La abuela que no fue mamá
El pequeño Ismael no alcanzaba a entender,
y mucho menos a explicarle a sus compañeros de clase, por qué su abuela no
tenía hijos. Ella no era la madre de su mamá, ni de su papá, ni de nadie. Por
no tener, no había tenido nunca ni marido, aunque eso ya era menos de extrañar,
porque Ismael sabía de no pocas abuelitas viudas.
Germán, el hermano mayor, sí lo entendía,
aunque todavía se hacía un poco de lío con los parentescos. Sabía que,
biológicamente, ella no era su abuela, sino la hermana de ésta, a la que nunca
pudo conocer, y que, en su soltería,
había “adoptado” a todos sus sobrinos y sobrinos nietos, como si de hijos y
nietos de sangre se tratara.
La abuela Patro nunca se casó… por falta de
tiempo. Nacida poco antes de la Guerra Civil, fue de las pocas mujeres que
entonces se licenciaron en una carrera científica, contra toda moral. A ello se
sumaba otro hándicap: La mayoría de hombres huía entonces de cualquier mujer
que, en un momento dado, pudiera ser autosuficiente, pues eso incrementaba el
riesgo de perderla si el matrimonio fracasaba. La posibilidad de que una esposa
pudiera, además, debatir, cuestionar o rebatir, los aterrorizaba en sumo grado.
Trabajó toda su vida en un laboratorio
llevando a cabo investigaciones en el terreno de la química. Solamente
abandonaba el puesto de trabajo para comer, dormir y atender a sus ancianos padres; esos padres
ancianos que siempre son ancianos, sea cual sea la fecha a la que uno se
remonte. Vivió con ellos hasta que fallecieron, con meses de diferencia; él alcanzando casi la centena de años, y ella
con la centena cumplida. Cuando faltaron ambos, ya tenía edad de retirarse
laboralmente, y al hacerlo se dio cuenta de que, sin sus padres, y sin su
laboratorio, la vida podría tornársele
harto soporífera, ya que, con una más que buena salud, sospechaba haber
heredado la longevidad de sus padres.
La hermana mayor de Patro sí pudo formar
una familia, aunque no tuvo tanta suerte con la salud. Falleció tras una larga
enfermedad sin haber cumplido los cincuenta, aunque dejó cuatro hijos, que posteriormente también trajeron a
la vida a los suyos propios, concretamente
once, si sumamos todos ellos. Y desde Teresa, la mayor (ya con novio),
hasta Ismael el benjamín, se convirtieron, sin que nadie lo forzara, en los nietos
de Patro.
Ahora, con todo el tiempo libre del mundo y
tras pasar el correspondiente duelo por sus padres (con más agradecimiento que
pena, por haber podido verlos cumplir tantos años y tan sanos), buscó con qué
llenarlo. Acostumbrada a organizarse desde que tenía uso de razón, decidió
apuntarse de lunes a viernes a talleres de lectura, voluntariados en
geriátricos y seminarios de química (aun jubilada, quiso seguir actualizándose;
la química era su pasión), un par de horas semanales al gimnasio, y los fines de semana a mimar
nietos.
“Este sábado… Luján, Sebas y María. El
sábado que viene… Ismael y Germán. El siguiente… Jose Antonio, Cristina y
Teresa… con el novio”.
Patro sabía que ninguno le diría que no,
porque todos ellos la adoraban. Si alguna vez faltó alguien, sería por
indisposición (no fingida) o por exámenes inminentes. Ella siempre los llevaba
a comer a un restaurante que había bajo su casa, donde comía también ella a
diario. La cocina era su talón de Aquiles, su asignatura pendiente. Durante
décadas, fue una asistenta quien se ocupó de cocinar para ella y para sus
padres.
Los propietarios del restaurante le
reservaban siempre una mesa de tamaño acorde con el número de comensales que
ella les anunciara. No sólo eso; cuando Patro les comunicaba los nombres de los
sobrinos-nietos que esperaba ese fin de semana, ya sabían, de antemano y por
costumbre, qué menú pedirían.
Luján y Sebas eran los “paelleros”; Ismael
y Germán siempre pedían bistec, y tanto Cristina como Teresa, estaban siempre a
dieta y optaban por menestras o berenjenas, especialidad de la casa.
El piso de la abuela Patro era enorme; de
ésos en los que la sopa se enfriaría sin remedio al llevarla de la cocina al
comedor. Los muebles eran tan centenarios como los bisabuelos que los
compraron, solo que éstos últimos ya no estaban presentes más que en algunas
fotografías enmarcadas.
El travieso Ismael tenía predilección por
abrir los cuarenta cajoncitos de un antiguo secreter ubicado en la sala de
estar, cuya única función siempre fue la de acumular facturas o recibos, fotos
antiguas y polvo. Aunque lo limpiaban casi a diario, aparecía cada mañana una
fina capa blanquecina sobre la oscura caoba, a la que cualquiera se terminaba
acostumbrando, pues la belleza del mueble eclipsaba a todo lo que osara
compartir su espacio.
Los demás chavales tenían en la abuela a
una confidente ejemplar. Era un lujo para cualquier adolescente (aunque Teresa
ya no lo era, pero sí agradecía la complicidad) tener un familiar libre de
prejuicios y que no estuviera contra el progreso, con quien se pudiera hablar
de todo, sin censuras ni reproches, y que supiera explicar, sin imposiciones, el por qué de no desviarse en tan peligrosas
edades, con el simple sentido de la lógica y el sentido común que rezumaba, a
chorros, en cada consejo que les daba. Salían de aquella casa felices, como
quien sale de una enriquecedora sesión de terapia, que, parentesco aparte, así
resultaba ser, a fin de cuentas.
Y ésta es, a grandes rasgos, la historia
resumida de Patro, la abuela que no fue mamá ni esposa, pero que once nietos
pudieron disfrutar, como muchos otros nietos en el mundo, orgullosos de sus
tíos abuelos: Esos parientes lejanos, pero cercanos, a los que siempre se alude
y recuerda con una inevitable sonrisa en el rostro.