La comarca del Altiplano era vasta, homogénea, y tediosa
de recorrer en automóvil. Toda la escabrosidad de su amarillo consistía, a
ratos, en algunos viñedos sueltos y contadas colinas rocosas, apenas visibles.
Por supuesto, la monotonía se rompía de modo canalla cada vez que pasábamos por
los parques eólicos, con aquellos artificiales y mecánicos molinos que en nada
recordaban a la Mancha que conocí de niño.
El sol castigaba con fuerza la chapa de mi utilitario, cuyo interior se
salvaba de la quema gracias al aire acondicionado. Costaba creer que en aquella
árida zona se dieran vinos tan agradecidos como los de Yecla o Jumilla.
Elisa, que había sido mi compañera durante éstas mediterráneas vacaciones, mareaba el dial de
la radio, intentando dar con alguna canción romántica que sirviera de fondo
musical para la nostalgia que ya rezumaba en sus ojos, pese a que aún no
habíamos terminado viaje. Por desgracia,
halló a Rod Stewart quebrando la voz por algún amor perdido, y subió el
volumen, a fin de sugestionarse en la pena y empaparse de melancolías.
-Seguiremos viéndonos, ¿no?
(Silencio)
-¿Eh? ¿Seguiremos quedando?
Decidí contestar; si no lo hacía, me jugaba ser
interrogado durante trescientos kilómetros.
-¿No has tenido bastante con quince días de vacaciones?
-Precisamente por eso. Ha sido tan maravilloso… Lo coherente es seguir.
-Te propuse un viaje, no un noviazgo, Elisa. No concluyas
tan rápido.
-Pero el viaje ha sido el comienzo. ¿No crees? ¿O a ti no te ha gustado? ¿No
repetirías? Nosotros…
-¡Claro que me ha gustado! Y por supuesto, repetiría.
Pero repetiría sólo eso: Vacaciones. Eres una chica estupenda, y hay que
admitirlo, una loba en la cama. Han sido unos días preciosos, cierto, y yo
agradezco que me hayas acompañado. Pero no voy a dar continuidad a esto. No
quiero compromisos, y lo sabes. Podremos vernos, pero de vez en cuando, como
los amigos que somos. Nada más. No hay ningún “nosotros”.
Esta vez optó ella por la callada como respuesta. Pensé
si no habría sido demasiado brusco al sincerarme de nuevo. Giró el rostro hacia
la ventana, quizá para que no viera que se le empezaba a humedecer la mirada.
En pocos segundos, la adiviné secándose una lágrima.
-Elisa (despegué una mano del volante para agarrar la
suya). No me apetece emparejarme ahora. Lo hemos hablado cientos de veces.
Siempre te he sido honesto y directo, ¿o no? Me haces sentir mal, cariño. No
quiero que sufras. ¿Entiendes que no quiero que sufras?
Me apartó la mano bruscamente, sin volver el rostro hacia
mí, renuente a seguir escuchando lo que
no quería oír.
-Te estás comportando como una niña despechada. No me
gusta. Y no me vas a hacer cambiar de parecer, Elisa. Nunca te he mentido; te
has creado tú sola esta ilusión.
Subió todavía más el volumen de la radio. Stewart había
dado paso a una canción funky, por suerte. Necesitaba que la música me ayudara
un poco a confortar a esta chica, o al menos, a llenar los silencios.
A llenar el paisaje, en cambio, ayudó un inesperado banco
de nubes que apareció de súbito por la parte alta del parabrisas,
adelantándonos ópticamente. Enormes bolas de arbusto seco se lanzaron rodando,
suicidas, ante el coche, obligándome a dar algunos volantazos para no terminar
llevándolas de equipaje en los bajos. A la temperatura que debía llevar el
catalizador a esa altura del trayecto, habría sido hasta peligroso, máxime
cuando el viento lateral me ponía difícil enderezar el vehículo. Se avecinaba
una tormenta que iba, por momentos, oscureciéndolo todo. Elisa permanecía
llorando callada, con la cabeza apoyada en el cristal de su ventana y evitando
mirarme, ajena, o eso me parecía a mí, a la que se estaba formando ahí
fuera. Confieso que nunca he sabido
reaccionar ante una mujer que llora. Me acobardan las lágrimas.
Me aproximaba a una fila de aerogeneradores casi
lindantes a la pista que, agradecidos al vendaval, hacían girar sus aspas de
manera frenética. Fui consciente del colosal tamaño de aquellos molinos. Se
hizo prácticamente de noche en un santiamén, y accioné las luces de cruce. Una
espesa niebla surgió no sé de dónde, pero me envolvió, obligándome a reducir
drásticamente la velocidad. Como no podía faltarle a mi desazón, un trueno
interminable y su correspondiente relámpago cegador se sumaron al evento, y una
cortina de agua se desplomó, literalmente, sobre nosotros.
Elisa, ni se inmutaba.
-¿Elisa? Elisa, ¿Estás bien? ¿Tienes miedo? Tranquila,
pararé en el arcén bajo el primer puente que encuentre, hasta que escampe.
Así hice, desconectando el motor, dejando encendidas las
luces de emergencia. No había visto un coche desde hacía largos minutos, pero
debía estar visible para otros bajo el aguacero y la niebla.
Descansé los brazos y miré, relajado, por el espejo
retrovisor izquierdo. Curiosamente, tras el manto casi opaco que nos separaba,
el parque eólico que había dejado atrás aparecía sólidamente arraigado… ¡sobre
el asfalto!
Esperando que fuera un efecto óptico, miré por el espejo
central. No era posible. Los molinos estaban anclados a la carretera, como si
alguien los hubiera plantado allá. Y no sólo eso. En un instante, las aspas se
olvidaron de su giratoria rigidez para retorcerse, cual de culebras se tratara,
y venir hacia nosotros a modo de metálicos tentáculos. Los aerogeneradores se
desprendieron del pavimento para, a la carrera, intentar alcanzarnos. Las
turbinas se me antojaban enormes y ciegas cabezas de pulpo en horrorosa
alucinación.
-¡Joder! ¡Elisa! ¡Joder! ¿Has visto eso?
Accioné el arranque una y otra vez, para encender el
motor, sin éxito. Apenas sonaba un tenue “click” cada vez que giraba la llave.
Tras de nosotros, bajo la lluvia incesante, todo un parque eólico amenazaba con
engullirnos. ¿Estaría volviéndome loco?
Agarré a mi compañera
por los hombros, zarandeándola, rogándole que me sacara de la pesadilla.
Ella se giró, pero su rostro ya no era el de Elisa.
-¡Qué!... ¡Elisa!
Elisa tenía fauces. Elisa tenía los ojos rojos y
almendrados. Elisa tenía toda la faz cubierta de pelo largo, negro y brillante.
Elisa tenía unas orejas y un hocico a cada instante más afilados. Me acababa de
meter de lleno en alguna versión gore de “Caperucita Roja”. Una voz profunda, salida de los abismos de la
licantropía, me instó a sumergirme, aun más, en lo que yo deseaba sólo fuera un
mal sueño.
-Así que, ¿Admites que soy “una loba”?
Sin darme tiempo a reaccionar, se abalanzó sobre mi
cuello. Forcejeando con la diestra para desprenderme de aquél monstruo, y
luchando con la siniestra por abrir la puerta, sentí su letal bocado en la
garganta, y cómo, de a poco, empezaba a perder el sentido. Todo se tornó negro,
más negro todavía.
Olí a tierra mojada. El calor del sol me hizo despertar a
escalofríos. Quise moverme, pero no podía. No tenía fuerzas.
-Tranquilo, no se agite ahora. Está usted en una camilla.
Ha tenido un accidente. Ha perdido mucha sangre.
Miré hacia la voz. Era un hombre joven, ataviado con un
llamativo chaleco. Sin apenas darme cuenta, me insertó una vía de modo delicado
y certero en la vena del brazo. Me quemaba la garganta; tosí.
-Tenga cuidado, le hemos puesto oxígeno. No mueva el
cuello; tiene una herida y le hemos aplicado unas gasas provisionalmente hasta
que lleguemos al hospital.
A través de la mascarilla pregunté por mi compañera.
Bajando la mirada, el asistente sanitario alzó la
barbilla para permitirme mirar un instante tras él.
Sobre otra camilla había un bulto cubierto con una manta
térmica de dorado color. Estaba totalmente cubierto, incluso la cabeza.
-Elisa…
Anímicamente confuso, mareado, afectado, me dejé hacer.
Entre varios hombres alzaron la camilla y me introdujeron sobre ella en una
ambulancia. Noté algo en la base del cuello. Pasé los dedos bajo el apósito, y
agarré un objeto pequeño y duro. Lo miré. Era un colmillo. Un colmillo de lobo.
Antes de que cerraran las puertas, pude ver los restos
destrozados de mi coche. Al fondo, los aerogeneradores se veían erguidos sobre
la tierra húmeda, y sus aspas, a falta de viento, permanecían detenidas,
sólidas y blancas, como la luz del sol que quemaba La Mancha.