viernes, 27 de marzo de 2015

Deseándote al alba

Deseándote al alba
Hoy amaneció; desperté adherida a ti
Mis sábanas blancas fueron testigo
Prendida en tu pecho, aplacada y feliz
Mis ojos cerrados amando contigo
Sintiendo tu rostro tan cerca de mi
Embriagado en paz, sereno, tranquilo.


Tu cara sedosa y curtida en mil batallas
Nariz caprichosa y labios suculentos
Ojos profundos, cejas delineadas
Que besaron mis cejas en roces de deseo
No puedo creerlo, estás aquí, mi alma
Dime que es verdad, dime que es tu cuerpo.


Riadas de placer, dicha y agonía
Tu cuerpo vibrante y colmado de fuego
¡¡me extasiaste entera, dulce vida mía!!!
Te dejé la huella de mis ardientes besos
Que frenéticamente tu cuerpo recorrían
Mojados en lujuria, pasión y embeleso.


Besé lentamente, con ansia y pericia
Todos los poros de tu piel deseada
Sentí cómo vibrabas al son de mis caricias
Frenesí infinito que desbordó mi cama
Cabellos revueltos, rabia incontenida
Yo te devoraba; tú me suplicabas.


Respiraste profundo, sonriente y en calma
Abriste los ojos, tocaste mi pelo
No hizo falta ya que tus labios hablaran
Lo decían todo tus ojos de cielo.
Un mar de gratitud y regocijo al alba
Y ambos supimos que sería eterno.


Sigilosamente me acerqué a tu espalda
Trémula y ansiosa, vigorosa y cálida
Mis manos temblaban apenas rozándola
Preparando el nido para otra dádiva
De edén de fluidos y secretas palabras
Palabras que hoy ya no serían válidas.


Y surges en mi alcoba, y tendido en mi cama
Hierves al amor de caricias evocadas
Eres la pasión y la ternura añoradas
El sueño que alimenta esta sedienta alma
Que cada día espera entre sábanas blancas
Y anhela de nuevo compartirte al alba.


Transcurría el año 1950

El Mercury de Wilhelm 
Transcurría el año 1950. Mis sospechas se habían confirmado desde el mismo Enero: Llegaríamos al medio siglo, y no habría logrado convencer a mi padre para que me comprara el precioso Mercury color crema que Wilhelm, nuestro vecino, había puesto a la venta ya en el 49, pues había decidido, octogenario y cansado, finiquitar su vida de conductor. En un principio debió pensar que se desharía pronto de él. “A lo sumo, quince días”, le comentó a mi padre, sin darse cuenta de durante esas dos semanas y las cuatro siguientes, la mayoría de las familias de la localidad y aledañas estarían disfrutando sus vacaciones estivales en poblaciones costeras, y a su vuelta, priorizarían presupuestos donde no entraba la idea, seguramente, de adquirir vehículo alguno, (colegios, despensa), y menos aún si éste necesitaba una buena inversión de puesta a punto. Los que no tuvieran que priorizar nada y ambicionaran un Mercury, optarían por una nueva versión con caja semiautomática que ya se encontraba en el mercado; toda una tentación para los amantes del modelo. Wilhelm, para más autoperjuicio, se negaba a reparar los arañazos y cambiar neumáticos gastados, delegando dichos gastos sin ningún pudor a los potenciales adquirentes que, tras visitarlo, huían despavoridos ante el coste final que se les avecinaría, caso de aceptar la oferta.
A mí no me habría importado hacerme cargo de los arreglos, si mi padre hubiera cumplido su promesa de conseguirme aquél capricho rodante que mis sueños protagonizaba. Me dio su palabra de comprarme un utilitario de segunda mano si yo finalizaba mis estudios de graduación. Y yo cumplí, los terminé, aun repitiendo dos cursos; pero acabé y con unas calificaciones medianamente aceptables. Para él, ya no servía; haberme pagado dos años extra terminaba con cualquier acuerdo previo de gratificación. Arguyó que los 800 dólares empleados en mi rectificación escolar superaban con creces el presupuesto del premio, y pese a que le dí un tiempo para que se recuperara del enfado, se mantuvo en su decisión, hasta hoy.
Mucho me temo que entraremos en el 53 y, aunque consiga un empleo, Wilhelm no querrá rebajar su oferta a ras de la devaluación real de su ya polvoriento Ford. Lo tengo complicado.
Cuando paso por delante de su casa, me parece oír crujir a ambos, anciano y automóvil, y ambos me miran detenidamente, callados y cabizbajos: El vecino, esperando que me decida de una vez, a sabiendas de que no va a hallar más compradores, y aferrándose a la única posibilidad de sacar provecho al coche que tanto le costó de nuevo. Y éste, con la resignación de quien es consciente de haber podido disfrutar de una vida más útil e intensa, como se supone que corresponde a un Mercury del 42, nada más y nada menos, y deseando no acabar sus días en quién sabe qué sombrío desguace.


El baile
Transcurría el año 1950.
Reme se contempló en el espejo, adoptando, coqueta, poses de modelo. Con el vestido a cuadros vichy amarillo y blanco que su mamá había hecho para ella, se sentía como tal.
-Es precioso. ¡Me encanta!
-Irrisorio, ridículo. No comprendo cómo se le puede llamar “presencia” a eso.
Su padre observaba la portada del diario local con total desaprobación: “Hoy, a las diez de la noche, gran baile de los quintos en nuestro Salón de Espectáculos Municipal, que contará, entre otras actuaciones estelares, con la presencia de Jorge Sepúlveda y su orquesta”.
Me refiero al vestido, papá. Jorge es, sencillamente (entrelazó los dedos, mirando hacia el cielo), ¡monísimo!
Su madre la asió por la cintura, iniciando un breve chotis sobre la baldosa de terrazo.
¡Monísima, monísima, monísima!!, -entonó, entusiasmada con el contento de su hija. – Ay, Reme, cuando Alfredo se te arrime así y te prenda de la cintura cuando cante ese chotis, ¡qué emoción!
-¡Mamá!, -se soltó, sonrojada. ¡A mí me gustan más sus boleros. Los canta taaaaannn bien… ¡lo adoro!...”Mirando al mar soñé… que estabas junto a mí…”
-Pues yo sigo viéndolo esperpéntico, un mamarracho, como ése tal Alfredo del que te has colgado; tal para cual. Hija mía, naciste sin gusto. Me pregunto a quién te parecerás.
-A su madre, sin duda, suspiró su esposa. – Solo que la hija escogió mejor-, apuntilló mientras le estiraba los bajos del nuevo vestido bajo el ceñido cinturón, para darle una caída elegante a la falda de media capa.- No hagas caso a tu padre. Sepúlveda canta como un ángel.
-Un ángel caído, sin duda.- Sentenció él, dejando el periódico sobre la mesa. Poniéndose de pie, se acercó hasta la ventana, y se encendió una pipa.
Maruja se abrió paso al salón empujando sin querer a la madre, aunque disimulando muy mal su malestar. Su hermana, al verla todavía ataviada con bata, quiso apurarle prisa.
-¿No piensas quitarte las coletas en la vida, Maru? ¡Alfredo está al llegar!
-No,- contestó cabizbaja, dejándose caer sobre el sofá.
-Reme, -explicó su mamá con tristeza,-  Maru no irá al baile. Papá considera que aún es demasiado niña para ir.
-¿Niña? ¡Tiene quince años!. Papá, podías haberlo dicho antes de que mamá se confeccionara dos vestidos, ¿no crees?
-Da igual, - se adelantó la pequeña. Mañana hay más baile, puedes ponerte mi vestido si quieres. Seguro que te queda tan bonito como éste.
-Papá, ¡No puedes hacerle esto a Maru! No tiene por qué ocurrirle nada malo. Viene con Alfredo y conmigo y no nos separaremos de su lado.
El padre se decidió a contestar:
-¿Y tú crees que yo me iba a quedar tranquilo dejando a toda mi prole en manos de ése medio hombre?
-No insistas, hermana, -La defendió Maruja-, No te enfrentes a papá por esto. Yo te lo agradezco; estaré bien, de veras. Además, estaréis más a gusto solos. ¡Como cualquier parejita!
Papá, Alfredo es muy buen chico y muy estudioso. No es un medio hombre.
-Cierto, es cuarto y mitad; evidentemente.
La madre, en silencio, disuadió con una mueca a Reme de defenderse, mientras le desenrollaba los rulos y le cepillaba el pelo recién ondulado. La chica, entre tirones, intentaba pintarse los labios de carmín ante el espejo. Una vez acicalada, se contempló otra vez de cuerpo entero, no sin mirar compasiva a su pequeña hermanita, que la tranquilizó:
-Estas divina, como siempre. ¿Verdad, mamá? ¡Parece una actriz de cine!
La madre confirmó la satisfacción de Maru depositando un cariñoso beso en la mejilla de su princesa, que no tardó en responder:
-Tú lo haces posible, madre. Eres nuestro modelo. Y coses tan bien… ¡y te adoro! –exclamó, abrazándola con tanta fuerza, que tuvo que recolocarse el peinado.
Su padre, cómo no, interrumpió el amoroso momento:
-Por ahí viene el cuarto de hombre a buscarte. Hay que reconocer que tiene un buen coche, que ya es algo. Hija, marcháis los dos, ¡a ver cuántos volvéis!
Reme frunció el ceño ante la indirecta malintencionada del hombre de la casa. Su madre, disuadiéndola de nuevo de contestar, le alcanzó un pequeño bolso blanco que conjuntaba con el vestido y unas merceditas de medio tacón que su princesa llevaría al baile.
-Ni caso, hija. Papá te habla como si él nunca hubiera sido joven. Está rancio ya,- se reía. – Yo me quedaré con tu hermana, y le daré un poco de ánimo. Le voy a sugerirle que preparemos unos bizcochos para desayunar mañana.
-¡Bizcochos! ¡Uf, creo que volveré pronto!
-Pásalo bien, hermana,- se despidió Maru, girando la cabeza sin levantarse del sofá.- Y por mí no te preocupes, ya creceré.
Reme arrojó un beso a su congénere, desde la misma puerta, que su madre abrió, ajustándole el vestido por última vez.
-No tardaré  mucho, papá. No quiero que esteis preocupados.
Bajó la escalera de dos en dos, y prácticamente de un salto se subió en el descapotable de su novio. Éste, sabedor de que su futuro suegro estaría observando, saludó con la mano mirando hacia arriba y sonriendo con cierta sorna, pero no quiso tener, cautelosamente, más cariñoso gesto de saludo hacia su novia que un leve toque en la mejilla con los dedos. Durante el baile, ya le cantaría Sepúlveda en su nombre aquello de “¡Guapa, guapa, guapa!, mientras él, seguro que intentaría arrimarse a su amada, en el más apretado de los chotis.

Mecatrónica
Transcurría el año 1950. Si yo hubiera sabido entonces que sesenta años más tarde contaríamos con un centro de planchado a vapor en cada hogar, no habría dudado aquél día en procrastinar. Las sábanas de algodón se me acumulaban en el cesto. Las sábanas, las camisas de mi padre, las enaguas de abuela, y tres vestidos míos, para ser exactos, sin contar con un revuelto de ropa interior inclasificable.
Ocuparme con dieciséis años de las labores del hogar, no me fue sencillo, máxime cuando mi sueño de estudiar enfermería se iba viendo truncado a marchas forzadas. No tendría tiempo para dedicarle las horas precisas.
Con el súbito fallecimiento de mamá, abuela envejeció veinte años de golpe. A tal punto llegó a desmejorar por su pena, que se veía imposibilitada totalmente para ayudarme. No sería yo quien le forzara a ello.
Humedeciendo y enrollando las prendas para su mejor planchado, me pregunté: “¿Inventarán un día una plancha que haga el remojado previo?”. Me gustaba pensar en un hipotético futuro, en los adelantos tecnológicos con que la vida aún me tendría que sorprender. Soñaba con automóviles que estacionaban solos, sin necesidad de dejarse los brazos en el volante, con trayectos donde no hubiera que abrir las ventanillas para soportar el calor o el frío en los viajes. Imaginaba trenes que corrían como balas. Diseñaba en mi mente robots de cocina que evitarían lo más engorroso de ésta, como cortar, amasar, picar. Y máquinas que lavarían platos y cazuelas, que aspirarían el polvo del suelo y los muebles, refrigeradores que surtirían al instante de agua fresca o hielo. Habría, -pensé para mí-, pequeños aparatos que exprimirían jugo a cualquier fruta, abrirían latas de conserva, lustrarían zapatos y limpiarían cristales.
¿Y el cine? Mi padre me llevó hace poco. ¡Qué grandioso, parecía que estábamos inmersos en el filme! A la salida, le dije: “¿Sabes, papá? Algún día veremos cine en casa. ¡Al tiempo!”
¿Enfermera? De ninguna manera. Ahora sé que habría sido una buena ingeniera mecatrónica, solo que entonces aún no se había inventado la profesión. “Una buena excusa”, pensé, mientras veía, ayer mismo, la ropita de mis nietos dando vueltas en la secadora, y el flan cuajando en el microondas.

lunes, 2 de marzo de 2015

Tostadas francesas

Hay mucha gente que conoce las “tostadas francesas” por haberlas visto en alguna película. Lo mismo me sucedió a mí. En la lacrimógena “Kramer & Kramer”, nos enseñaron a desayunar de otro modo, con una sencilla receta a base de pan de molde mojado en una mezcla de huevos batidos con leche y azúcar. Y la verdad que estaba rico. Pero después me hablaron de echar sal en vez de azúcar, y me gustó más.
Pues eso, que aquí las tenéis.
Para tres tostadas, batimos un par de huevos, añadimos un vaso de leche y una pizca de sal (o de azúcar, según nos apetezca), empapamos el pan  y hacemos, vuelta y vuelta, las tostadas en una sartén antiadherente, mojando el fondo antes con un poco de aceite o mantequilla.
Si las hacemos saladas, podemos acompañarlas con una loncha de queso o jamón; si optamos por las dulces, con mermelada, sirope o miel. A mí, particularmente, me gustan solas.
¡Sencillo y rico!!


Guardo

Como guarda cada día
el oro en su joyería
el artesano joyero,
yo guardo como tesoro
más valioso aún que el oro
las miguitas de tu afecto

Como cuida con desvelo
el orfebre con esmero
la plata que repujó,
yo conservo tus momentos
dentro de mi pensamiento
en homenaje a tu amor.

Como cultiva el labriego
con dedicación y esmero
su tierra de sol a sol,
yo cultivo tus recuerdos
los abono, cuido y  riego
pues nuestra cosecha son

Como ornitólogo diestro
que retiene, por excelso
el trino del ruiseñor,
yo atesoro tu sonrisa,
el son de tu voz, tu risa
y la frescura de tu olor.




Benedicta, Benedicte

-Tú eres la niña nueva, ¿verdad?
-Sí.
-¿Me puedo sentar contigo?
-Sí.
-¿Cómo te llamas?
-María.
-Hola, María. Yo me llamo Benedicte, ¿lo ves aquí, escrito?, pero se pronuncia “Benedict”.
-¡No le haga caso, señorita! ¡Se llama Benedicta!

En ese instante aprendí lo que era “tener a alguien atravesado”, aunque mi tierno cerebro de cinco años apenas diera de sí para poder comprender tamaña mala leche. Aquella monja con mostacho y papada doble consiguió, nada más comenzar el curso y sin esfuerzo alguno, despertar en mí férreos instintos criminales, pese a mi edad. Recorría lentamente el pasillo del autobús escolar como un empecinado carcelero, en la obcecada búsqueda de una niña mal ubicada en su asiento, de un uniforme mal puesto, o de cualquier delito similar, para poder descargar su ira de frustrada madre, bien con un grito, como el que acababa de propinar a mi recién estrenada amiga, bien con un sonoro palmetazo en la testuz de la pobre víctima que eligiere para ello.
Las monjitas que yo había conocido hasta entonces, en el jardín de infancia, eran dulces, blanditas, sonrientes y juguetonas. Me regañaban con mimo, igual que mi mamá, consiguiendo, en mi limitada conciencia, admisión de culpa y disposición a mejorar. Las echaba de menos.

-Ya no me acuerdo de cómo te llamas.
-Puedes llamarme Bene. Si quieres nos sentamos juntas todos los días.
-Bueno.

Así conocí a mi primera amiga. Como ella era mayor que yo, tres años exactamente, solamente coincidíamos en el autobús que nos llevaba al colegio por la mañana, y de vuelta a casa por la tarde. Veinte minutos de trayecto, muy poco tiempo, mas lleno de buenos ratos. Benedicte hablaba por los codos, era paciente con mi parvulario vocabulario, y me permitía preguntarle sin límite. Ella también se interesaba por saber.

-¿Quién te lleva a la parada?
- Jelu.
-Y, ¿quién es Jelu?
-La chacha
-Eso ya lo sé. Lleva uniforme de chacha.
-Pues ¡no me preguntes!

Jelu era la asistenta de mis tíos abuelos. Trabajaba en casa en régimen interno. Después de fallecer mis padres, dos meses antes, recuerdo que fue la primera persona que me durmió en sus brazos. La tía Geno nunca lo hizo. Jelu sabía que mi existencia había dado un vuelco fatal, era consciente del galimatías afectivo que se me habría formado en la cabeza, sin saber quién adoptaría en adelante en mi vida los roles de papá y mamá, sin entender por qué ellos ya no podían estar conmigo, ni por qué mi hermanito estaba lejos, ni qué habría hecho yo, a mis cinco años, para terminar viviendo con dos ancianos de setenta años sin hijos ni nietos, absolutos desconocidos hasta entonces para mi. Desde el primer momento, aquella chica de no más de veinte años, redondita, rechonchita y graciosamente acnéica, puso empeño y cariño en lograr que tan grave carencia me afectara lo menos posible.
Jelu siempre tenía prisa, me llevaba de la mano prácticamente arrastras, y no dejaba de quejarse durante el trayecto de la parada de autobús a casa.
-Vamos, qué niña, que no llego, que tengo plancha, hay que ver, ¿eh? ¡Lo pequeña que eres, y cómo te pesa el culo ya! Pero ¿Quieres andar más rápido? ¡Jesús, Jesús!

El portal de la casa me daba miedo. Era siniestro; todo mármol amarillento y madera vieja. El ascensor bien podría haber sido extraído de una novela de terror. Se veían las poleas, los cables, la grasa negra y espesa que los cubría. Uno subía encerrado entre rejas, viendo los muros y los pisos pasar. Me suscitaba pánico, irremediablemente. Si a eso le añadimos que el tío Paco me amenazaba con meterme ahí cada vez que me portara mal, más terrorífico aún se me antojaba.

Verde botella. ¿Quién podría tener la retorcida ocurrencia de sumir a una niña de cinco años en un universo color verde botella? Solamente a mis tíos, sin duda, y a las monjas como la del mostacho. Un niño debería crecer entre tonalidades parchís y pastel. Tendría que estar prohibido mostrarle más colores. En mi caso, casi lo consideraba un castigo: Mi uniforme de colegio era verde botella, la tapicería del sofá y las faldas de la mesa camilla, en casa, también, y, por supuesto, el feísimo revestimiento de los asientos del autobús escolar. Mi tía Geno tejía eternamente un jersey verde botella, envuelta ella misma en una toquilla verde botella. Los marcos de los cuadros de la casa estaban malpintados de verde botella, y las barandillas de la escalera del colegio, no iban a ser menos, compitiendo, además, en desconchones con los marcos. Mi abrigo, para más castigo, era verde botella, así como el estampado de la colcha de mi cama, mi gorro de punto, y la batería de hierro esmaltado de la cocina, cómo no, también llena de feos desconchones.

Después de la jornada escolar pasaba la tarde con Jelu, hasta mi hora de cenar. Mientras ella planchaba, lavaba la ropa (a mano, agachada sobre la bañera), o fregaba el suelo (arrodillada, con barreño y estropajo), yo me sentaba a su lado, o bailaba por el pasillo al son de las canciones que ella me enseñaba, o de las que yo traía aprendidas del colegio, de las que mi compañera de canto sacaba su peculiar versión, más folclórica y menos infantil. En casa de mis tíos estaban prohibidas las lavadoras, las fregonas y las muñecas. Suerte tenía yo de contar, al menos, con un cuaderno donde pintarrajear con un lápiz color verde botella que Jelu me afilaba a cuchillo, y que nunca parecía tener final, y, cómo no, con el extenso repertorio musical de mi chacha, que abarcaba desde canciones de Fórmula V y Karina, hasta coplas y jotas aragonesas. Todo ello hizo que, los tres años que residí allí, quizá no fueran todo lo dulces que serían seguramente para cualquier otra niña, pero sí resultaron medianamente llevaderos. Y, seguramente, - ya se encargaba ella de que lo tuviera en cuenta, - habría niñas en otros hogares que a lo peor no tendrían, ni un cuaderno como el mío, ni las canciones de Jelu.
Cuando ella terminaba sus tareas, venía lo mejor. Yo esperaba ese momento cada tarde con impaciencia. Desde el instante que le comunicaba a mi tía que se retiraba, entonando un protocolario “si no necesita usted algo más”, Jelu era ya mía. Jugábamos, cantábamos y bailábamos, metidas ambas en una habitación donde apenas cabía una cama plegable y un armario, espacio suficiente aquél para ser feliz, para disfrutar de mi singular infancia de juguetes prohibidos “porque manchan”- palabras de la tía Geno -, y con terreno suficiente para terminar sudando a veces, harta de brincar y reír junto a Jelu, junto a mi Jelu.

Aconteció la llegada de la primera Navidad en casa de mis tíos. Vacaciones, un horror. No podría disfrutar en dos semanas de la compañía de Benedicte, compañía que ya no se reducía sólo a los trayectos de la ruta escolar. Me buscaba en los recreos por el patio del colegio, y jugaba conmigo y mis compañeras, sin complejo alguno por sacarnos una cabeza de alta a todas nosotras. Una supuesta prima de la monja del mostacho, también monja y carcelera vocacional, de vez en cuando irrumpía en nuestros juegos para sacar de un tirón de ellos a mi amiga, a fin de ubicarla junto a las alumnas de su curso, recordándonos una y otra vez, cuando nos despedíamos de ella mientras se la llevaba de la mano, que se llamaba Benedicta, y no Benedicte.
Benedicte era francesa de nacimiento y madrileña de adopción. Su padre, belga; su madre, de Cáceres. Jamás pude saber cómo diantres acabaría ella en ese colegio, y sus padres en Madrid, pero habría estado bien enterarme alguna vez de por qué, también, la vida de mi amiga, pudo haber dado curiosamente tantas vueltas.

En Nochebuena y Navidad no percibí ambiente festivo alguno en casa, a excepción de que mis tíos rezaban más, y seguían todos los oficios religiosos posibles por televisión. Jelu se había marchado tres días a su pueblo, de modo que llené mi tiempo pintando sobre boletos de quiniela, porque mi cuaderno decidió, cansado, que ya no tenía más páginas a mi disposición, pidiendo ser retirado a una estantería para disfrutar de una merecida jubilación.

Los Reyes Magos de mis tíos me trajeron un lote de libros de cuentos y un cuaderno nuevo de tapas duras (color verde botella). Yo sabía leer perfectamente desde los cuatro años; mi padre se empeñaba ya entonces en convertirme en la empollona que nunca fui después, y se adelantó a la enseñanza escolar en un par de cursos, logrando que me familiarizara con el cuaderno caligráfico desde muy temprana edad. Pero Jelu también había dejado la noche de Reyes un zapato mío en su ventana, y cuando abrí su regalo, juraría que el mismo niño Jesús se me personó allí mismo, tal fue mis sorpresa al descubrir una guitarra de madera, para niños, pequeñita, pero guitarra, toda, toda, para mí. Prodecí a inspeccionar el instrumento bajo la inquisidora mirada de soslayo de mi tía Geno hacia Jelu, que no entendía a santo de qué su asistenta había desobedecido la tajante orden de no introducir juguetes en la casa, “porque manchan”. Jelu sonreía mirándome mientras yo le sacaba los primeros acordes a mi regalo, mas previendo que se fraguaba una bronca de su jefa, me disuadió de continuar mi desafinado concierto más de diez minutos en la salita de estar, invitándome con dulzura a seguir en su habitación. Allí, en nuestro refugio, pude dar rienda suelta durante todo el día de Reyes a mi nula vocación musical, en la que ni el niño Jesús allí presente me ayudaba, tan penosamente debía estarlo haciendo. Quizá consideró que era mejor que el ruido camuflara la reprimenda que Jelu finalmente se llevó por haberme regalado tan ruidoso invento.

Mi tío Paco nunca intervenía entre jefa y asistenta, si acaso cuando decidían subirle el salario, que no eran tampoco muchas las veces. En realidad nunca intervenía en nada; en esa casa ni pinchaba ni cortaba. Era un ente sin sustancia alguna, insulso e inexpresivo, que se ocupaba exclusivamente de estar sentado y callado ante el televisor, asintiendo a todo aquello que se le preguntara, hipnotizado de modo crónico por la aplastante y continua manipulación psicológica de su esposa, que le daba órdenes a cada momento como si de un robot se tratara. Cada vez que mi tío se movía del sofá era por imperativo de la tía Geno. Sólo lo hacía por iniciativa propia cuando iba al baño, y en ocasiones lo he llegado a dudar. Cuando se necesitaba una voz grave que me metiera el miedo en el cuerpo, se encargaba también él de increparme, decretado previamente por mi tía, aunque todo su alarde de autoridad se reducía a amenazarme con encerrarme en el ascensor, a sabiendas de que yo obedecería de inmediato.

Esa noche a Jelu le costó despegarme de mi guitarra. Estuvimos una larga hora tras la cena repasando nuestras canciones, y antes de que Fórmula V o Karina nos interpusieran una denuncia, optó por quitarme mi adorado juguete a la fuerza para ponerme el pijama de flores color verde botella, sabiendo, no sin cierto pesar, que me haría llorar. Mi llanto debió ser el desencadenante final para que mi tía Geno tomara cartas en el asunto, y envió a mi tío a la habitación, que, enfundado en un horrible esquijama de rayas verde botella, se personó allí, como sonámbulo, sin decir ni media, y arrancó mi regalo de las manos de mi chacha, llevándoselo de allí, sin más. Mi rabieta alcanzó confines de soprano, y Jelu intentó de todas las maneras posibles que me calmara. Me abrazó, me cantó, me bailó, cogió los cuentos a la desesperada, enseñándome dibujos y dibujando ella misma malamente en mi cuaderno nuevo, luchando por entretenerme como fuera. Finalmente, mi berrinche y mi sueño creciente le ayudaron a conseguirlo, y el niño Jesús, casi seguro, colaboró también, que había terminado hasta el gorro de mí, y tenía, supongo, ganas de irse a descansar.
Al día siguiente, al despertar, vi mi guitarra junto a la cabecera de mi cama, apoyada en una silla. Me incorporé y la cogí con ahínco, dispuesta a brindar a mis familiares y a Jelu otro día de martirio musical, segura estaba de que, aquella vez, contaría con su venia. Si no fuera así, no tendría sentido que me la hubieran devuelto. Mas cuando me puse en situación, me encontré con que mi juguete… no sonaba. Alguien había sustituido las cuerdas por hebras de lana de colores, alguna de ellas, para más desgracia, verde botella, y con ello se había conseguido, de modo concluyente, devolver el silencio a la ya de por sí silenciosa vivienda.
Me negué a desayunar. Jelu se desesperaba, triste por verme así, resignada por la inquisidora decisión de su jefa. Dejó de lado, incluso, algunas labores de diario, jugándose otra reprimenda en aras de conseguir que yo comiera, y sobre todo, de que volviera a sonreír. Si por mí fuera, me habría dejado morir de inanición, tan hundida estaba. No entendía, no aceptaba, no asimilaba, no quería más cuentos, ni más canciones, ni más bailes, ni más nada. Solo quería rascar mi guitarra, extraerle su estridente sonido y disfrutar, como cualquier otro niño, de mi día después de la venida de los Reyes Magos.
Finalmente, la compasión por mi chacha, a la que veía más disgustada que yo, si era posible estarlo, me obligó a comer de mala gana, entre lágrimas y moqueando, resignada a un castigo que escapaba a mi comprensión, indignada por la privación de haber podido gozar de mi único juguete. Pasé la mañana embebida en mis cuentos. He de admitir que eran bonitos, o me lo parecieron. No todo estaba perdido, tenía una novedad a la que asirme. Pero deseaba volver al colegio, jugar con Benedicte y mis amigas, permitir que me contaran qué les habían traído los Reyes a ellas, en el desesperado consuelo, al menos, de que a ellas les hubiera ido mejor que a mí.
Jelu trabajó en silencio, ignoro si por su propia pesadumbre, o en solidaridad con la mía. Por la tarde durmió conmigo la siesta, después de recoger la cocina. En esa semana de fiestas, mi tía le desposeía de algunas labores. No se lavaba ropa ni se planchaba a diario, lo que mi chacha agradeció, porque así podía dedicarme más tiempo, aunque no le fuera posible marcharse al pueblo con su familia, con la que ya había estado en Nochebuena y Navidad. Paseábamos de vez en cuando por el parque de El Retiro, me compraba chucherías (las justas, puesto que mi trasero ya apuntaba maneras de ser lo que hoy en día es), me llevaba a ver, a la Plaza Mayor, los adornos navideños que en casa brillaban por su ausencia, y me hacía sentir, por primera vez, que se puede tener más de una mamá.

Ya entrada la tarde me despertó un sonido extraño. Abrí los ojitos y me topé con Jelu maniobrando de forma peculiar con la guitarra, que se perdía, sumisa y literalmente, entre sus rechonchitos brazos.

-Mira como suena, ¿lo oyes?

Había tensado las hebras de lana casi hasta el punto de romperlas. Estuvo entreteniéndose en enrollarlas de dos en dos, extrayendo más material del verde botella costurero de la tía Geno, de modo y manera que habían engrosado, y así, se habían reforzado.
Desde luego no consiguió que sonara como antes, pero puedo jurar que de aquél invento surgían notas, rudas, bastas y apagadas, pero surgían.
Dedicamos aquella tarde y las venideras, durante meses, a emular al hermano fracasado de Paco de Lucía. Fórmula V y Karina se sumaron solidariamente a la causa, a través de nuestros pulmones. Mis tíos parecieron sucumbir a la realidad de que no se puede tener un niño en casa sin ruidos, y cuando mi compañera de dueto y yo nos entusiasmábamos demasiado, terminaban haciendo la vista gorda.
Solamente el cansancio natural de una niña que crece y que busca nuevos entretenimientos, hizo que mi guitarra terminara descansando, agradecida y con la honrilla personal del trabajo cumplido, junto a mis pintorrejeados cuadernos, en la estantería sobre la que fui construyendo, semana a semana, la historia de aquellos peculiares años de mi vida.