Tardó en llegar nuestro primer retoño
aproximadamente tres años en los que, lejos de preocuparnos en demasía, nos lo
tomamos con bastante tranquilidad. Los conocidos especulaban con toda clase de
augurios, que si no servía él, que si no servía yo,y tanto comentario y
desasosiego ajeno nos causaba bastante risa, ya que ser padres no era, para
nosotros, un objetivo prioritario.
Sin embargo, apareció por fin la criatura
pegando un grito comparable al de un... ¿cachorrito de diplodocus
hambriento?, y mi cuerpo se transformó
en una especie de coneja compulsiva gestante. Tuve tres hijos en menos de tres
años, y aunque decidimos poner todos los medios legales de la época para no
seguir trayendo minidiplodocus al mundo, cada vez que mi hombre me miraba a los
ojos, se me fraguaba otra preñez, hasta que, a la sexta, mi útero consideró
darme un descanso y me pidió el finiquito, harto de trabajar.
Criar bebés en manada es trabajo de
chinos, pero a la larga, tiene sus ventajas. Talla más, talla menos, podía
intercambiarles la ropa, acabando ésta de tener un digno final en el cubo de
basura tras años de uso, y los tres que tenían la fecha de cumpleaños
aproximada, lo celebraban el mismo día con una sola tarta, eso sí, con el
triple de amiguitos asistentes.
Aunque no estaba nada de moda, una
vez tuve a todos matriculados en el
colegio, busqué un trabajo con el que contribuir a la economía doméstica, que
andaba bastante dolida, la pobre, con tanta boca que alimentar. Mis innatos
miedos sobre mi persona, se tornaron en miedos sobre la integridad y futuro de
mis hijos, y admito que fui una madre demasiado protectora para ellos. El
padre, más valiente, los animaba a caer y levantarse mil veces, cuando no se
tiraba él mismo para darles ejemplo, con tal de que aprendieran que la vida no
era ese trance fácil que aparecía en las películas de acción que tanto les
gustaba. “En la vida real, el guapo no siempre se casa con la guapa, ni matan a
los malos”, les decía.
Sin apenas darnos cuenta, se fueron
marchando de casa, unos para vivir en pareja y formar sus familias, y otros en
soledad, para encontrarse a sí mismos, como si no supiéramos ya dónde estaban:
En la inopia. Aun así, supieron valerse por sí mismos, y mi esposo y yo dimos
nuestra tarea por concluida felizmente.
No del todo, he de decirlo, ya que los
hijos también son personas aunque no siempre lo parezcan, y a veces enferman,
contraen deudas, se abren la crisma como hacía su padre de joven, o sufren mal
de amores. Así que, con la valentía de mi hombre y mis miedos, formábamos una
especie de medicamento que todo lo cura, para que ellos hallaran remedio a sus
adversidades y no se sintieran solos en esto de vivir.
Ahora, ya ancianos, nos limitamos a
observar sus destinos y rumbos con la satisfacción del deber cumplido. Y en
cuanto a nosotros, mientras él se vuelve vulnerable y yo me convierto en
piedra, continuamos entregándonos cada noche el premio de los sentidos, como si
de la primera se tratara. Bien me dice en ocasiones, sabio él, que el amor no
es sino una sucesión de primeras veces, donde los labios ofrecen cada día
nuevas confituras, y los cuerpos son oasis siempre por estrenar.
Las pruebas médicas han delatado un
pequeño cansancio orgánico del que no hay que hacer mucho caso. Con tanto
trabajo y tortazo, era lo mínimo que le podía ocurrir. A mí me crujen las
bielas, de modo que aprovecho algún ronquido suyo para darme la vuelta en la
cama y que no se me oigan. Mi amor ya no se despierta gritando, y yo, contenta,
arribo cada mañana a la playa de su sueño, sin despertarlo, me acurruco en el
delta de sus hechuras, me embriago del sabor de sus rincones, y cierro los
ojos, celebrando y dando gracias, por tenerlo conmigo un día más.